“Todo trabajador tiene derecho a
protección en caso de despido injustificado, de conformidad con el Derecho de
la Unión y con las legislaciones y prácticas nacionales”, dice el art. 30 de la
Carta de Derechos fundamentales de la Unión Europea, y el art. 24 de la Carta
Social Europea revisada, que el Estado español acaba de ratificar, prescribe
que para hacer efectivo el derecho de los trabajadores a la protección en caso
de despido, la norma nacional debe reconocer “el derecho de todos los
trabajadores a no ser despedidos sin que existan razones válidas para ello
relacionadas con sus aptitudes o su conducta, o basadas en las necesidades de
funcionamiento de la empresa, del establecimiento o del servicio”, así como “el
derecho de los trabajadores despedidos sin razón válida a una indemnización
adecuada o a otra reparación apropiada”.
En nuestra experiencia más
reciente, las reformas laborales originadas al calor de las llamadas “políticas
de austeridad” como consecuencia de las crisis financieras y de la deuda
soberana en el ciclo 2010-2013, se han apartado de esta perspectiva regulatoria
que obliga a centrarse en la suficiencia de la protección frente al despido
injustificado, para contemplar exclusivamente el elemento indemnizatorio en lo
que implica de coste del acto de rescindir unilateralmente la relación laboral
por parte del empresario. Con ello han abandonado de manera consciente la
perspectiva político-democrática que liga la protección frente al despido con
el reconocimiento constitucional del derecho al trabajo, y se han situado en un
terreno exterior – y opuesto – al que plantean las declaraciones de derechos
supranacionales de las comunidades de referencia, tanto de la Unión europea
como del Consejo de Europa.
La reforma laboral del 2012,
actualmente vigente en nuestro país, buscaba expresamente dos objetivos, el
abaratamiento y la facilitación del despido, a los que hay que añadir la
desvinculación de cualquier mediación sindical relevante en los despidos
colectivos por causas económicas, técnicas, organizativas o productivas, de
manera que se hizo desaparecer tanto la relevancia del acuerdo de extinción
pactado con las representaciones sindicales o unitarias como condición de
extinción de los contratos, como la posición arbitral de la Administración
laboral mediante la exigencia de la autorización administrativa para proceder
al despido. Con ello se reenviaba la solución del conflicto a un momento
posterior a la decisión empresarial de proceder al despido que tenía carácter
definitivo, susceptible eso sí de ser impugnada ante la jurisdicción social.
Por lo tanto, el despido se consolidaba como un acto dominado en su impulso y
en su desarrollo por la decisión unilateral del empleador, sólo controlable por
los órganos judiciales a posteriori y en donde la posibilidad de recomponer la
situación restableciendo a las personas despedidas en su puesto de trabajo sólo
podría efectuarse con carácter excepcional en los casos de discriminación o de
vulneración de derechos fundamentales. Ya antes de las reformas del 2010-2012,
la jurisprudencia había ido restringiendo esta posibilidad en otros supuestos
perfectamente asimilables, como los casos del fraude de ley o del abuso de
derecho, impidiendo que la regla de la nulidad de los despidos que incurrieran
en ellos se dedujera de lo preceptuado en el art. 6.4 del Código Civil y
reconduciendo la figura del art. 7.2 de dicho texto legal a la indemnización
tasada por despido improcedente, y reformas previas, en 1994, habían ya
desplazado al área de la improcedencia a supuestos típicos de nulidad de las
extinciones con carencia de requisitos formales o de despidos con el contrato
de trabajo suspendido.
Las “reformas estructurales” de
la austeridad abarataron la cantidad indemnizatoria por despido improcedente de
45 a 33 días por año trabajado, promovieron la opción por la extinción del
contrato sobre la de la readmisión al eliminar los salarios de tramitación en
los casos en los que el empresario optara por hacer definitivo el despido
declarado improcedente, garantizaron la efectividad material de la decisión
unilateral del empresario tanto en los despidos individuales como colectivos,
condicionaron la causalidad del despido económico a la racionalidad empresarial
que debería imponerse incluso sobre el control jurisdiccional posterior, del
que simplemente se pretendía la inspección de la observancia de los requisitos
formales por parte de la dirección de la empresa. En definitiva, en el marco de
una política económica de reacción frente a la crisis que posteriormente el Tribunal
Constitucional justificaría con entusiasmo, facilitaron el ajuste del empleo
mediante la facilitación y el abaratamiento del empleo, sobre la base de que
cuanto más asequible y simple resultara despedir, más sencillo y fácil sería
volver a contratar una vez superada la crisis.
Este marco institucional aún
vigente ha resultado sin embargo excepcionado con ocasión de la nueva crisis
económica que nace de la crisis sanitaria provocada por la pandemia del Covid
19, al menos en lo que se refiere a los ajustes derivados de la paralización de
actividad como consecuencia de ésta o dificultades de activación económica en
el marco de la paralización general de la economía del país, en especial en
determinados sectores. El principio básico de mantenimiento del empleo se ha
impuesto tanto a través de derivar a los mecanismos de amortiguación social vía
suspensión del contrato y exoneración de cotizaciones en la regulación temporal
de empleo, como con la prohibición de despedir y la “salvaguarda” del empleo o
compromiso de mantenimiento del mismo. Esta regulación funciona sin embargo
como una excepción a la regulación general que proviene de las reformas del
2012 y que por consiguiente obedece a una línea de política del derecho
plenamente divergente de la que ha orientado las normas sobre el empleo
emanadas durante el estado de alarma. Un marco legal que por otra parte, aun
con algunas correcciones de importancia, como la derogación del despido
objetivo por absentismo por la Ley 1/2020, está actuando plenamente en relación
con los despidos individuales y los colectivos que escapan al bloqueo previsto
en la norma para las situaciones que derivan de la pandemia.
En este contexto, por
consiguiente, es procedente plantearse alguna cuestión en la idea de modificar
el actual cuadro normativo sobre el despido. En un sistema jurídico en el que
se tutela el derecho al trabajo como sucede en el sistema jurídico
constitucional español, el ordenamiento laboral puede optar por una protección
del mismo en clave estrictamente monetaria, pero nunca puede olvidarse que el
despido improcedente es un acto ilícito del empleador, que rescinde
unilateralmente el contrato sin ajustarse al procedimiento formal señalado en
la norma o sin que concurra el motivo justificado que señala la ley, controlado
por el juez como órgano del Estado garante de esa legalidad. Por eso, desde la
perspectiva de una sanción económica como medio prioritario de tutela de la
lesión que el despido improcedente genera al derecho al trabajo, es oportuno
plantearse la efectividad, la proporcionalidad y la capacidad disuasoria de
este instrumento.
La indemnización ha sido
considerada, especialmente en las últimas reformas, exclusivamente como un
elemento que orienta las decisiones del empresario sobre la base de su coste, coste
de oportunidad y de estimación simultáneamente estimados. El precio del
despido, lo que cuesta la eliminación de un puesto de trabajo, es el componente
básico que orienta la decisión del empresario en un mercado de trabajo en el
que la oferta siempre supera la demanda de empleo y en donde el ajuste se
efectúa guiado por la calculabilidad previa de esta decisión. Por eso el
enfoque legislativo que reduce la institución del despido a la moderación de su
coste como clave del ajuste del empleo en un mercado flexible, necesita que la
indemnización se fije de manera clara e indubitada sobre parámetros que
favorezcan la seguridad en los cálculos del empresario. El sistema actual, que
utiliza como único criterio para determinar el quantum indemnizatorio la antigüedad
del trabajador en la empresa, cumple esta función.
Sin embargo, contemplar la
indemnización sólo desde esta perspectiva es incorrecto porque atiende – con
independencia de la verosimilitud de la utilización que se hace de la
correlación entre facilitación del despido y recuperación económica y del
empleo – en exclusiva al punto de vista unilateral del empleador, induciendo
una interpretación desmesurada de la potencia de la libertad de empresa sobre
la regulación de la extinción de la relación laboral. No puede soslayarse en
este punto la conexión de la institución del despido con la protección del
derecho al trabajo, que opera en sentido contrario, al exigir que la protección
en clave estrictamente monetaria debe implicar el resarcimiento de la lesión
producida al derecho al trabajo de las personas despedidas injustamente y una
sanción efectiva, proporcional y disuasoria ante una conducta del empresario
que se aparta de los requerimientos causales y formales que son constitutivos
del acto de despido efectuado con corrección.
La necesidad por consiguiente de
equilibrar estos enfoques se ha planteado recientemente respecto de la forma de
fijación la indemnización por despido injustificado a través de un “mecanismo
rígido y uniforme”, que contrasta con la flexibilidad y asequibilidad con la
que se conforma el poder de rescisión unilateral del empleador. A las empresas
no se les puede garantizar la seguridad en el montante de la suma
indemnizatoria en un despido improcedente, porque no es constitucionalmente
lícito garantizarla a ningún individuo que lesione injustamente los derechos de
otro. Por eso es el órgano judicial quien tiene un poder esencial de valoración
de la indemnización debida como resarcimiento del acto ilícito en función de
otras variables, además de la antigüedad, en relación directa con la gravedad
de la lesión al derecho fundamental al trabajo y a la posición personal del
trabajador despedido. El quantum de la indemnización no puede estar
establecido de antemano en razón exclusivamente de la antigüedad en la empresa,
que es un parámetro que pone en riesgo a los trabajadores de menor antigüedad
en la misma ante decisiones del empleador potencialmente arbitrarias y sin
embargo de bajo coste, de forma tal que en la determinación de la indemnización
el órgano judicial tiene necesariamente que tener en cuenta otras variables en
relación directa con la gravedad de la lesión al derecho fundamental al trabajo
y a la posición personal del trabajador despedido. Este es el enfoque que ha
privilegiado la Corte Constitucional Italiana y el propio Comité Europeo de
Derechos Sociales interpretando el art. 24 de la Carta Social Europea.
No es solo la materia
indemnizatoria la que debe ser revisada desde una óptica garantista. La
aplicación del art. 6.3 del Código Civil, según el cual “los actos contrarios a
las normas imperativas y a las prohibitivas son nulos de pleno derecho” al
campo de los despidos, obligaría sin duda a declarar la nulidad de los despidos
que una norma ha declarado ilícitos, como sucede con lo preceptuado en el art.
2 del RDL 9/2020, y una consideración semejante tiene que efectuarse con los
despidos arbitrarios, sin causa, o lo que la legislación italiana denomina
“manifiesta inexistencia del hecho”, que no pueden ser equiparados al resto de
los despidos improcedentes. El despido arbitrario y el despido ilícito tienen
por tanto que ser extraídos de la regla de la improcedencia e ingresar en el
área de la nulidad y de la readmisión de la persona despedida como exigencia
constitucional.
El régimen legal del despido debe
ser objeto de una revisión en profundidad a la hora de establecer el nuevo
marco institucional que se remite a un nuevo Estatuto de las personas
trabajadoras del Siglo XXI. Ideas sobre ello no faltan, el debate sobre las mismas
ya se está desplegando en esta etapa de transición, de cambio hacia un marco
institucional que se ajuste a la etapa post- Covid que deberíamos dar comienzo
enseguida.
1 comentario:
Estos parámetros y argumentos que desarrolla Pedro Flinstone deberían llevarnos a una reforma legislativa que anule las anteriores en varias materias prioritariamente, necesidad de recuperar la necesaria autorización administrativa en los despidos colectivos, revisión de lo que se considera despido nulo, y también una revisión de la subcontratación y prevalencia de la norma convencional sectorial. Esto es democratizar el mercado laboral, no es una locura ya que como se puede ver, incluso las instituciones Europeas lo animan, aunque sus políticas no tanto
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