sábado, 17 de octubre de 2020

CRISIS DEL COVID-19 Y DERECHO AL TRABAJO

 


El RDL 30/2020, la última norma hasta el momento que regula las medidas extraordinarias frente a la crisis económica derivada de la pandemia, ha sido aprobada en el Congreso prácticamente por unanimidad, consiguiendo así una aprobación de las fuerzas políticas insólita en un tiempo en el que el enfrentamiento encarnizado contra el Gobierno de la nación es la regla general de las relaciones entre partidos llegando incluso a que el principal partido de la oposición se dirige a la formación europea en la que se integra para impedir que se transfieran fondos a España sobre la base del carácter “autoritario” e “ilegítimo” del gobierno que rige, siempre según esta narrativa, un “Estado fallido”.  Pero lo que se debe resaltar es que en esa ofensiva deslegitimadora, la oposición no se confronta con la política social derivada de la crisis del Covid-19, que incluso han avalado con el voto favorable a la última norma de esta serie regulativa. Es por tanto interesante en este contexto una reflexión sobre el significado que en ese proceso de regulación va adoptando – y debe seguir adoptando – el derecho al trabajo como eje y guía de la actuación normativa.

El art. 23 de la Declaración de Derechos Humanos, que es el texto central y emblemático que sustenta la universalidad de los derechos de la persona, afirma que “toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo”. La noción de trabajo al que se tiene derecho se identifica fundamentalmente con el trabajo asalariado, aunque en esa noción se quiere también encontrar en algunos ordenamientos la posibilidad de incluir el trabajo por cuenta propia.

El trabajo se conceptúa como empleo, y en esa condición se entiende que ingresa en el llamado mercado de trabajo. Los datos que tenemos del empleo y del número de asalariados en el mundo revelan que la tendencia creciente no se ha detenido ni con la crisis económica del comienzo de la primera década del siglo ni con la gran transformación tecnológica en curso. La repercusión que la pandemia tenga sobre el mismo está todavía por analizar, aunque se sabe que va a ser muy negativa.

El Informe de la OIT sobre Tendencias y Perspectivas del Empleo 2020 (que se puede consultar en https://www.ilo.org/wcmsp5/groups/public/---dgreports/---dcomm/---publ/documents/publication/wcms_757163.pdf  , explica que el crecimiento de las personas que formalmente trabajan a cambio de un salario no han dejado de crecer, de forma que se calcula que en 2019 la población mundial de 15 o más años de edad (es decir, la población en edad de trabajar) alcanzaba los 5700 millones de personas, y de este total, 2300 millones (39 por ciento) no formaban parte de la fuerza de trabajo, mientras que 3300 millones (57 por ciento) tenían trabajo, aunque la subutilización total de la mano de obra (desempleados, subempleados o fuerza de trabajo potencial) sumaba 477 millones. Más de la mitad de las personas que trabajan a nivel mundial (un 53% en 2019), percibían un salario o un sueldo, lo que “aumenta la probabilidad de acceso a la protección social, a los derechos laborales y a la seguridad de los ingresos”, pero esta probabilidad no está en absoluto garantizada, puesto que nada menos que el 40 por ciento de los trabajadores que perciben un salario o un sueldo tienen una relación de trabajo informal, y por tanto les es mucho más difícil gozar de derechos laborales o de protección social. A ello se une que puede decirse que aproximadamente 360 millones de trabajadores, en gran parte mujeres, eran trabajadoras familiares auxiliares, lo cual significa que se les considera informales por definición y carecen de acceso a la protección social y a la seguridad de los ingresos.

Tener un empleo no significa por tanto tener derechos. Por ello resulta pertinente preguntarse si resulta posible vivir en un mundo en el que se pueda tener un trabajo sin derechos derivados y relativos al propio hecho material de desempeñar un trabajo para otro. Hay trabajos que no se han asociado ni a la titularidad ni al ejercicio de ningún derecho. El trabajo de cuidados y el trabajo doméstico de reproducción familiar ha sido clásicamente el ejemplo de esta afirmación. El trabajo doméstico, esencialmente femenino, ha tenido el respaldo internacional del convenio 189 de la OIT, pero sólo 30 países lo han ratificado, en Europa Alemania, Bélgica, Finlandia, Irlanda, Italia, Portugal y Suecia, pero no España, aunque en el programa del gobierno progresista se recoge la necesidad de su ratificación.

Hay otros trabajos que se efectúan fuera de las coordenadas institucionales que los pueden encuadrar formalmente como trabajo asalariado, que ingresan en la “formalización” de una relación bilateral entre empleador y trabajador que tiene una amplia serie de consecuencias tanto contributivas y fiscales como fundamentalmente retributivas y de estandarización de condiciones de trabajo. Pero a nivel universal, desde 1998, la OIT ha acuñado el término de trabajo decente como un concepto de validez y vigencia fundamental que deben seguir y observar todos los estados miembros de esta organización.

La enorme crisis que a nivel global ha producido la pandemia del Covid-19 está produciendo en muchos países una gran destrucción de empleo y por tanto de pérdida de derechos básicos de ciudadanía y de inclusión social. La OIT preveía en abril pérdidas devastadoras de empleo en todo el mundo y en el último observatorio sobre la Covid-19 y el mundo del trabajo, publicado en septiembre de este año, hacía notar que el cierre de lugares de trabajo sigue siendo notable, si bien varía en función de la región de que se trate, y afecta adversamente a los mercados de trabajo de todo el mundo, lo que redunda en una cantidad de horas de trabajo perdidas que se estima que en el segundo trimestre de 2020 supone 495 millones de empleos equivalentes a tiempo completo. Esta pérdida de empleo se concentra en los países de ingreso mediano bajo, que registran una pérdida de horas de trabajo de alrededor del 23,3 por ciento (240 millones de empleos equivalentes a tiempo completo) en el segundo trimestre de este año. La crisis se ceba en aquellos países que tienen menos recursos, agravando de este modo la desigualdad estructural entre regiones del mundo y dentro de ellas entre las clases subalternas y las élites financieras y económicas que no resultan afectadas por la crisis y que incrementan la injusticia y la distribución no equitativa de la riqueza.

En este sentido, mitigar los efectos terribles de la crisis sobre el empleo es una prioridad no sólo económica sino también social y política. En la Unión Europea, es la prioridad económica la que ha urgido a la Comisión a adoptar las políticas que han culminado en el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia, de una parte, y en el Reglamento de Apoyo Temporal para Atenuar los Riesgos del Desempleo en una Emergencia (SURE), de otra, y que convergen en el nuevo Marco financiero plurianual (2021-2027), aun en negociación con el Parlamento, como se sabe. Es un cambio de perspectiva que resulta imprescindible para poder mantener el empleo y las empresas, pero esta aproximación, aun siendo muy relevante, no es suficiente.

En efecto esta posición hay que ponerla en relación con el valor fundamental del trabajo, reconocido universalmente, también como es natural en las cartas de derechos europeas y en nuestra propia Constitución. El derecho al trabajo se configura como un derecho político que integra la condición de ciudadano de un país determinado en tanto se reconoce la centralidad social, económica e ideológica del trabajo como elemento de cohesión social y como factor de integración política de las clases subalternas en las modernas democracias. El punto de partida de este reconocimiento del derecho al trabajo es precisamente el entender que una sociedad avanzada tiene que basarse en el trabajo y en el conocimiento como ejes del desarrollo de la misma, lo que implica asignar un valor fundamental para la democracia a la posición subordinada que ocupan las personas que trabajan para obtener un salario que les permita mantener su existencia. El trabajo debe por tanto ser la condición que posibilita la dignidad de las personas y el factor que impulse un tratamiento tendencialmente igualitario en la sociedad cuyo desarrollo y bienestar procura. Es a partir del trabajo como se pueden intentar remover las desigualdades presentes en nuestras sociedades, por eso es también el fundamento político de las opciones constitucionales por la democratización de las relaciones de poder, público y privado, que están presentes en la misma y que deben ser modificadas, niveladas, contrarrestadas colectiva e individualmente.

No se puede por tanto desconectar la legislación de la crisis del Covid-19 de esta apreciación política. La legislación española que se ha ido generando como reacción a esta situación – el denominado “escudo social” de la crisis – es muy relevante en términos de sustentación de ingresos de las personas trabajadoras y el mantenimiento de las empresas, en un país como el nuestro en el que el tejido industrial y la estructura productiva gravita de forma muy importante en la precariedad laboral y cualquier alteración de la actividad se desplaza al ajuste del empleo via la extinción de los contratos. La utilización de formas de trabajo a distancia y la regulación temporal de empleo son los ejes de este programa de mantenimiento del empleo, consolidando una prohibición de despedir por causas derivadas de fuerza mayor o económicas y organizativas, pero a su vez la extensión de la cobertura de desempleo o de cese de actividad a las personas que carecerían de ella y la institución de salario mínimo vital, constituyen también un claro ejemplo de la tutela normativa de las situaciones en las que el mercado no garantiza el acceso al trabajo como forma de sustentar la vida humana y lograr unas condiciones dignas de existencia.

Por ello no cabe eludir la proyección sustantiva del derecho al trabajo como eje del derecho de la crisis , un derecho que se basa en la “solidaridad de la emergencia”, el término que ha acuñado la Corte Constitucional italiana, y que por el momento es administrado a través del instrumento del diálogo social por los sindicatos más representativos y las asociaciones de empleadores. Recordemos que el derecho al trabajo está indisolublemente ligado a la tutela legal y convencional del trabajo, al reconocimiento de los derechos colectivos e individuales derivados de la prestación de trabajo. Quiere decirse con ello que el derecho al trabajo se compromete directamente con la existencia de un Derecho del trabajo que garantiza unos derechos que están en la base de la condición de ciudadanía. Un trabajo digno o un trabajo decente que supone seguridad y estabilidad en la existencia y capacidad de autoconciencia individual y colectiva para la progresiva consecución de mejoras en la calidad de vida y en la conformación de una sociedad más justa y más igualitaria. El derecho al trabajo es la condición de ejercicio de otros derechos fundamentales en los lugares de trabajo. El derecho al trabajo requiere un trabajo de calidad, se opone materialmente a la degradación del empleo a través de la instalación de la precariedad como forma permanente y cotidiana de inserción de sujetos débiles y colectivos vulnerables.

Todo ello irá conformando un programa de reformas en el inmediato futuro. Que necesariamente por tanto tiene que partir de unas líneas fundamentales y una hermenéutica constitucional sustentada por la garantía efectiva del derecho al trabajo, restringiendo y encauzando los impulsos destructivos que sobre el empleo generan el funcionamiento no constreñido del mercado y de la unilateralidad empresarial, como quedó demostrado con la nefasta política legislativa seguida frente a la crisis del 2009-2013.

 


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