sábado, 1 de octubre de 2016

PODERES PRIVADOS Y DERECHOS FUNDAMENTALES DE LOS TRABAJADORES


La atención mediática en España está centrada en las vicisitudes en las que se encuentra el PSOE y que reflejan posiblemente una profunda crisis en la representación política de este país sobre la que ya hay algunas interpretaciones muy ilustrativas a las que seguramente se haga referencia en este blog a lo largo de la semana que viene, si todo sale como lo previsto. Pero ahora, aprovechando la quietud del fin de semana, se ha considerado más conveniente iniciar el mes de octubre con unas notas sobre un tema políticamente central en la conformación democrática de una sociedad al que, como suele ser común, se le dedica muy poco espacio fuera de algunos círculos muy limitados y especializados. Esperemos que el juicio de las lectoras y lectores de este blog sea benévolo respecto del interés que les merezcan estas notas, que se dividen en dos apartados temáticamente diferenciados.

I

El poder no se explica por el derecho, pero la regulación jurídica del mismo lo encauza y lo racionaliza. El poder privado sobre las personas que dimana de la relación laboral exige como presupuesto la libertad y la voluntad de esta subordinación del trabajador encuadrada  bajo la forma del contrato de trabajo. Libertad de trabajo – right to work en la doctrina norteamericana – que traduce una visión esencialmente contractualista en una sociedad libre caracterizada por la economía de mercado y la libertad de empresa, pero que a la vez se manifiesta como una relación de poder privado que condiciona materialmente el contenido y el desarrollo de la prestación laboral y que se presenta como una relación de dominio directo sobre la persona del trabajador en el ámbito de la organización del trabajo. La posición contractual del empresario es la que, desde esta visión contractual individualista, fundamenta sus poderes de ordenación, dirección, modificación y disciplina de la relación de trabajo. La dirección de este proceso quiere ser siempre unilateral, en abierto contraste con su fundamento contractual. El poder organizativo deviene normativo al definirse como regla objetiva a la que solo cabe adherirse y obedecer.

En esa aproximación, la organización sindical, la negociación colectiva y la huelga obstruyen el mecanismo de dominación y deben por tanto ser limitados – después de ser largo tiempo prohibidos para proteger el poder privado del empresario – como actos de coerción de la libertad individual expresada en el contrato, el medio para que cada individuo obtenga, “trabajando poco o mucho”,  sus propios ingresos, lo que es “la piedra fundacional del libre gobierno” en las sociedades liberal-capitalistas. La deriva de la libertad de contratación es hostil a la presencia de la organización y la acción colectiva, que prescinde o desatiende la ratificación individual de cada trabajador en su decisión voluntaria de llevar al mercado sus propias energías y cederlas a su comprador por un tiempo cierto a cambio de una remuneración. El convenio colectivo no puede por otra parte forzar la adhesión al sindicato como forma de lograr la eficacia del mismo porque no se puede someter  la libertad individual de cada uno a la organización del grupo, y sobre el acuerdo colectivo siempre recae la vieja imputación de ser un acto de coerción de la libertad individual del contrato individual pactado, que obliga al empresario a pagar un salario superior al acordado individualmente. Esa hostilidad ante lo colectivo como un cuestionamiento del poder incontestable del empresario se refuerza ante la huelga. Todavía nuestro derecho vigente menciona la “libertad de trabajo” en tanto que límite al derecho de huelga, porque para esa norma la huelga arrebata al trabajador individual su propiedad sobre el uso de su bien económico básico, la fuerza de trabajo, esto es la capacidad de decidir voluntariamente si quiere mantener su “deseo de trabajar” aun en contra de la colectividad de aquellos que lo rechazan como forma de presión sobre el empresario, y la capacidad de presión colectiva encuentra un límite absoluto – garantizado penalmente por el art. 315.3 de nuestro Código Penal, como bien se sabe – en la defensa de esa libertad.

No resulta una paradoja que sean las libertades económicas – la libertad de empresa y la libertad de trabajo – quienes construyen y justifican el dominio y la subordinación en la producción de las personas que trabajan a cambio de un salario, un dominio unilateral que no admite contrapropuestas, oposición ni rechazo. Es una consecuencia de la mercantilización  del trabajo, de su consideración como un “artículo de comercio”,  cuyo uso y aprovechamiento por el empresario se realiza en condiciones de subordinación y dependencia de las personas y por consiguiente de la sumisión de sus capacidades y potencias a la dirección que organiza el proceso productivo de bienes y de servicios en el que éstas se insertan.

En ese espacio – el espacio-empresa – el poder privado no se concibe con límites externos, ni percibe restricciones. Es voluntad unilateral y regla impuesta a quienes trabajan en el mismo. Sólo restringiendo las libertades económicas – la de empresa y la de trabajo – se puede limitar ese poder unilateral y totalizante que se extiende en el espacio físico del lugar de trabajo y que cada vez más se amplía a la propia existencia social. Lo que se presenta como libertad y voluntariedad en el contrato y en el mercado se realiza en la autoridad y el dominio pleno sobre las personas en los lugares de trabajo.

La emersión de una dimensión colectiva potente reducirá esta ordenación tendencialmente expansiva de la autoridad unilateral del empresario como regla objetiva y práctica inmodificable en el desarrollo concreto de la actividad laboral. En gran medida la dimensión sindical y colectiva ha logrado sustituir en una amplia parte de la población trabajadora el proyecto contractual básico – tiempo de trabajo, salario y clasificación profesional fundamentalmente – por una regulación colectiva pactada en convenio. La tasa de cobertura de la negociación colectiva en muchos países europeos, entre ellos España, permite cuantificar ese desplazamiento.  Pero éste resulta sin embargo mucho menos claro en los momentos de desarrollo o aplicación del proyecto contractual, en el terreno de la organización del trabajo, donde la autoridad del poder empresarial es extremadamente fuerte y apenas ha sido coartada, salvo momentos de conflictividad acentuada en alguna época histórica ya caída en el olvido, por la capacidad normativa del convenio colectivo.

Además, con la llegada de la crisis y las políticas de austeridad, el campo de acción de lo contractual – colectivo se achica, los convenios colectivos cubren a menos personas, y la extensión de la precariedad y del trabajo irregular revigoriza el esquema central sobre el que se edificaba el modelo “político” de la libre empresa: el poder decisivo sobre la organización de la producción y las reglas que la dirigen. La flexibilidad concebida como un instrumento de gestión interna de la fuerza de trabajo se define asimismo como una facultad unilateral del empresario, y la situación en el mercado de trabajo posibilita la precariedad laboral y la recuperación de la plena libertad de trabajo, sometida al albur del valor concreto de la mercancía, para amplias capas de trabajadoras y trabajadores, de nuevo recuperados para la paradoja de la libertad económica que se traduce en el sometimiento pleno al dominio de otro durante cada vez más tiempo de la vida de cada cual. Los poderes privados reemprenden su largo recorrido con más fuerza en la disponibilidad plena del trabajo asalariado.

II

Desde estos parámetros se comprende que el derecho haya tardado en intentar aplicar los esquemas democráticos al poder empresarial. El espacio-empresa era inmune a la democracia. La propia concepción de los derechos fundamentales como facultades propias de la noción de ciudadanía democrática se presentaba exclusivamente en la relación de éstas facultades – derechos de inmunidad o de acción positiva- en relación con los poderes públicos. Sólo éstos eran quienes se encontraban vinculados por los derechos fundamentales y por tanto quienes podían vulnerar los mismos. La garantía judicial de los derechos ciudadanos se ceñía por consiguiente a la lesión y reparación de tales derechos por parte de administraciones o funcionarios públicos. En el ámbito de los privados, y especialmente en el círculo de organización del trabajo para la producción de bienes y de servicios, no se concebía la categoría de la ciudadanía política y sus derechos públicos subjetivos. El poder empresarial sólo era susceptible de limitación sobre la base de la aplicación de los principios derivados del orden contractual, y en especial del abuso de derecho en negativo o el principio de la buena fe en su faceta positiva.

Las democracias contemporáneas, que edifican su arquitectura institucional en torno a la figura del Estado Social, dejan de considerar la empresa como un espacio de inmunidad ante los derechos democráticos. Es cierto que  ello ha contribuido fundamentalmente el emerger de la vertiente colectiva de la regulación del trabajo, que pretende construir un espacio de contrapoder a partir de una subjetividad colectiva, que representa al trabajo en general, y que lucha por definir un campo de derechos  derivados del mismo tanto en la producción – la empresa, el sector productivo – como en la sociedad, a partir de mecanismos redistributivos de la renta y de desmercantilización de las necesidades sociales. 

Es en este contexto en el que se teoriza la eficacia horizontal de los derechos fundamentales, la vigencia de los mismos entre particulares, con especial interés por su aplicación al ámbito de las relaciones laborales. Aunque, como en el caso español, nuestra Ley Orgánica del Tribunal Constitucional permanezca anclada en la vieja doctrina que preservaba en el espacio de lo público-estatal la vigencia de tales derechos. La solución del sistema español consiste en centrar el punto de observación en la garantía judicial de los derechos fundamentales, promover un cauce procesal específico en los distintos órdenes jurisdiccionales, comenzando por el orden jurisdiccional social, para conocer las cuestiones litigiosas que se deriven de la tutela de los derechos fundamentales y libertades públicas de los trabajadores frente a los empresarios, de manera que la denegación de esta tutela por el órgano judicial atrae a la esfera de los sujetos públicos la consideración jurídica del asunto, que puede así resultar sometido, una vez que termina la vía judicial ordinaria, al juicio del Tribunal Constitucional mediante el recurso de amparo. Es decir, que es el juez que deniega la tutela al trabajador frente a un acto o decisión del empresario lesiva de derechos fundamentales quien incumple el mandato constitucional de que los poderes públicos están vinculados por los derechos y libertades reconocidos en la Constitución y con este bucle se logra en la práctica la eficacia directa de  éstos en las relaciones entre el empresario y los trabajadores a su servicio.

La organización del trabajo y la dirección del mismo, la disciplina y la capacidad de variar las condiciones en las que se presta la actividad laboral, quedan ahora inmersos en un nuevo contexto, el del respeto a los derechos de ciudadanía que cualifican al trabajador en cuanto miembro de una comunidad política en una situación social subalterna, y, a la inversa, al trabajador que también en los lugares de trabajo debe ver preservada su condición de ciudadano libre en el ejercicio de derechos básicos. El poder privado del empresario, que tiende a expandirse libre y unilateralmente, se configura como un poder sujeto a límites externos e internos, en un proceso en el que se condiciona la discrecionalidad en su ejercicio. Los derechos fundamentales del trabajador son el límite más importante y decisivo en la reformulación, bajo parámetros nuevos derivados de la vigencia del Estado Social, del poder directivo del empresario. Aunque también está sometido a límites internos, derivados de la lógica de la razonabilidad y adecuación de sus decisiones a un principio de corrección de su comportamiento, un canon de procedibilidad que se identifica con la noción, abstracta y general, de la buena fe.

Esta situación no es la misma en el mundo cultural anglosajón, donde la dimensión colectiva se mantiene en el ámbito de lo privado-contractual y no alcanza el nivel de derecho político –democrático que sin embargo las constituciones europeas que marcan la derrota de los regímenes nazi-fascistas ( o derivados como la griega, la portuguesa o la española) y en donde los sindicatos son agentes económicos-sociales que juegan también en el espacio público y en el campo de la democracia, participando sus facultades de acción de la condición de derechos fundamentales. En aquellas culturas jurídicas, la raíz liberal es más fuerte que la que perdura en las llamadas constituciones sociales que integran al trabajo como valor político e institucionalizan de alguna manera a los sujetos colectivos que lo representan. La mayor representatividad sindical en España es un claro ejemplo de ello. En el trabajo sin embargo también ha funcionado ahí un compacto grupo de derechos civiles como forma de modular y en ocasiones impedir el ejercicio arbitrario del poder empresarial. Lo ha hecho a partir de la preservación de identidades personales con una importante carga política segregacionista, como la raza o el género, y se ha presentado fundamentalmente como tutela antidiscriminatoria. Por eso las aportaciones desde este ámbito cultural adolecen de un cierto punto débil en relación a la construcción de un sujeto colectivo como representante general del trabajo dotado de medios de acción en el campo de lo económico y de lo socio-político que define sus facultades de acción como derechos fundamentales de los ciudadanos cualificados por su pertenencia a una clase social subalterna. La organización colectiva y sindical es la que ha permitido transitar del plano de la libertad al de los derechos en relación con el trabajo.

El marco de referencia europeo a este respecto lo constituyen las declaraciones de derechos en todos los ámbitos en los que las distintas agregaciones políticas de Europa se han ido realizando: la Convención Europea de Derechos Humanos, la Carta Social Europea, la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. En ellas se mantiene esa tensión en torno a una ciudadanía que tiende a arraigarse de manera universal abarcando también los lugares de trabajo  que da carta de naturaleza a los derechos colectivos y sindicales como elementos centrales de un maco civilizatorio. Es cierto sin embargo que esta referencia político-democrática que constituye el centro del pensamiento europeísta y federal, cuya máxima expresión sería una ciudadanía europea de la que carecemos, pero que se enuncia en la CDFUE, está confrontada a partir de la crisis con la “nueva gobernanza económica” europea, que pretende la despolitización del espacio de la producción mercantil y de la capitalización financiera, inmunizándolo respecto de las decisiones democráticas y de las garantías de los derechos ciudadanos, que no pueden interferir en ese campo y se consideran, a fin de cuentas, un obstáculo a la recuperación económica. La arquitectura institucional que degrada el sistema democrático nacional-estatal a cambio de permitir la solvencia y liquidez financiera del Estado impone una suerte de estado de excepción que anula el campo de acción de los derechos fundamentales individuales y colectivos derivados del trabajo.

En cualquier caso, la reivindicación de los derechos fundamentales como un patrimonio cultural simbóico que debe ser preservado frente a los poderes públicos y privados es algo profundamente arraigado en el movimiento obrero europeo. Algunas propuestas recientes de la CGIL italiana y de CCOO en España reivindican un cierto cartismo social que pretenden traducir en normas jurídicas vinculantes en sus respectivos Estados nacionales. Pero este tema merecería un análisis particularizado que se deja para más adelante.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Amalia de la Riva Espectacular post. Lo leo y me viene a la mente un torbellino de ideas: entre ellas El fin del absolutismo patronal como lo llamaba De Ferrari, el ético contenido de Meditaciones sobre el Derecho del Trabajo de Oscar Ermida... Gracias Antonio por enriquecer mi sábado!

Anónimo dijo...

José Luís López Bulla dijo: De obligado estudio. Nunca en diagonal.

Simon Muntaner dijo...

La imágen, tan inquietante, se la robe a Pao Casi May. Pero fue por una buena causa, como puede comprobarse :)
Gracias por los comentarios elogiosos