Debo
confesar que he visto todos los debates electorales que hasta el momento se han
realizado en la televisión. Tengo un hijo de 18 años que está muy interesado en
esas discusiones y le he acompañado en lo que me parece una buena costumbre
democrática. Naturalmente que he sufrido ciertos daños colaterales producto de
la irritación que me han producido algunas intervenciones y del disgusto
profundo que a una persona de mi generación le produce la resurrección del franquismo
más embrutecido y despiadado, en esta ocasión contra los pobres de la tierra,
la inmigración irregular, mintiendo y engañando con falsos datos y falsas
apreciaciones en un amplio ejercicio de manipulación demagógica.
De todos los encuentros entre dirigentes
de los partidos políticos en liza, creo que muchos simpatizamos inmediatamente
con el del PNV, un personaje agradable que es capaz de situar a Vox donde se
debe, en el espacio del neofascismo, y cuyo discurso, pese a la posición
tradicional de este partido, suena mucho más a centro izquierda que algunas
otras intervenciones, en especial en materia de libertades cívicas y de
servicios públicos. En el extremo opuesto, es realmente excepcional contemplar
cómo el franquismo se crece en su reivindicación no solo reaccionaria sino
claramente anticonstitucional sin que los partidos autodenominados
constitucionalistas – es decir el Partido Popular y Ciudadanos, que son los que
se autoproclaman tales – objeten nada a tales planteamientos. Al revés, muchas de
sus propuestas se acercan a las que defiende Vox como eje de su ideario
autoritario. La supresión del esquema de organización territorial del Estado
que se desprende del art. 2 de nuestra Constitución es una previsión
directamente contraria al diseño democrático que se plasmó en 1978, como
también lo es la pretendida ilegalización de los partidos nacionalistas – o su
eliminación electoral introduciendo un suelo mínimo del 3% a nivel nacional –
al atentar directamente al pluralismo político del art. 1.1 CE. No digamos nada
de las continuas referencias al golpe de estado permanente en Cataluña que
hasta el Tribunal Supremo ha rebatido o la detención - ¿y aplicación de la ley
de fugas? – del presidente de la Generalitat cuya autonomía quiere de nuevo
verse suspendida vía art. 155 (Ciudadanos) o mediante la aplicación del Estado
de excepción, reeditando la medida aplicada bajo el franquismo, por parte de
Vox.
Además de ello, se ha podido ver
en el último debate que la derecha franquista considera que los partidos
democráticos – PSOE y PCE entre ellos – que lucharon contra el franquismo y
contribuyeron de manera decisiva a la implantación de la democracia, son
asesinos y golpìstas, y se permite insultar al secretario general de Podemos
llamándole terrorista etarra amparado en la legitimidad que le da haber sido
amenazado por ETA, haciendo coincidir el hecho de la amenaza terrorista con sus
planteamientos reaccionarios e ignorando los muertos y las víctimas reales que
ETA produjo y cuya apropiación por Vox es realmente repugnante, como le recordó
Pablo Iglesias al indicarle que en la lista de En Comú Podem se
encuentra la hija de Ernest Lluch, asesinado por ETA, y que la condición
de víctima del terrorismo no es patrimonio político del fascismo.
Pero al margen de la depresión
que produce escuchar la tabla reivindicativa de las tres derechas, cada vez más
radicalmente escoradas hacia el autoritarismo político y el neoliberalismo
económico, lo que más llamativo me ha resultado de estos debates es la
utilización en las mismas de referencias continuas a unas figuras sociales
sobre las que giran las propuestas políticas, de izquierdas o de derechas.
La primera de ellas, aludida
hasta la saciedad, es la de los “autónomos”. Se trata de un personaje de
perfiles no nítidos porque una vez aparece como pequeño empresario creador de
riqueza, es decir, en su condición de emprendedor, en la estela de la
legislación del PP de los años 2013 y 2014, y otras veces como trabajador por
cuenta propia, formando parte otras del grupo de profesionales y técnicos. Solo
en el discurso de la izquierda algunos autónomos tienen nombre propio, como los
taxistas o los falsos autónomos que deben convertirse en trabajadores por
cuenta ajena, pero la centralidad en el discurso político de la figura del
autónomo, que por definición es ante todo un individuo que actúa en el mercado
confiado solo en su actuación profesional o su actividad económica generadora
de riqueza social y sobre el que planea la carga tributaria y contributiva como
una amenaza a su libertad (que es ante todo de empresa, pero también de
trabajo), demuestra hasta que punto la ideología del mercado ha atravesado la
narrativa política sobre la construcción de la sociedad.
La segunda categoría es la del
“pensionista”. Aquí el debate se sitúa en el plano de la ciudadanía social, sin
referencias explícitas al nivel salarial y profesional del trabajo que sostiene
la extensión y cuantía de las pensiones. La derecha hace planear sobre esta
figura la quiebra del Estado de Bienestar que según su narrativa se produce en
cuanto llega el centro izquierda al poder por su despilfarro en el gasto
público con finalidades parasitarias y demagógicas. La izquierda hace hincapié
sin embargo en la necesidad de garantizar pensiones suficientes y revalorizables
según IPC, con la reivindicación de fondo de derogar la reforma del PP que
llevó a cabo en el 2013. Es un planteamiento común, con matices desde luego,
entre la izquierda de ámbito estatal y la nacionalista, pero también del PNV.
Que es el único de entre ellos que se refirió de manera clara al Pacto de
Toledo como el espacio necesario en el que se debería encontrar un acuerdo
sobre este tema, personificado en esta figura del pensionista.
La tercera categoría es la de
“precario”. De mayor utilización por la izquierda, se dibuja un sujeto que carece
de derechos a partir del trabajo y que normalmente se introyecta en la pobreza,
los bajos salarios y la inestabilidad también vital. Suele acompañarse de una
referencia a las condiciones de existencia del mismo más que sobre las
condiciones de trabajo, relacionándolo con la inexistencia de garantías de un
derecho a la vivienda, aunque en muchas ocasiones aparece con nombre propio:
las kellys, los riders. Tanto Irene Montero como Pablo
Iglesias les han dado su voz en los últimos minutos de sus intervenciones
en un gesto de trascendencia simbólica evidente, haciéndoles protagonistas
desde su sufrimiento y desasosiego del discurso político que les quiere no sólo
proteger sino arrancar de este estado de privación de libertades.
No ha comparecido sin embargo de
manera directa la figura del “trabajador”, o al menos la construcción política
de la ciudadanía a partir del trabajo como elemento central del proyecto de
cambio social e institucional perseguido por la izquierda. Las referencias a
esta categoría han sido sesgadas desde la perspectiva de género, en torno a la
brecha salarial, o a la necesidad de servicios públicos que faciliten la plena
corresponsabilidad entre mujeres y hombres, o bien en su consideración como
empleados inmersos en un mercado de trabajo, como cifras de quien encuentra o
pierde empleo. Para el franquismo de Vox, el trabajador aparece citado
expresamente como sujeto tributario, es decir como una persona que está
agobiada por la presión confiscatoria del Estado al que hay que rescatar.
Esa ausencia es más notoria si se
atiende a la omisión total de cualquier referencia a las organizaciones que
representan al trabajo en todas sus facetas, los sindicatos. Diluidos entre las
alusiones a los “movimientos sociales”, se mencionan expresamente entre ellos a
la PAH y a los pensionistas, pero no al sindicalismo como actor social. Si lo
que no se nombra no existe, parecería que la subjetividad colectiva que
expresan los sindicatos de clase, las centrales sindicales más representativas,
no es incorporada como un activo del pensamiento político. Y eso que muy
recientemente tanto CCOO como UGT han reivindicado la necesidad de un gobierno
de progreso que permita un acuerdo a las formaciones de la izquierda, y que ambas centrales han logrado el
compromiso de derogar la reforma de pensiones del 2013 e insisten en la
derogación de los aspectos más lesivos de la reforma laboral del 2012, que ha
sido también un elemento sobre el que se ha discutido en estos debates
electorales.
No se si puede con ello
concluirse que el discurso político ha abandonado uno de los elementos básicos
del andamiaje constitucional, que se manifiesta en la lectura conjunta de los
arts. 7, 28, 37 y 35 de la Constitución, que visibiliza el trabajo como el eje
de atribución de derechos en el seno de la relación laboral y en el plano de la
ciudadanía social, en concordancia con el Estado social y el compromiso de
lograr la igualdad sustancial. En la reescritura que se viene haciendo de la
constitución sobre la base de la desposesión de derechos sociales sobre la que
recientemente alertaba Coscubiela, sería importante que la izquierda
política recuperara la centralidad del trabajo como eje político – democrático
del cambio social y que restituyera la figura social de las personas que
trabajan y la representación organizada de los mismos en la propuesta de
reforma que ofrecen a los ciudadanos.
1 comentario:
Muy buen análisis
Publicar un comentario