En el
catálogo de autores de la prestigiosa editorial Trotta, Gustavo Zagrebelsky es
una personalidad permanente, de la que se han traducido al castellano la práctica totalidad de sus obras. Sin duda El
derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, (2018) que lleva 12 reediciones,
es la obra más conocida, visitada y citada, pero tiene una amplia producción
bibliográfica muy apreciada – posiblemente Historia y Constitución (2019),
con traducción y prólogo de Miguel Carbonell sea otro de los textos más frecuentados
– en la que además últimamente había incluido un interesante diálogo con Luciano
Canfora de título bien significativo: La máscara democrática de la
oligarquía (2020). Ahora acaba de publicar Derechos a la fuerza, la
traducción del libro Diritti per forza, publicado por Einaudi
en el 2017 que ha efectuado de manera espléndida Alejandro García Mayo.
El libro se lee fácilmente y está
muy bien escrito, demostrando una cultura filosófica y jurídica impresionante.
Está estructurado en 26 capítulos muy cortos a lo largo de los cuales se va
desgranando el argumento que sostiene la exposición. Que fundamentalmente se
inscribe en una perspectiva crítica de una cierta presentación de los derechos
humanos y del universalismo propio de este concepto que impele a la uniformidad
y a la homologación y que conduce a la negación de ese absoluto genérico que
pretende exhibir como propio. “Los derechos humanos no han favorecido a todos
del mismo modo; más bien han beneficiado a algunos, los menos, a costa de los
demás, a inmensa mayoría. No nos han traído un mundo que todos, o al menos la
mayor parte de los seres humanos, podamos reconocer como mejor”. Esta
apreciación crítica de la “época de los derechos” le permite al autor señalar
las enormes contradicciones del “tiempo de los derechos” o del “derecho a tener
derechos”, en la conocida expresión del libro homónimo de Stefano Rodotá – por
cierto también traducido al castellano por José Manuel Revuelta y
publicado por Trotta en el 2014 – de manera que “es hermoso, quizás incluso
estimulante, calificar los derechos del hombre , en analogía con la creación de
instrumentos cada vez más perfectos, como una gran invención de nuestra
civilización (…) pero se trata de un invento más bien anunciado que conseguido”.
De esta manera, no sólo se constata la distancia entre el derecho y los hechos,
“un dato fisiológico de la experiencia jurídica”, y por tanto la realidad de
una inaplicación permanente de los derechos humanos a una inmensa mayoría de
personas y su vulneración sistemática en todos los países del mundo “en las
relaciones entre fuertes y débiles, entre ricos y pobres, entre los que saben y
los que no”, sino que las relaciones de poder consagran un uso exclusivo de los
derechos para quienes lo detentan y se niegan a quienes deberían ser sus
titulares reales y efectivos. “Los derechos son una realidad para los que están
encima, y una mentira para los que están debajo”.
Sobre la base de una “ambigüedad”
de los derechos, que responde a una doble presencia “liberal y libertaria”, o
si se quiere a una construcción ligada al individualismo propietario que define
un poder de disposición sobre las cosas y los bienes, frente a una posibilidad
de emancipación y de resistencia de las subjetividades en proceso, y que el
autor explica con varios ejemplos, entre ellos la referencia al “inalienable droit
de travailler” que supone un doble alma, la libertad de empresa y la
libertad frente a las constricciones de la sociedad estamental, la crítica se
centra en esa noción primera del derecho como poder dentro de la esfera de la
voluntad de los individuos que goza del consenso y el apoyo general que se
traduce en la norma jurídica que lo reconoce y en el aparato judicial que lo
garantiza. Un derecho a medida del hombre propietario y emprendedor, frente al
cual “el hombre humillado” reivindica los derechos ante todo “para la
liberación de esta o de aquella opresión concreta”.
Sobre esta base el derecho
insiste en la libertad, y por tanto en la ausencia de límites, que Zagrebelsky
reconduce a un proceso de ausencia de límites o de creciente ampliación, de
desplazamiento y de acumulación de “nuevas fronteras”, lo que requiere de la
existencia de “espacios vacíos” continuados a los que sin embargo la globalización
ha puesto fin. “El mundo globalizado no es un mundo vasto, sino un mundo
cerrado y constreñido (…) El mundo actual a disposición de la humanidad
comprende todo el espacio y, al no haber más,, engloba, ciñe y comprime”. Esta
consideración paradójica, que permite al autor desplegar referencias directas
sobre las características de una sociedad basada en una noción de felicidad “que
deja víctimas a su paso” y que reposa sobre una “trinidad mundana” sobre la
propiedad de las cosas, la codicia y la fama, conduce a que en espacios
cerrados de interdependencias obligadas, se produzcan interferencias violentas,
derechos homófagos, exaltaciones de derechos que son envolturas hipócritas de la violencia como las llamadas “guerras
humanitarias”.
Pero posiblemente el elemento más
característico de estos “espacios cerrados” sea la reivindicación de “estilos
de vida” que se consideran “sagrados e intocables” frente a otros. “La
consecuencia es que el mundo global, de espacios y recursos saturados, donde
los fuertes reivindican su derecho absoluto al propio estilo de vida, genera en
su interior masas de individuos , casi una nación, sin patria y sin derechos:
sin el ‘derecho a tener derechos’ para ser más exactos”. En este punto la
tensión entre la ciudadanía ligada a la condición de miembro de un Estado-nación
y la universalidad declarada por los Tratados internacionales de los derechos
humanos a toda persona por el hecho de serlo, es máxima, de manera que el
universalismo de los derechos se reduce a una condición moral, “que cuenta con pocos
o ningún instrumento de realización”. Unas personas, las que pueblan esa “casi
nación” de desplazados, inmigrantes, expulsados de sus países y “literalmente,
desterritorializados”, que irán a parar a no-lugares de la precariedad donde
serán ignorados, son “la imagen más clara del expolio”.
Esta denuncia terrible de la
condición de quienes carecen de derechos y no cuentan para nada, da paso en el
libro a un cambio de registro. De una parte, el descubrimiento del deber no
como reflejo de los derechos o en cuanto obligaciones generadas por su
ejercicio, sino como “figura autónoma dotada de vida propia, sin presuponer la
existencia de las correspondientes situaciones de privilegio de sus titulares”,
que prima sobre la del derecho. Deberes recíprocos, entre iguales, que el autor
proyecta en un escenario en el que la destrucción del planeta y de las
condiciones de existencia de las personas que lo habitamos obliga a exigir
responsabilidad de la generación presente respecto de las generaciones futuras.
Débitos y créditos intergeneracionales a los que se quiere atribuir una
significación jurídica precisa, que escape de “la ideología y del omnipresente
lenguaje de los derechos humanos aplicado a una vaga aspiración moral”. Para
ello “puede ayudar” la categoría del deber. Aunque “por el momento”, se sigue
sin tener “instrumentos eficaces” para su concreción.
La conclusión final del discurso aboga por la “lucha por el
derecho”. Es decir, “los derechos de quienes no tienen derechos, se cuenten
entre los vivos o entre los que prevemos que vivirán en el futuro, solo existirán
en la medida en que haya una lucha por los derechos. En caso contrario, lo que
se produce es el habitual triunfo de los más fuertes, es decir, de la idea de
que el valor de la vida reside únicamente en la propia vida”. Porque el derecho
no es una fuerza independiente suficiente para cambiar las relaciones sociales,
y refleja equilibrios sociales y políticos y hegemonías culturales, “su función
promocional no vale nada si no es sostenida por dinámicas económicas, políticas
y culturales”, y es en ese espacio donde se produce la disputa jurídica, que en
definitiva es una disputa por las relaciones de poder.
El rechazo del “aura de sacralidad
y la idealización que envuelve la idea abstracta de los derechos”, teniendo en
cuenta su ambivalencia como elemento de dominación y a la vez de liberación, es
por tanto el eje de este volumen, que no en vano incide en la necesidad de una “jurisprudencia”
que pusiese en conexión las reivindicaciones de los derechos “con el problema
de la justicia”. Este propósito desacralizador lo cumple bien el libro, aunque no
avanza sobre soluciones políticas a esta situación de escisión grave entre el
mundo de quienes gozan de derechos y quienes carecen de ellos. Hay además un
cierto cambio de paso en el razonamiento en un momento dado en el que se
afronta el problema de la inevitabilidad de los límites a los derechos de los
vivos para garantizar los derechos de las generaciones futuras, y se recorre la
posibilidad del fortalecimiento de la noción de deber ligado a la acción
pública y ciudadana, con algún excursus a la política de los bienes
comunes.
La delimitación de los factores
esenciales de estas “ambigüedades” o “contradicciones” de la llamada “época de
los derechos” en donde no sólo se encuentra el individualismo propietario, sino
la compleja construcción de una libertad de empresa expandida en el espacio
global, la nula alusión a las desigualdades de clase y de género que son
fundamentales en el deterioro de la estructura de reconocimiento y de garantía
de los derechos, y la coexistencia de derechos colectivos con la escisión entre
derecho privado y derecho público, habría sido muy útil para profundizar y
actualizar el tono crítico del discurso, más apegado a la realidad de una
problemática que se resume en que, a fin de cuentas, “son los derechos
instrumentos para hacer que se tambaleen los órdenes políticos y sociales
constituidos (…), sirven para cambiar las relaciones sociales existentes, en un
sentido u otro. Sin derechos, la sociedad se detiene”. Una conclusión realmente
preciosa que debe iluminar el saber del jurista – especialmente el jurista del
trabajo - y orientar su actuación teórica y práctica.
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