lunes, 19 de septiembre de 2022

TRABAJO AUTÓNOMO Y DERECHOS LABORALES

 

La editorial Bomarzo publicará a finales de este mes una monografía de Maria Jose Landaburu, secretaria general de UATAE que lleva por título “Derechos Fundamentales y Trabajo Autónomo”. Se trata de un texto de enorme interés y oportunidad que seguramente tendrá una repercusión más allá de los círculos académicos al uso. Del prólogo al mismo se han entresacado algunas ideas que se publican ahora en esta entrada.

Durante mucho tiempo el trabajo por cuenta propia se asimilaba a la pequeña propiedad. Se entendía que eran personas con medios suficientes de vida, patronos y bienestantes que se identificaban con una cierta posición favorable en el mercado que les llevaba además a mejorar su status mediante la contratación de una o dos personas a su servicio. De esta manera, el trabajo por cuenta propia era sinónimo de la micro empresarialidad y se situaba en el espacio de la empresa como contexto que explicaba su radio de acción. Desde la perspectiva constitucional, su colocación correcta era la que derivaba del art.38 CE, el reconocimiento de la libertad de empresa en la economía de mercado. En consecuencia, su relación con el derecho laboral era bastante clara, la señalaba con precisión la Disposición Adicional 1ª del Estatuto de los Trabajadores: “El trabajo realizado por cuenta propia no estará sometido a la legislación laboral”, aun señalando la posibilidad de que la norma dispusiera expresamente alguna pasarela de contacto entre el trabajo prestado en régimen de autonomía y la tutela prestada al trabajo por cuenta ajena. También en el derecho comunitario se aplicaba a estos sujetos la categoría de empresa y caían por tanto dentro del ámbito del derecho de la competencia y las precauciones previstas para garantizar el libre juego de la concurrencia en el mercado. Los autónomos se consideraban empresas y se les aplicaba por tanto las reglas de competencia del art. 101 y siguientes del Tratado.

Las vicisitudes experimentadas a partir de la segunda mitad de la década de los ochenta del pasado siglo respecto de la consideración de algunas formas de encuadramiento en el sector del transporte como trabajo por cuenta propia con la finalidad de que éstas resultaran excluidas de la tutela laboral – el caso de los “mensajeros” – originó una reacción legislativa contraria a la consideración inclusiva de la jurisprudencia que condujo a la exclusión constitutiva de una serie de categorías que se definieron ope legis como trabajo autónomo no sometido a la lógica de los derechos que provenía de la aplicación de la legislación laboral. El ejemplo más llamativo de esta “huida del Derecho del Trabajo” fue el caso de los transportistas con vehículo propio del art. 1.3 ET, pero ya en la época la doctrina llamó la atención, elegantemente, sobre el “discreto retorno del arrendamiento de servicios” como forma de esquivar la aplicación del derecho de Trabajo a categorías enteras de trabajadores sobre la base de que éstos no reunían los requisitos de ajenidad y dependencia que exigía el art.1.1 ET.

Por lo tanto, la presencia del trabajo por cuenta propia se comenzaba a percibir, desde las posiciones laboralistas, como una forma de fraude en la calificación jurídica de la prestación de servicios, lo que conducía su estudio al de las formas en las que determinadas prácticas empresariales intentaban burlar las obligaciones dimanantes de la relación de trabajo y de seguridad social a través de los “falsos autónomos”, impidiendo por consiguiente a éstos el goce de los derechos individuales y colectivos a los que deberían poder acceder atendiendo a la realidad de la prestación de trabajo efectuada. Esta forma de enfocar el tema no sólo se limitaba al caso español. La Recomendación sobre la relación de trabajo, 2006 (núm. 198) de la OIT insistía en evitar estos fenómenos de “huida del Derecho del Trabajo” señalando una serie de indicios de laboralidad que los ordenamientos nacionales deberían incorporar para evitar el fenómeno de los “falsos autónomos”.

En nuestro país, en el 2007, esta preocupación se tradujo en la promulgación del Estatuto del Trabajo Autónomo y la conformación de una figura intermedia entre el trabajador asalariado y el trabajador por cuenta propia, el denominado trabajador autónomo económicamente dependiente (TRADE). En torno al mismo se intentaba generar un espacio de derechos laborales reducidos desde la afirmación de una dependencia económica que sin embargo no desvirtuaba la autonomía jurídica de su prestación. En esta figura se diseñaba una suerte de realidad paralela entre quienes trabajaban “libre y autónomamente” pero en plena dependencia material y económica al servicio de una empresa y quienes sin embargo accedían libremente al mercado en donde tenían capacidad decisoria y poder de intervención, los verdaderos trabajadores por cuenta propia. El TRADE pretendía recuperar las categorías excluidas de agentes comerciales y transportistas con vehículo propio, entre otras, pero ponía de manifiesto que existía un tipo de trabajo llevado a cabo de manera independiente que en su realización efectiva estaba sometido a una situación clara de dependencia económica de una empresa que organizaba su producción y que por consiguiente tenía que incorporar algunos derechos típicos del trabajo asalariado y subordinado como forma de compensar la relación desigual y subalterna en la que estaba inmerso.

La separación que proponía la figura del TRADE entre dependencia económica y trabajo prestado en régimen de autonomía y de libre organización por una persona trabajadora no tuvo éxito, y no solo por deficiencias técnicas en su diseño que la doctrina laboralista que se ocupó de este asunto puso de manifiesto. La contraposición entre autonomía / subordinación permitía seguir manteniendo la desregulación del espacio de la actividad por cuenta propia, y el reconocimiento de una vertiente colectiva se mantenía en el terreno especialmente movedizo del acuerdo “de interés profesional” que se sometía a los límites de la legislación de defensa de la competencia, por lo que tampoco podía intervenir con eficacia en la determinación de las condiciones de ejercicio de la actividad de estos autónomos dependientes.

La dificultad de imponer un tipo contractual intermedio está ligada a la insatisfacción que provoca esta operación, al colocar el tertium genus entre dos polos con una inmensa fuerza atractiva cada uno de ellos por sus características fundamentales: trabajo con derechos o actividad regida libremente por lo estipulado en contrato. Y esta insatisfacción se reeditará en nuestros días, a propósito del debate sobre la economía digital y las personas que trabajan al servicio de las plataformas digitales, pero en esta ocasión utilizada en un sentido diferente, no tanto para ampliar la tutela legal de algunos supuestos, como para proponer una solución intermedia que evitara la atracción al ámbito de aplicación del Derecho del trabajo de esta categoría de personas. En efecto, encontrar, ante supuestos de hecho muy condicionados por un nuevo modelo de negocio generado por la irrupción de la digitalización, un status de autonomía intermedia en el que la opción individualista y contractual característica del trabajo por cuenta propia se enriquezca con algunos derechos importados del ámbito tutelar del Derecho del Trabajo será la opción defensiva de las plataformas digitales ante la exigencia de laboralización plena de los riders, materializada finalmente en la Ley 12/2021, de 28 de septiembre, por la que se modifica el texto refundido de la Ley del Estatuto de los Trabajadores, aprobado por el Real Decreto Legislativo 2/2015, de 23 de octubre, para garantizar los derechos laborales de las personas dedicadas al reparto en el ámbito de plataformas digitales.

La crisis financiera y la crisis del euro provocaron en los países del sur de Europa un enorme cataclismo social. En España, la destrucción de empleo y el correlativo incremento del paro generó una situación de desvalimiento unida a la devaluación salarial y al correlativo incremento de la desigualdad. Las políticas de austeridad se edificaron sobre la contracción del Estado social – lo que habría de revelarse como un trágico error tan solo unos años más tarde, al irrumpir la pandemia del Covid 19 – la debilitación de la capacidad de negociación de los sindicatos y la drástica reducción de las garantías sobre el empleo, con la generación de millones de personas privadas de su puesto de trabajo, excedentes laborales fruto del ajuste ante la crisis. En esa tesitura, formando parte del escenario del nuevo marco de regulación del trabajo, se impulsó y fomentó de manera decidida por los poderes públicos el trabajo autónomo como forma de actividad económica con menores costes en relación con el trabajo por cuenta ajena, y en donde la contribución social recaía sobre los propios individuos.

Este recurso al trabajo autónomo como política de creación de empleo se acompañó de una operación ideológica muy intensa, secundada mediáticamente por los operadores habituales y con evidente impacto en la opinión pública. Cambió su denominación para nombrarse ahora como emprendimiento, entendida esta noción no como una referencia directa a la empresa – y al trabajo autónomo como sinónimo de empresarialidad – sino como la exaltación de la capacidad individual – autónoma – del sujeto de convertirse en un motor económico eficiente a través de la creación de riqueza mediante la realización de bienes y servicios en el mercado. Riesgo, promoción personal y ante todo capacidad empresarial de organizar un mundo del que desaparece el trabajo y el empleo como nociones en declive, junto con los contenidos políticos de éstas como espacios de reconocimiento y de ejercicio de derechos constitucionalmente garantizados. Para el emprendimiento no hay espacio público definido por la ciudadanía, sino mercado y acción libre del individuo en el mismo. Con mayor o menor énfasis –en el caso español de manera exuberante, acompañado de un programa de subvenciones públicas que lo glorifica – el emprendimiento se vincula intuitivamente con la figura del trabajador autónomo como empresario unipersonal capaz de organizar el mundo, lo que en negativo permite expresar un juicio adverso respecto de la situación de inactividad o de desempleo de las personas que no han sabido o son incapaces de incorporarse a esta acción positiva de construir fortuna y patrimonio como producto de su actividad mercantil.  El emprendedor es una figura retórica que pretende enaltecer rodeado de un halo de nobleza el trabajo llevado a cabo por multitud de personas que se encuentran en una situación real muy precaria tanto en lo material como en lo relativo a la posibilidad de ejercitar derechos básicos relativos a su trabajo. 

A este ennoblecimiento de las figuras de trabajo autónomo se sumó otro enfoque también muy publicitado, proveniente del surgimiento de las nuevas formas de empleo en el marco de la digitalización, las nuevas tecnologías y la economía colaborativa dirigidas, en su gran mayoría, hacia su configuración como empleo por cuenta propia por entender que la forma tipo de la relación salarial no se adaptaba a los nuevos modelos de negocio creados por el capitalismo digital. Este debate, más propio del período post-crisis a partir del 2015, se centró en el cuestionamiento de los criterios que pueden marcar la subordinación o la autonomía de quienes prestaban sus servicios para las plataformas digitales, y el carácter peculiar del trabajo digital como trabajo fuertemente dependiente del sujeto que lo presta, sin que se objetive en el intercambio entre tiempo y trabajo medido y calculado previamente. Ello implicaba que la adecuación de éste a la figura del trabajo autónomo era la más conveniente o, subsidiariamente, que se debería recurrir a figuras intermedias como las que suministraba nuestra legislación sobre el trabajador autónomo económicamente dependiente: el TRADE digital. Hoy ya se sabe cómo terminó este último episodio, la larga marcha de los riders hacia el trabajo formal. Lo que una parte de la doctrina laboralista ha llamado “tendencia expansiva” del Derecho del trabajo sobre el “trabajo autónomo no empresarial” simbolizado en las personas trabajadoras al servicio de las plataformas digitales se manifestó en la inclusión en el ámbito de aplicación de la normativa laboral de quienes desempeñaban su actividad en el sector del reparto mediante la Ley 12/2021, una norma que ha sido determinante del proyecto de Directiva europea sobre este mismo sector.

Pero más allá de estos acontecimientos, lo que el nuevo siglo ha dejado traslucir es la existencia de un numeroso grupo de personas que realizan su trabajo bajo un régimen de autonomía y se encuentran en situaciones de subalternidad y de precariedad en muchas ocasiones, desmintiendo por tanto la preconcepción que unía el trabajo por cuenta propia con un patrimonio suficiente y una capacidad de intervención real sobre el mercado en la venta de sus productos o servicios a cambio de un precio equitativo que garantizaba suficiencia económica de manera que su libertad de mercado garantizaba su seguridad en la existencia social. Esa es la clave de que tanto a nivel internacional como europeo se promueva la incorporación de derechos laborales básicos a la condición de autonomía, sin crear una nueva figura intermedia que los acoja. Esta es la orientación de la OIT en la Conferencia del centenario en el 2019 que hablaba de derechos fundamentales, salario mínimo, tiempo de trabajo y tutela de la salud y seguridad en el trabajo, y esta es también la perspectiva que defiende la Unión Europea, con especial énfasis en el reconocimiento a los trabajadores por cuenta propia del derecho a la negociación colectiva y por tanto exceptuándolos de las limitaciones derivadas del derecho de la competencia del art. 101 del Tratado, lo que se prevé para tres supuestos, personas que trabajan por cuenta propia sin asalariados económicamente dependientes, personas que trabajan por cuenta propia sin asalariados «codo con codo» con trabajadores y trabajadores por cuenta propia sin empleados que trabajan a través de plataformas digitales de trabajo. Una tendencia que necesariamente tiene que repercutir en la ampliación de los ámbitos de aplicación de los convenios colectivos laborales y que seguramente entrará en el debate académico pronto.

Finalmente, esta tendencia al acercamiento del trabajo autónomo a los derechos laborales clásicos, individuales y colectivos, puede afectar también al campo de los derechos que recoja en su momento el futuro Estatuto del Trabajo prometido, en la línea de lo que hace la Carta dei diritti universali del lavoro que elaboró la CGIL italiana como un nuevo proyecto de estatuto de derechos de todas las trabajadoras y todos los trabajadores. Otro tema que exige un amplio debate.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Los trabajadores autónomos más pobres podemos opinar?
Que en 2025 La Sra. Landáburu haya pactado con un gobierno de izquierdas que un autónomo con ingresos netos de 600e deba pagar 200€ de cotización.
Por una base de 653€, una baja por cáncer de 489€, una pensión futura que saldrá perjudicada porque es inminente el cómputo de toda la vida laboral, y esas bajas van a perjudicar el cálculo...
Por favor... no se puede hacer un doctorado y pactar lo contrario que se predica en el mismo.
Somos personas, tenemos familias, y queremos dignidad y que se nos trate como personas.