jueves, 7 de octubre de 2010

Violencia(s), huelga: Hablan Pisarello y Asens.

En los cenáculos, las tabernas y las confiterías de Parapanda se debate animadamente sobre las consecuencias de la huelga general. Los parroquianos están exhaustos pero contentos, y retoman en sus conversaciones los efectos de la huelga sobre el movimiento sindical y la unidad sindical, los aspectos organziativos del conflicto, la relación entre la materialidad / inmaterialidad del trabajo y la conflictividad expresada en la convocatoria sindical de huelga general, sobre cómo proseguir la presión y la movilización y la hoja de ruta que ir llevando a cabo, en fin, de tantas y tantas cosas que sin duda irán asomando a este blog en próximas entradas demostrando que la huelga general es un acto de participación democrática que hace explosionar proyectos, ideas y aspiraciones de los comunes mortales. Pero entre estos discursos, también se ha abierto paso una reflexión sobre la "recepción" mediática de la huelga, la capacidad distorsionante de los medios de comunicación. En esa línea, Gerardo Pisarello y Jaume Asens, conocidos miembros del Colectivo de Jóvenes Juristas Críticos de Parapanda, elaboraron un artículo para publicarlo en Público como suelen ir haciendo con cierta cotidianeidad. En este caso el artículo ha sido cortesmente rechazado por el diario, Por eso este blog, con carácter de exclusiva mundial, ha decidido publicarlo como una reflexión atinada sobre el tema referido: la capacidad de manipulación y de desinformación de unos medios de comunicación que se posicionan en el campo antisindical y desprecian el derecho democrático de huelga de los ciudadanos. (En la foto, Pisarello con otros conspicuos parroquianos comenta el éxito de la huelga general en plena Plaza Gramsci de Parapanda).



Las violencias y la huelga

A pesar, o quizás en razón de su relativo éxito, la jornada de huelga general de la semana pasada ha recibido una feroz andanada de ataques. La ofensiva ha unido, principalmente, a la prensa conservadora, a sectores importantes de la patronal y de la derecha política y a tertulianos de toda laya. En su relato, la protesta del 29-S parece reducirse a un hatajo de parásitos, vividores políticos y violentos, sólo capaces de perseguir sus objetivos arrasando con las libertades ajenas. El mal tendría algunas encarnaciones emblemáticas: las trabajadoras y trabajadores que encabezaron piquetes o jóvenes como los que ocuparon el edificio abandonado de la antigua sede de Banesto, en Barcelona.

La invocación de la violencia para descalificar la acción de un adversario tiene un gran impacto emotivo y suele ser muy útil cuando se intenta dejarlo fuera de juego. El violento, como el terrorista, o el incívico, es el que rompe de manera desleal, torticera, las reglas de convivencia. Y precisamente por ello, merece un castigo ejemplar que lo coloque en su sitio. Cuando la prensa conservadora califica a los sindicalistas del 29-S como “delincuentes extremadamente peligrosos” al servicio de “un Estado de bienestar hitleriano”, no pretende limitarse a diagnosticar una realidad patológica. También intenta preparar un escenario que justifique el recurso a la cirugía mayor: “encarcelar a los líderes” -como se sugirió desde La Razón- o directamente “ilegalizar a UGT y CCOO”, como se escribió desde las páginas de El Mundo. Algo similar ocurre con las crónicas, algunas de ellas reproducidas en medios supuestamente progresistas como El País o El Periódico, que cubrieron los hechos aislados de violencia callejera sucedidos en Barcelona el día de la huelga. Al presentarlos como la expresión “antisistema” u “okupa” de una peligrosa “guerrilla urbana” que pondría en grave peligro la paz social y el Estado de derecho, dejaba expedito el campo para una mayor contundencia policial o para el endurecimiento de un código penal ya suficientemente riguroso.

La caracterización exagerada en la que incurre este relato no parece gratuita. Por el contrario, colocar bajo los focos un tipo determinado de violencia resulta una operación inteligente cuando lo que se pretende es marginar o minimizar otras que están en el origen de huelgas como la de la última semana. ¿Cómo explicar, si no, que quienes centran toda la atención en los forcejeos de un piquete sindical concreto ignoren la enorme violencia privada que encierran las políticas que facilitan el despido de miles de personas o su sometimiento a condiciones de trabajo cada vez más precarias? ¿Cómo consentir que quienes blanden las fotos de los cristales rotos de una tienda de ropas, como si se tratara del culmen de la barbarie, no vean violencia alguna en las normas que consienten el desalojo de familias enteras por razones económicas o en las decisiones que han facilitado el traspaso de ingentes recursos públicos a los bancos y a otros actores con fuertes responsabilidades en la crisis actual? ¿Cómo sumarse al coro que exige criminalizar la protesta social cuando es el mismo que otorga impunidad a la violencia privada o institucional que ha conducido al actual estado de cosas?

Que la huelga, la interrupción del tráfico o la ocupación de inmuebles abandonados son actos conflictivos que pueden afectar derechos de terceros está fuera de duda. Qué estos actos pueden derivar en hechos de violencia a veces gratuitos e injustificados, también. Sin embargo, pretender equiparar la violencia sobre las cosas y sobre las personas, o la violencia aislada de algunos individuos y la ejercida de manera sistemática por el poder privado o por el poder estatal es un despropósito en toda regla, cuando no un ejercicio de abierto cinismo.
En realidad, cuando las vías institucionales están fuertemente restringidas, cuando lo que rige es el “no nos moveremos un ápice, pase lo que pase, porque así lo dictan lo dicen los mercados”, cuando se consienten, en fin, abusos intolerables como el despido casi indiscriminado, la precarización laboral o la especulación rampante, la huelga, la manifestación callejera o la ocupación con fines políticos pueden ser herramientas útiles, acaso las únicas, para preservar la libertad y evitar una salida despótica. Sin ellas, peligraría sobre todo la libertad de los menos libres, esto es, de quienes por su situación de vulnerabilidad están más expuestos a la coacción de la reprimenda patronal, del despido o de la notificación de impago enviada por un banco.


El actual capitalismo financiero ha generado numerosos rentistas y parásitos sociales que con descarada violencia pretenden condenar a millones de personas a un auténtico camino de servidumbre. La mayoría de sindicalistas, jóvenes y vecinos que participaron en las jornadas del 29-S no tienen nada que ver con todo eso. Por el contrario, su presencia cotidiana en los lugares de trabajo, en los barrios, en ateneos, centros sociales y cooperativas, es esencial para garantizar la calidad democrática de nuestras sociedades y para proteger los derechos de todos, incluidos los de aquellos que prefieren mantenerse al margen de cualquier protesta. Atajar el discurso simplista que pretende convertirlos a todos en “peligrosos delincuentes” y en “inadaptados sociales” debería ser un deber cívico, sobre todo si, como parecen sugerir las declaraciones de algunos dirigentes políticos y empresariales, esto no ha hecho más que comenzar. Al hacerlo, no faltarán argumentos. El principal, en todo caso, seguirá siendo recordar una y otra vez quiénes, en verdad, son los aprovechados que, sin escrúpulo alguno y con la frecuente complicidad institucional, dinamitan la paz social colocando sus intereses por encima de los del resto de la sociedad.


Gerardo Pisarello y Jaume Asens son Juristas y miembros del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona.

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