En
septiembre, con el inicio del curso académico, la editorial Bomarzo publicará
el libro de Gratiela Moraru titulado “Los derechos de comunicación de
los representantes de los trabajadores: nuevas dimensiones a la luz de las TIC”,
del que la autora me ha solicitado gentilmente que escribiera su prólogo. De
ese texto, convenientemente depurado de las alusiones directas a la obra y a su
autora, he sacado el texto que ahora se presenta en esta entrada del blog.
La voz humana permite hablar y
comunicarse, es el medio de producción del sonido musical, conoce diversas
tonalidades y se modula para expresar emociones. La voz es el vehículo de
transmisión del lenguaje y la realización del mismo en el habla. A su través
sabemos del sujeto que se expresa, de cómo se presenta, de su primera
apariencia. Se dice de quien no tiene voz que carece de presencia y de opinión,
que no cuenta. Quien no tiene voz tampoco puede decidir. Sin voz ni voto.
La voz de las personas que trabajan
dentro y fuera de la empresa ha estado durante mucho tiempo suplantada por la
voz del empleador, del patrono, del jefe. En España, haciendo lo que Luisa
Carnés definiría como “demagogia de ocasión”, se utilizaba la imagen de que
“el patrono y el obrero son un solo cuerpo”[1].
Un solo cuerpo, y una sola voz, la del empresario. Se podía hablar para sí, en
el ámbito familiar o en el camino a casa. Pero siempre sin alzar la voz. Una
voz negada en el espacio de la empresa, donde solo se permite como expresión de
la posición subalterna que ocupa quien trabaja a las órdenes de quien dirige el
proceso de producción de bienes y de servicios. Sí señor, a la orden, señor,
como cantaba el inolvidable Ovidi Montllor con su voz grave y profunda[2].
Eppur si muove. A pesar de
todo, se mueve. Como resultado de las luchas obreras por la recuperación
de la libertad en el trabajo (en nada semejante o análoga a la libertad de
trabajo), los derechos colectivos de intervención y mediación de las decisiones
empresariales fueron afianzándose y obteniendo una cierta presencia tanto en
las reglas colectivas como en las normas legales, frecuentemente entremezcladas
(o justificadas) con un temeroso respeto al interés de empresa y encuadrados en
un imperativo deber de colaboración con el empleador.
En España, el marco democrático
de relaciones laborales fijado en la Constitución a partir del reconocimiento
de un derecho de participación en la empresa de matriz social-cristiana fue
trasladado por obra del Estatuto de los Trabajadores a un mecanismo de
representación en la empresa de carácter unitario que se convertiría andando el
tiempo en un elemento central para la determinación de la audiencia electoral
que definirá el nivel de representatividad de los sindicatos. Es en ese
territorio en el que se permite un ámbito de expresión de la voz de los
trabajadores en una doble dirección. Hacia arriba, en interlocución con el
titular del poder efectivo en la empresa, pero asimismo, aunque esto no se destaque
frecuentemente, en una dirección horizontal, hacia el conjunto de las personas
que trabajan en el mismo centro de trabajo y por extensión en la empresa, estableciendo
una forma de comunicación que adopta el esquema formal de los derechos.
Mientras que las libertades de
expresión y de información colectivas buscan ante todo un espacio exterior en
el que localizan su interlocutor – la opinión pública, el colectivo de
trabajadores del sector o de la clase, la ciudadanía – de forma que aquí la voz
que proviene del trabajo quiere ser oída (también) fuera de la empresa, los
derechos de comunicación se centran en el espacio interior y colectivo del
trabajo, dentro del perímetro marcado por la pertenencia a la empresa y por su
rol subordinado que ha asumido por contrato, y hay que entender que funciona en
esa misma dirección la asamblea de trabajadores concebida como instancia de
comunicación interpersonal que rompe la estructura individual de la relación
jurídica dependiente. Hablar entre sí para ser conscientes de lo que les une y
lo que pretenden. La construcción de un espacio de encuentro colectivo derivado
del hecho material del trabajo.
Es un reconocimiento que se
plasma en una serie de instituciones que dan voz a quienes trabajan para que
puedan determinar o influir en la toma de decisiones que les afectan en tanto
que personas que prestan sus servicios retribuidos a otra persona física o
jurídica bajo su dependencia. Pero es una conquista ( y un reconocimiento) que
se logra en un tiempo y lugar muy concreto, a partir de los años sesenta y
setenta del siglo pasado, y en un espacio delimitado de interacción entre una
colectividad de trabajadores y trabajadoras que permite emerger un interés
colectivo común a los mismos. Pero la obsolescencia – no necesariamente
programada, como dicen que sucede con los electrodomésticos y otros
dispositivos de consumo - de los instrumentos de comunicación entre los
trabajadores con el paso del tiempo es evidente. Se requeriría una adaptación
que previsiblemente debería ser abordada por la negociación colectiva o, en
caso de disenso, decidida por los tribunales, dado que la norma permanecía (y
permanece aún) inalterable. Sin embargo los jueces en general son retraídos y
no encuentran - o no buscan - asideros constitucionales para desarrollar
los derechos de comunicación atribuidos a los representantes de los
trabajadores en la empresa en un contexto tecnológico diverso, remitiéndose a
fin de cuentas a la capacidad performativa unilateral del empresario como la
llave que abre la aceptación de los cambios o modificaciones de estos derechos
separados de su configuración original correspondiente a un modelo fordista de
producción.
Es cierto además que, como se ha
señalado por los estudiosos de los discursos nuevos de la empresa en el período
de cambio de siglo[3], el
paradigma del nuevo marco tecnológico es el directivo de empresa, “líder
visionario y emprendedor” y por tanto la mitología del empresario como
intérprete cualificado y exclusivo en el
manejo y la introducción de nuevas tecnologías en la empresa han reforzado la
subsidiariedad de las figuras de representación del trabajo en la disposición
de éstas y en el uso y aprovechamiento colectivo o sindical de las mismas. No
sólo se aprecia el extrañamiento de la mediación de los representantes de los
trabajadores en la administración de las tecnologías de información y
comunicación, sino que también declina la voz de éstos ante la fragmentación y
segmentación del trabajo, que deshace la tensión y la solidaridad colectiva
dentro de una empresa por lo demás descompuesta y troceada. Se parte así de un
trabajo fragmentado y fisurado, sin referencias políticas a un modelo de
sociedad que ya no sitúa en el centro de su compromiso comunitario el trabajo
como elemento de cohesión social, sino que por el contrario lo mide por su
valor económico como artículo de intercambio. El trabajo depende de la libertad
de la persona que sólo encuentra en el mercado las posibilidades de su
realización como deseo y como potencia en el consumo de los bienes y servicios
que necesita. Mientras tanto, la digitalización ha reforzado hasta límites
imprevistos las facultades de control empresarial sobre los trabajadores, a la
vez que configura el uso de los instrumentos digitales como una prerrogativa
exclusiva administrada unilateralmente.
Todo ello obliga a cambiar,
introduciendo en la norma laboral las
nuevas coordenadas que permitan pensar los derechos colectivos de comunicación
como un instrumento poderoso para fijar tanto la representación del conjunto de
trabajadores como la organización de sus intereses, fortaleciendo además a través
de esos espacios de encuentro y de debate, un ámbito de libertad y solidaridad
derivado directamente de las condiciones materiales que definen el trabajo, el
tiempo que se dedica a él y la calidad de su ejecución. No basta con
referencias en blanco a la negociación colectiva, como ha hecho la última Ley de
Protección de Datos en relación con los derechos digitales en el trabajo. Estamos
en el momento de las reformas en una dirección progresista, y por tanto es posible
concebir una intervención legal de adaptación y fortalecimiento de esos
derechos colectivos de expresión, información y comunicación que tenga en
cuenta los nuevos perfiles de las tecnologías de la información y comunicación
y el espacio de alfabetización digital en el que se despliega la acción
sindical y las figuras que representan el trabajo. Una acción colectiva que
permite que las trabajadoras y los trabajadores puedan hablar por si mismos de
ellos mismos sin distorsiones ni sordinas.
[1]
Luisa Carmés, Tea Rooms. Mujeres Obreras. Hoja de Lata, Gijón, 2016,
p.151.
[2]
Ovidi Montllor, “Si, senyor”, en el LP Uno entre tants…Discophon, 1972.
[3]
Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández Rodriguez, Poder y sacrificio. Los
nuevos discursos de la empresa. Siglo XXI, Madrid, 2018, p.14.
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