No son
frecuentes los encuentros de trabajo entre ramas asentadas de derecho positivo,
frente a una cierta tradición de apertura al trabajo en común con teoría del
derecho o derecho constitucional, y salvo que haya leyes o normas que aborden
materias fronterizas (la legislación de concurso, o las infracciones y
sanciones en materia laboral, por ejemplo). En contraste con esta (mala)
costumbre, en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de Ciudad Real se ha
organizado un seminario de estudios sobre la reforma de la Administración Local
que ha puesto en práctica la Ley 27/2013, de 27 de diciembre en la que
intervenían no solo importantes expertos en derecho administrativo, sino
también especialistas en derecho del trabajo. Se trata de una iniciativa
coordinada por Luis Arroyo Jiménez y
por Francisco Trillo, ambos
profesores de esa Facultad, que pretendía confrontar los diferentes puntos de
vista que sobre esta norma podían mantener tanto los administrativistas como los
laboralistas, y que ha tenido un buen seguimiento en medio de un vivo debate
entre los participantes en el seminario. (El programa del mismo se puede
consultar en la página del CELDS, ( Servicios públicos y Relaciones laborales en la Reforma de la Administración local).
El tema da mucho de sí, y a continuación se efectúan algunas reflexiones sobre la Ley y sus significados más evidentes.
El poder local ha sido siempre un
elemento importante para la acción política y la reivindicación socio-política.
La cercanía de la administración a los ciudadanos, su relativa inmediatez, ha
hecho especialmente idóneo este espacio tanto para experiencias igualitarias y
de satisfacción de necesidades sociales, como para ensayar formas de gobierno
más participativas y solidarias. En el sur de Europa, por ejemplo, mientras que
el gobierno central era impenetrable para las fuerzas de la izquierda real, los
municipios y las regiones constituían escuelas de gobierno para los partidos
comunistas. En la actualidad, hay países en los que sólo en el nivel local se
puede encontrar la presencia institucional de gobierno de estos partidos,
minoritarios en el ámbito de la representación parlamentaria y excluidos del
gobierno estatal. Para los sindicatos, el espacio gestionado por los entes
locales ha sido tradicionalmente el escenario de sus programas reivindicativos
de carácter socio-político, en una cierta medida sustituidos en España
recientemente por el ámbito de las Comunidades Autónomas. Pero las
reivindicaciones de servicios sociales y asistenciales, inmigración y juventud
y equipamientos sociales, vivienda, educación y sanidad, se concentran en este
ámbito local en muchos momentos.
Toda acción política en este ámbito
requiere el reconocimiento de autonomía política, como en efecto efectúa la
Constitución española con la autonomía municipal. Pero a su vez esta autonomía
exige suficiencia financiera como medio necesario para lograr los fines que
propulsa esa autonomía municipal. A eso se refiere la Ley de Bases del Régimen
Local cuando establece que el Municipio “puede promover actividades y prestar
los servicios públicos que contribuyan a satisfacer las necesidades y
aspiraciones de la comunidad vecinal”. En la nueva Ley 27/2013, de 27 de
diciembre, “de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local”,
esta enunciación general se limita a los términos en los que la ley reconozca a
los municipios estas competencias. Que están condicionadas por la estabilidad
presupuestaria, la sostenibilidad financiera y el control económico del uso de
estos recursos.
La Ley de Reforma de la
Administración Local ha tenido una fuerte contestación política y sindical. Esta
contestación se comparte transversalmente desde posiciones políticas muy
distanciadas entre sí, pero que resultan unificadas en la posición desde la que
hablan, ligada al espacio local del territorio. Se ha alegado la
inconstitucionalidad de la norma en múltiples aspectos, y en efecto se prepara
un recurso de inconstitucionalidad firmado por 50 diputados y senadores de las
fuerzas políticas opuestas - PSOE y PSC, Izquierda Plural (IU-ICV-CHA), Unión,
Progreso y Democracia (UPyD), CiU, ERC, BNG, Coalición Canaria-Nueva Canarias,
y Compromís-Equo – además de los gobiernos de Asturias, Andalucía y Cataluña.
Se pretende asimismo por vez primera un recurso colectivo de un grupo numeroso
de municipios que bajo la denominación de “Conflicto en Defensa de la Autonomía
Local” llevará a 3.500 municipios con una población de 15 millones de
habitantes a impugnar de la ley ante el Ministerio de Hacienda, que deberá
pedir informe al Consejo de Estado y, una vez que este conteste, los municipios
pueden en el plazo de un mes hacer efectiva la interposición de recurso ante el
Tribunal Constitucional. Los sindicatos, a través de las federaciones de
servicios públicos, han mantenido asimismo una actitud de hostilidad hacia la
norma, pero sin poder adoptar medidas de impugnación de la misma, dado el
régimen jurídico que aísla en la esfera directamente política las
responsabilidades por la legiferación inconstitucional.
Es necesario sin embargo
contraponer esta profunda expresión de disenso político y social con una fuerte
conexión de sentido que tiene la Ley 27/2013 con el reformado art. 135 de la
Constitución que establecía la regla de la estabilidad presupuestaria y la
reducción del gasto público. Es decir que la ley de reforma de la
administración local es un producto directo del pacto que entronizó en el art.
135 de nuestra Constitución, sin aprobación refrendaria, la “regla de oro” del
equilibrio presupuestario. Este acuerdo, hay que recordarlo, expresaba un gran
consenso político bipartidista PSOE y PP que, juntos, venían a sumar más del
ochenta por ciento de los diputados en el parlamento. Este amplio consenso
sobre el hecho básico representado en el principio de “estabilidad
presupuestaria” y la consecuente restricción del gasto público, desarrollada de
forma extensa por la Ley Orgánica 2/2012, no ha resistido sin embargo al
despliegue del mismo como “principio rector” que debe presidir las actuaciones
de la Administración Local en sus manifestaciones de “sostenibilidad
financiera” o “eficiencia en el uso de los recursos públicos locales”. En esta
evolución se resume simbólicamente muchos de los procesos de cambio que se
están produciendo en el Estado español a partir de noviembre de 2011 con una
velocidad vertiginosa.
Porque en efecto frente a ese
gran consenso político bipartisan se
ha ido desplegando un proceso inmenso de desafección social y de resistencia a
las políticas de restricción del gasto social y de degradación de los servicios
públicos que se han ido cuajando en importantísimas movilizaciones y en un
cambio progresivamente acelerado de posiciones políticas. En el tema de la
reforma de la administración local se toca además un elemento constitutivo de la
estructura territorial del Estado y se aborda en una clave restrictiva y
recentralizadora, precisamente cuando está resquebrajándose la organización
territorial del Estado creada por la Constitución de 1978, sobre la que la
visión minoritaria federalista no ha sabido ni podido dirigir su reformulación
en el marco de los procesos de relación con las nacionalidades históricas y se
pone en cuestión el perímetro nacional del Estado español. La revitalización de
la provincia como centro de imputación de servicios a las poblaciones locales
deficitarias, o la limitación muy extensa de la potestad auto-organizativa de
los entes locales, son rasgos caracterizadores de la ley suficientemente
significativos del modelo neo-unitarista que ésta norma legal quiere llevar a
cabo.
Este nuevo diseño se basa
prioritariamente en un enfoque que subvierte y degrada el significado de
algunos conceptos clave, profusamente empleados en el texto legal:
racionalización, eficiencia, sostenibilidad. Están presentes en el título de la
norma, pero son palabras plenamente desvirtuadas de su significado originario. Racionalización
y eficiencia se hacen coincidir con la restricción del gasto público y la
valoración del coste efectivo de los servicios prestados, frente a la noción
democrática que se afianza en la cantidad y calidad de los servicios públicos
como sinónimo de la eficiencia y racionalidad de los mismos, de su capacidad
para ofrecer un espacio de servicios desmercantilizado para la satisfacción de
las necesidades ciudadanas. Por su parte, la sostenibilidad es definida como
sostenibilidad financiera, alejándose de otros significados legales como los
que prescribía la ya olvidada Ley 2/2011 de economía sostenible, en donde se
identificaba con un cambio en el modelo productivo que atendiera a imperativos
de preservación ambiental, políticas igualitarias y participación ciudadana. La
Ley de Reforma Local se inscribe así en lo que constituye un proceso de
manipulación de los conceptos conscientemente desarrollado por el poder público
y que se corresponde con la inversión de la realidad sobre presupuestos
ideológicos y significados lingüísticos claramente desviados de las estructuras
democráticas.
En este punto, llaman la atención
dos aspectos de la Ley 27/2013, de 27 de diciembre. El primero, su insistencia
en condicionar y restringir al máximo posible la iniciativa económica pública
reconocida en el art. 128.2 de la Constitución. Para esta norma, no sólo la
“iniciativa pública para el desarrollo de actividades económicas” debe
presuponer “el cumplimiento del objetivo de estabilidad presupuestaria y de la
sostenibilidad financiera”, sino que sólo puede producirse “tras un análisis de
mercado relativo a la oferta y demanda existente, a la rentabilidad y a los
posibles efectos sobre la concurrencia empresarial”. Es una opción clara por
favorecer la iniciativa económica privada, que se liga a la limitación de
autorizaciones administrativas para el desarrollo de determinadas actividades
económicas y a la supresión de monopolios municipales sobre ciertos servicios,
en una línea ya iniciada hace tiempo que coincide con la política de
privatizaciones en general y que entrega a la libre empresa la satisfacción de
necesidades sociales sobre criterios de rentabilidad económica y no de
productividad social.
El segundo punto reposa en la
omisión plena en la ley de cualquier alusión a la participación ciudadana en la
determinación de los servicios, en su eficiencia y en su funcionalidad.
Derivado de un principio democrático básico, apoyado en el art. 9.2 CE, la
participación de los ciudadanos funciona como un elemento derivado de la
participación política reconocida como derecho fundamental, pero en tanto tal
no aparece en la norma. Lo que implica que la “racionalización” de las
competencias municipales y el control de los servicios que prestan los entes
locales está concebido en la ley como un proceso de heterodirección y de
asunción de competencias por otros órganos públicos, pero sin que se deje
ningún espacio a la posibilidad de controlar la eficiencia real de los
servicios, el tipo de gestión de los mismos, o la inconveniencia de su
desaparición en el ámbito local a los ciudadanos. Este autoritarismo público
con vocación centralizadora generará sin duda momentos importantes de
confrontación ciudadana contra la toma de decisiones públicas lesivas de las
necesidades sociales. Ya se han experimentado en estos tiempos de crisis
fuertes conflictos locales en los que los ciudadanos reaccionan frente a
decisiones del poder público que desatienden sus necesidades, tanto en el plano
urbanístico como en el de la asistencia sanitaria.
Una última reflexión sobre la ley
de reforma local. La eficiencia económica basada en el ahorro de costes y la
llamada sostenibilidad financiera o prohibición de endeudamiento municipal
origina directamente un proceso de degradación de derechos laborales y de
pérdida de empleo. A través de la gestión privada de los servicios municipales
que han favorecido los extensos procesos de privatización de los servicios
públicos, se desplaza sobre los derechos de los trabajadores y el nivel de
empleo requerido para la prestación eficiente del servicio las restricciones al
coste de éste para lograr un ahorro neto en el mismo. De esta manera los
pliegos de condiciones de las contratas no garantizan ni la subrogación de los
contratistas ni el mantenimiento del nivel de empleo en los servicios prestados
por grandes ayuntamientos, frecuentemente endeudados, y ello sin necesidad de
que se produzcan reducciones temerarias en los pliegos de condiciones de licitaciones
a la baja.
La relación causa – efecto en
este punto es inmediata. Como también lo es la respuesta colectiva de los
trabajadores y de sus sindicatos mediante la convocatoria de la huelga del
personal de las empresas contratistas, que ha conocido una extensión muy amplia
a partir del último trimestre del 2013 y el primero del 2014. La huelga en
estos servicios plantea además problemas técnicos muy interesantes. Uno de
ellos versa sobre la esencialidad del servicio
y la eficacia de la huelga como elementos contradictorios, puesto que para que
la huelga obtenga éxito, el servicio debe ser esencial a efectos de huelga en
el sentido que ha dado a esta noción la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional, es decir, la huelga debe ser eficaz e interrumpir de forma
efectiva la actividad del servicio municipal prestado, sin que el servicio
mínimo pueda anular esta tensión. La propia técnica del servicio mínimo,
configurada de forma autoritaria sin abrirse a la autorregulación negociada del
mismo y a la pactación de las prestaciones indispensables a mantener durante la
huelga, plantea muchos problemas derivados de la dislocación de la figura entre
la administración local y la empresa concesionaria, como ha señalado la
experiencia de las huelgas de recogida de basuras en Madrid (2013) o en
Alcorcón (2014). Por último, en este espacio del conflicto, se producen
actuaciones por parte de la autoridad pública que pretenden, de forma
incorrecta, eliminar la eficacia de la huelga. Se trata del recurso a la interposición
de otras empresas para sustituir a los huelguistas – como el recurso a la
empresa municipal TRAGSA en la huelga de Madrid – o incluso la contratación de
una ETT para que los trabajadores puestos a disposición de la empresa municipal
desempeñen el trabajo de los huelguistas. En el primer caso, los trabajadores
de la empresa pública pueden legítimamente rehusar el trabajo como solidaridad
con los huelguistas, en el segundo, la contratación de una ETT para sustituir
trabajadores en huelga está prohibido legalmente y constituye una infracción
laboral muy grave. Son todas estas actuaciones que complican y alargan la
solución del conflicto.
En última instancia, además,
sobre este tema gravita la doctrina de la STC 75/2010 que tutela el derecho de
huelga frente a posibles represalias por parte del empresario complejo que se
constituye a partir de la relación entre empresa contratista y empresa
principal, en este caso el ente local, el ayuntamiento. Los despidos producidos
como consecuencia de la rescisión de la contrata generada por la no prestación
del servicio concedido en función de la huelga de los trabajadores de la
contrata, vulneran el derecho de huelga de estos trabajadores y deben ser
calificados como radicalmente nulos. La relación triangular generada por la
contrata de servicios no puede generar un espacio inmune a la vigencia de los
derechos fundamentales, como señala de forma taxativa el fundamento jurídico 8
de la citada STC 75/2010, de 19 de octubre. Con la consecuencia fundamental, en
el espacio del derecho público, de que no es aplicable a los supuestos de
huelga el art. 285 de la Ley de Contratos del Estado ni la intervención de la
empresa y la reversión el ente público de la gestión del servicio ante el
incumplimiento del mismo. Es evidente que el interés público a cuya
satisfacción sirven las administraciones públicas está integrado de manera
prioritaria, por la preservación de los derechos fundamentales de los
ciudadanos, entre ellos y de manera señalada, los derechos de libertad sindical
y de huelga reconocidos en el art. 28.2 CE.
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