La atención mediática en España está centrada en las
vicisitudes en las que se encuentra el PSOE y que reflejan posiblemente una
profunda crisis en la representación política de este país sobre la que ya hay
algunas interpretaciones muy ilustrativas a las que seguramente se haga
referencia en este blog a lo largo de la semana que viene, si todo sale como lo
previsto. Pero ahora, aprovechando la quietud del fin de semana, se ha
considerado más conveniente iniciar el mes de octubre con unas notas sobre un
tema políticamente central en la conformación democrática de una sociedad al
que, como suele ser común, se le dedica muy poco espacio fuera de algunos
círculos muy limitados y especializados. Esperemos que el juicio de las
lectoras y lectores de este blog sea benévolo respecto del interés que les
merezcan estas notas, que se dividen en dos apartados temáticamente
diferenciados.
I
El poder no se explica por el derecho, pero la regulación jurídica del
mismo lo encauza y lo racionaliza. El poder privado sobre las personas que
dimana de la relación laboral exige como presupuesto la libertad y la voluntad
de esta subordinación del trabajador encuadrada
bajo la forma del contrato de trabajo. Libertad de trabajo – right to work en la doctrina
norteamericana – que traduce una visión esencialmente contractualista en una
sociedad libre caracterizada por la economía de mercado y la libertad de
empresa, pero que a la vez se manifiesta como una relación de poder privado que
condiciona materialmente el contenido y el desarrollo de la prestación laboral
y que se presenta como una relación de dominio directo sobre la persona del
trabajador en el ámbito de la organización del trabajo. La posición contractual
del empresario es la que, desde esta visión contractual individualista,
fundamenta sus poderes de ordenación, dirección, modificación y disciplina de
la relación de trabajo. La dirección de este proceso quiere ser siempre
unilateral, en abierto contraste con su fundamento contractual. El poder
organizativo deviene normativo al definirse como regla objetiva a la que solo
cabe adherirse y obedecer.
En esa aproximación, la organización sindical, la negociación colectiva y
la huelga obstruyen el mecanismo de dominación y deben por tanto ser limitados
– después de ser largo tiempo prohibidos para proteger el poder privado del
empresario – como actos de coerción de la libertad individual expresada en el
contrato, el medio para que cada individuo obtenga, “trabajando poco o
mucho”, sus propios ingresos, lo que es
“la piedra fundacional del libre gobierno” en las sociedades
liberal-capitalistas. La deriva de la libertad de contratación es hostil a la
presencia de la organización y la acción colectiva, que prescinde o desatiende
la ratificación individual de cada trabajador en su decisión voluntaria de
llevar al mercado sus propias energías y cederlas a su comprador por un tiempo
cierto a cambio de una remuneración. El convenio colectivo no puede por otra
parte forzar la adhesión al sindicato como forma de lograr la eficacia del
mismo porque no se puede someter la
libertad individual de cada uno a la organización del grupo, y sobre el acuerdo
colectivo siempre recae la vieja imputación de ser un acto de coerción de la
libertad individual del contrato individual pactado, que obliga al empresario a
pagar un salario superior al acordado individualmente. Esa hostilidad ante lo
colectivo como un cuestionamiento del poder incontestable del empresario se
refuerza ante la huelga. Todavía nuestro derecho vigente menciona la “libertad
de trabajo” en tanto que límite al derecho de huelga, porque para esa norma la
huelga arrebata al trabajador individual su propiedad sobre el uso de su bien
económico básico, la fuerza de trabajo, esto es la capacidad de decidir
voluntariamente si quiere mantener su “deseo de trabajar” aun en contra de la
colectividad de aquellos que lo rechazan como forma de presión sobre el
empresario, y la capacidad de presión colectiva encuentra un límite absoluto –
garantizado penalmente por el art. 315.3 de nuestro Código Penal, como bien se
sabe – en la defensa de esa libertad.
No resulta una paradoja que sean las libertades económicas – la libertad de
empresa y la libertad de trabajo – quienes construyen y justifican el dominio y
la subordinación en la producción de las personas que trabajan a cambio de un
salario, un dominio unilateral que no admite contrapropuestas, oposición ni
rechazo. Es una consecuencia de la mercantilización del trabajo, de su consideración como un
“artículo de comercio”, cuyo uso y
aprovechamiento por el empresario se realiza en condiciones de subordinación y
dependencia de las personas y por consiguiente de la sumisión de sus
capacidades y potencias a la dirección que organiza el proceso productivo de
bienes y de servicios en el que éstas se insertan.
En ese espacio – el espacio-empresa – el poder privado no se concibe con
límites externos, ni percibe restricciones. Es voluntad unilateral y regla
impuesta a quienes trabajan en el mismo. Sólo restringiendo las libertades
económicas – la de empresa y la de trabajo – se puede limitar ese poder
unilateral y totalizante que se extiende en el espacio físico del lugar de
trabajo y que cada vez más se amplía a la propia existencia social. Lo que se
presenta como libertad y voluntariedad en el contrato y en el mercado se
realiza en la autoridad y el dominio pleno sobre las personas en los lugares de
trabajo.
La emersión de una dimensión colectiva potente reducirá esta ordenación
tendencialmente expansiva de la autoridad unilateral del empresario como regla
objetiva y práctica inmodificable en el desarrollo concreto de la actividad
laboral. En gran medida la dimensión sindical y colectiva ha logrado sustituir
en una amplia parte de la población trabajadora el proyecto contractual básico
– tiempo de trabajo, salario y clasificación profesional fundamentalmente – por
una regulación colectiva pactada en convenio. La tasa de cobertura de la negociación
colectiva en muchos países europeos, entre ellos España, permite cuantificar
ese desplazamiento. Pero éste resulta
sin embargo mucho menos claro en los momentos de desarrollo o aplicación del
proyecto contractual, en el terreno de la organización del trabajo, donde la
autoridad del poder empresarial es extremadamente fuerte y apenas ha sido
coartada, salvo momentos de conflictividad acentuada en alguna época histórica
ya caída en el olvido, por la capacidad normativa del convenio colectivo.
Además, con la llegada de la crisis y las políticas de austeridad, el campo
de acción de lo contractual – colectivo se achica, los convenios colectivos
cubren a menos personas, y la extensión de la precariedad y del trabajo
irregular revigoriza el esquema central sobre el que se edificaba el modelo
“político” de la libre empresa: el poder decisivo sobre la organización de la
producción y las reglas que la dirigen. La flexibilidad concebida como un
instrumento de gestión interna de la fuerza de trabajo se define asimismo como
una facultad unilateral del empresario, y la situación en el mercado de trabajo
posibilita la precariedad laboral y la recuperación de la plena libertad de
trabajo, sometida al albur del valor concreto de la mercancía, para amplias
capas de trabajadoras y trabajadores, de nuevo recuperados para la paradoja de
la libertad económica que se traduce en el sometimiento pleno al dominio de
otro durante cada vez más tiempo de la vida de cada cual. Los poderes privados
reemprenden su largo recorrido con más fuerza en la disponibilidad plena del
trabajo asalariado.
II
Desde estos parámetros se comprende que el derecho haya tardado en intentar
aplicar los esquemas democráticos al poder empresarial. El espacio-empresa era
inmune a la democracia. La propia concepción de los derechos fundamentales como
facultades propias de la noción de ciudadanía democrática se presentaba
exclusivamente en la relación de éstas facultades – derechos de inmunidad o de
acción positiva- en relación con los poderes públicos. Sólo éstos eran quienes
se encontraban vinculados por los derechos fundamentales y por tanto quienes
podían vulnerar los mismos. La garantía judicial de los derechos ciudadanos se
ceñía por consiguiente a la lesión y reparación de tales derechos por parte de
administraciones o funcionarios públicos. En el ámbito de los privados, y
especialmente en el círculo de organización del trabajo para la producción de
bienes y de servicios, no se concebía la categoría de la ciudadanía política y
sus derechos públicos subjetivos. El poder empresarial sólo era susceptible de
limitación sobre la base de la aplicación de los principios derivados del orden
contractual, y en especial del abuso de derecho en negativo o el principio de
la buena fe en su faceta positiva.
Las democracias contemporáneas, que edifican su arquitectura institucional
en torno a la figura del Estado Social, dejan de considerar la empresa como un
espacio de inmunidad ante los derechos democráticos. Es cierto que ello ha contribuido fundamentalmente el
emerger de la vertiente colectiva de la regulación del trabajo, que pretende
construir un espacio de contrapoder a partir de una subjetividad colectiva, que
representa al trabajo en general, y que lucha por definir un campo de derechos derivados del mismo tanto en la producción –
la empresa, el sector productivo – como en la sociedad, a partir de mecanismos
redistributivos de la renta y de desmercantilización de las necesidades
sociales.
Es en este contexto en el que se teoriza la eficacia horizontal de los
derechos fundamentales, la vigencia de los mismos entre particulares, con
especial interés por su aplicación al ámbito de las relaciones laborales.
Aunque, como en el caso español, nuestra Ley Orgánica del Tribunal
Constitucional permanezca anclada en la vieja doctrina que preservaba en el
espacio de lo público-estatal la vigencia de tales derechos. La solución del
sistema español consiste en centrar el punto de observación en la garantía
judicial de los derechos fundamentales, promover un cauce procesal específico
en los distintos órdenes jurisdiccionales, comenzando por el orden
jurisdiccional social, para conocer las cuestiones litigiosas que se deriven de
la tutela de los derechos fundamentales y libertades públicas de los
trabajadores frente a los empresarios, de manera que la denegación de esta
tutela por el órgano judicial atrae a la esfera de los sujetos públicos la
consideración jurídica del asunto, que puede así resultar sometido, una vez que
termina la vía judicial ordinaria, al juicio del Tribunal Constitucional
mediante el recurso de amparo. Es decir, que es el juez que deniega la tutela
al trabajador frente a un acto o decisión del empresario lesiva de derechos
fundamentales quien incumple el mandato constitucional de que los poderes públicos
están vinculados por los derechos y libertades reconocidos en la Constitución y
con este bucle se logra en la práctica la eficacia directa de éstos en las relaciones entre el empresario y
los trabajadores a su servicio.
La organización del trabajo y la dirección del mismo, la disciplina y la
capacidad de variar las condiciones en las que se presta la actividad laboral,
quedan ahora inmersos en un nuevo contexto, el del respeto a los derechos de
ciudadanía que cualifican al trabajador en cuanto miembro de una comunidad
política en una situación social subalterna, y, a la inversa, al trabajador que
también en los lugares de trabajo debe ver preservada su condición de ciudadano
libre en el ejercicio de derechos básicos. El poder privado del empresario, que
tiende a expandirse libre y unilateralmente, se configura como un poder sujeto
a límites externos e internos, en un proceso en el que se condiciona la
discrecionalidad en su ejercicio. Los derechos fundamentales del trabajador son
el límite más importante y decisivo en la reformulación, bajo parámetros nuevos
derivados de la vigencia del Estado Social, del poder directivo del empresario.
Aunque también está sometido a límites internos, derivados de la lógica de la
razonabilidad y adecuación de sus decisiones a un principio de corrección de su
comportamiento, un canon de procedibilidad que se identifica con la noción,
abstracta y general, de la buena fe.
Esta situación no es la misma en el mundo cultural anglosajón, donde la
dimensión colectiva se mantiene en el ámbito de lo privado-contractual y no
alcanza el nivel de derecho político –democrático que sin embargo las
constituciones europeas que marcan la derrota de los regímenes nazi-fascistas (
o derivados como la griega, la portuguesa o la española) y en donde los
sindicatos son agentes económicos-sociales que juegan también en el espacio
público y en el campo de la democracia, participando sus facultades de acción
de la condición de derechos fundamentales. En aquellas culturas jurídicas, la
raíz liberal es más fuerte que la que perdura en las llamadas constituciones
sociales que integran al trabajo como valor político e institucionalizan de
alguna manera a los sujetos colectivos que lo representan. La mayor
representatividad sindical en España es un claro ejemplo de ello. En el trabajo
sin embargo también ha funcionado ahí un compacto grupo de derechos civiles
como forma de modular y en ocasiones impedir el ejercicio arbitrario del poder
empresarial. Lo ha hecho a partir de la preservación de identidades personales
con una importante carga política segregacionista, como la raza o el género, y
se ha presentado fundamentalmente como tutela antidiscriminatoria. Por eso las
aportaciones desde este ámbito cultural adolecen de un cierto punto débil en
relación a la construcción de un sujeto colectivo como representante general
del trabajo dotado de medios de acción en el campo de lo económico y de lo
socio-político que define sus facultades de acción como derechos fundamentales
de los ciudadanos cualificados por su pertenencia a una clase social
subalterna. La organización colectiva y sindical es la que ha permitido
transitar del plano de la libertad al de los derechos en relación con el
trabajo.
El marco de referencia europeo a este respecto lo constituyen las declaraciones
de derechos en todos los ámbitos en los que las distintas agregaciones
políticas de Europa se han ido realizando: la Convención Europea de Derechos
Humanos, la Carta Social Europea, la Carta de Derechos Fundamentales de la
Unión Europea. En ellas se mantiene esa tensión en torno a una ciudadanía que
tiende a arraigarse de manera universal abarcando también los lugares de
trabajo que da carta de naturaleza a los
derechos colectivos y sindicales como elementos centrales de un maco
civilizatorio. Es cierto sin embargo que esta referencia político-democrática
que constituye el centro del pensamiento europeísta y federal, cuya máxima
expresión sería una ciudadanía europea de la que carecemos, pero que se enuncia
en la CDFUE, está confrontada a partir de la crisis con la “nueva gobernanza
económica” europea, que pretende la despolitización del espacio de la
producción mercantil y de la capitalización financiera, inmunizándolo respecto
de las decisiones democráticas y de las garantías de los derechos ciudadanos,
que no pueden interferir en ese campo y se consideran, a fin de cuentas, un
obstáculo a la recuperación económica. La arquitectura institucional que
degrada el sistema democrático nacional-estatal a cambio de permitir la
solvencia y liquidez financiera del Estado impone una suerte de estado de
excepción que anula el campo de acción de los derechos fundamentales
individuales y colectivos derivados del trabajo.
En cualquier caso, la reivindicación de los derechos fundamentales como un
patrimonio cultural simbóico que debe ser preservado frente a los poderes
públicos y privados es algo profundamente arraigado en el movimiento obrero
europeo. Algunas propuestas recientes de la CGIL italiana y de CCOO en España
reivindican un cierto cartismo social que pretenden traducir en normas
jurídicas vinculantes en sus respectivos Estados nacionales. Pero este tema
merecería un análisis particularizado que se deja para más adelante.
3 comentarios:
Amalia de la Riva Espectacular post. Lo leo y me viene a la mente un torbellino de ideas: entre ellas El fin del absolutismo patronal como lo llamaba De Ferrari, el ético contenido de Meditaciones sobre el Derecho del Trabajo de Oscar Ermida... Gracias Antonio por enriquecer mi sábado!
José Luís López Bulla dijo: De obligado estudio. Nunca en diagonal.
La imágen, tan inquietante, se la robe a Pao Casi May. Pero fue por una buena causa, como puede comprobarse :)
Gracias por los comentarios elogiosos
Publicar un comentario