La reforma laboral está siendo defendida desde posiciones supuestamente diversas pero demasiado homogéneas en su configuración clasista de consolidación del privilegio económico. Los argumentos son muchos, y la retórica del "equilibrio", de la "justicia" y de la "bondad" se declina con distintos acentos. Sin embargo uno de ellos es especialmente irritante, y se maneja con soltura por algunos protagonistas del espacio mediático - político como si se tratara de un hallazgo fecundo en la demostración de la necesidad de la reforma. Se trata de decir que el gobierno legislador mediante el RDL 3/2012 ha puesto fin al modelo franquista de derechos laborales. El texto que a continuación se inserta intenta reflexionar sobre esta pretensión, y constituye una versión del que se ha publicado en el número 36 de la Revista de la Fundación 1 de mayo correspondiente al mes de febrero de 2012.
Lo hemos oído muchas veces en boca de los exponentes más conocidos del neoliberalismo español. Hace poco, Esperanza Aguirre, la presidenta de la CAM, lo acaba de repetir respecto de la reforma laboral llevada a cabo por el RDL 3/2012. Además de una nueva andanada contra los sindicatos, a los que considera anticuados, reaccionarios y antisociales (sic), ha afirmado que el nuevo texto legal pone fin al régimen franquista de regulación de derechos laborales que ha impedido el crecimiento y el empleo y que felizmente se sustituye por un marco legal apropiado al mercado. Es éste un trend topic repetido por todos los medios de comunicación y los creadores de opinión que elogian ditirámbicamente las intervenciones públicas de la Presidenta de la CAM cuanto más agresivas y antidemocráticas sean. Fieles a su nueva imagen de vencedores seguros en una contienda ya decidida, algunos responsables de la CEOE también han hecho suyo el argumento. Pero centrándose en la imputación de franquista al marco laboral reformado, hay que señalar que el argumento, por mucho que se reitere, es inconsistente e incoherente, y, naturalmente, completamente falso.
Es inconsistente porque afirma que el franquismo defendía los derechos laborales del trabajador, y por tanto, el RDL 3/2012 es antifranquista en cuanto que cancela las garantías de los derechos derivados del trabajo, y es incoherente con el discurso del Partido Popular y de la propia Aguirre sobre la inconveniencia de traer al tiempo presente referencias al franquismo y menos aún a lo que éste supuso de régimen criminal e ilegítimo. Es ante todo falso porque como se sabe, el franquismo se construyó política y económicamente como un Estado anti-obrero, y puso toda su maquinaria represiva al servicio de la persecución y eliminación de personas y organizaciones que perseguían justamente defender los derechos de los trabajadores. Algo de esto deben recordar muchos de los hoy neoliberales de mayor edad. Claro que es posible que tengan mala memoria. Pese a los homenajes repetidos a uno de los “padres” de la constitución de ominoso pasado represivo – o quizá justamente por ello - se olvida que entre el franquismo y la democracia hay un proceso constituyente que culmina en una Constitución en la que se configura el estado español como un estado social de derecho y, en consecuencia, se reconocen un catálogo de derechos colectivos e individuales de los trabajadores que vinculan a los poderes públicos y son garantizados tanto autónoma como jurisdiccionalmente.
El franquismo desde su primera etapa nazi-fascista, su untuosidad católica como religión de estado, su confianza en el mercado y en la empresa como creadora de riqueza, hasta su última fase, denominada tardo franquismo, y que incluye la primera transición una vez muerto el dictador, se caracteriza por dos grandes líneas. La expulsión de la dimensión colectiva de la regulación del trabajo, la incriminación de los sindicatos libres y de la huelga como medida de presión, es la primera. La segunda es la sustitución de esa dimensión colectiva por una dimensión organizativa empresarial, dirigida y ordenada por el empresario de forma unilateral y despótica en las primeras etapas del régimen y posteriormente, a partir del desarrollismo, con la apertura de espacios de participación y de contratación en la empresa, siempre en una lógica colaborativa y no conflictual. Ambas vertientes coincidían y resultaban tuteladas por el poder público, la autoridad laboral ante todo, que controlaba y autorizaba los contenidos de los convenios colectivos, con importantes facultades arbitrales, la administración gubernativa entendiendo cualquier conflicto como alteración del orden público, el aparato judicial especializado en la represión política – solo hay que recordar que en 1973 se condena en el proceso 1001 a veinte años de cárcel a cada dirigente obrero por organizar un sindicato (¿serían hoy vituperados como “liberados” sindicales Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius y el resto de la dirección de CCOO como entonces lo eran por “activistas a sueldo de Moscú”?) , y que en 1975, meses antes de la agonía del dictador, un consejo de guerra, condenaba a obreros del Ferrol a 12 años de prisión por participar en una huelga – y, aunque no se suele recordar, el poder disciplinario del empresario que castigaba los actos de insubordinación colectiva con el despido. Ese era el franquismo que defendía los derechos laborales. Todo el contencioso que generó la amnistía laboral – una gran olvidada en los relatos de la transición política – puede dar cuenta de esa equiparación inverosímil entre el franquismo y la tutela de unos derechos que fueron preservados gracias a la acción colectiva – e ilegal – del movimiento obrero y sus organizaciones.
Nadie habla de la constitución y no porque se haya muerto o extinguido. Sigue siendo el texto fundamental, al que se recurre enfáticamente cuando se quiere hablar de la unidad de la nación española en oposición a reinvindicaciones federalistas. Pero no parece serlo en la parte que reconoce derechos sociales plenos y vinculantes para los poderes públicos. No lo son desde luego para el discurso de Aguirre y de sus sicofantes mediáticos. Al pensamiento neoliberal no le gusta que la Constitución de 1978 se inserte en la tradición de las constituciones sociales europeas que surgen tras la derrota de los fascismos, y descuida que este texto fundamental regula el trabajo como elemento central de cohesión social y política de la sociedad, articulando esa centralidad mediante el reconocimiento de derechos ante todo colectivos, que giran en torno al poder normativo y de presión del sindicato, individuales para reconocer las posiciones básicas de defensa frente a la lógica del mercado y al poder organizativo del empleador, y sociales sobre la base de prestaciones públicas que se dirigen a una nivelación de las desigualdades económicas, sociales y culturales y a la desmercantilización de las necesidades y riesgos sociales básicos a través de un sistema acabado de Seguridad social.
Este marco institucional es el que configura la democracia. La democracia no se define por un recuento electoral de votos cada cuatro años que permita la toma de decisiones alejadas de cualquier control y opacas a cualquier forma de participación ciudadana, sino que se despliega en toda una serie de prescripciones que afectan al gobierno de las cosas y de los procesos sociales, y se tecnifica en procedimientos de creación de normas vinculantes para los poderes públicos que determinan un determinado equilibrio institucional entre intereses contrapuestos. La esfera de la producción de bienes y servicios, las relaciones sociales que se desprenden de las estructuras económicas generadas por un “sistema de empresa”, son también directamente “reinterpretadas” conforme a la constitución democrática. La voluntad de los sujetos económicos se inserta en un orden político que la condiciona. Sindicatos y asociaciones empresariales son sujetos que configuran el sistema político definido como democrático, de forma que no se puede reconocer esta forma política sin la presencia - y participación real - de estas formas de organización de intereses económicos y sociales con relevancia y poder normativo. La empresa no es, en democracia, un territorio inmune a las relaciones de poder y de desigualdad material de origen económico y social. Es por el contrario un espacio en el que el poder privado sobre personas que ejerce el empresario debe estar controlado y puede ser negociado en sus decisiones generales o específicas por los trabajadores como expresión de un interés colectivo subalterno. La empresa no puede ser inmune a los derechos fundamentales, ni se puede amparar la arbitrariedad y la violencia que se derive de ese círculo de autoridad y de imposición sobre las personas que trabajan.
Todo ello lo ignora el discurso neoliberal extremo y agresivo, y lo pervierte groseramente en su contrario, en un proceso de resignificación autoritaria del lenguaje que se aprecia tanto en el boletín oficial del estado como en los grandes medios de comunicación dominados por los poderes económicos. De esta manera, las medidas de abaratamiento y facilitación del despido son definidas por el RDL 3/2012 como “medidas para lograr la eficiencia del mercado y reducir la dualidad laboral”, pero un informe sobre esta norma de un conocido estudio jurídico de abogados avanza un poco más y las denomina “medidas para afianzar la estabilidad en el empleo”, señalando a sus destinatarios que esta debe ser la línea de exposición predominante sobre el contenido de la reforma en ese punto. Esta perversión lingüística se profundiza al definir la democracia social y su conjunto de derechos laborales y de contrapesos sociales como franquista, asociando la imagen de un régimen criminal y despótico con el sistema pluralista y garantista que nace justamente de la sustitución de aquél. Por el contrario, la reforma puesta en práctica por el Partido Popular con el apoyo inestimable del nacionalismo catalán, que rescata la hostilidad antisindical y anticolectiva y fortalece en términos impensables el poder autoritario del empresario, no se justifica en términos políticos, sino económicos: creará empleo y confianza de los mercados. El discurso neoliberal de Aguirre y sus corifeos utiliza la política como descalificación y la economía como ensalzamiento. Son dos dimensiones que se presentan en términos de oposición, negativa la esfera de la política “intervencionista y anticuada”, positiva la esfera de la economía “libre y dinámica”. Pero ante todo es un discurso que absolutiza la mentira y la falsedad como elementos incontrovertidos, dogmáticos. La democracia social es fascista, el autoritarismo empresarial creará empleo. Y punto, como diría aquel llorado ministro de Franco y fundador del PP, recientemente fallecido y tan sentidamente homenajeado por la propia presidenta de la CAM para quien el respeto de los derechos de los trabajadores es algo obsoleto en este siglo XXI.
1 comentario:
Gracias, profesor!!! Esta entrada de su blog expresa perfectamente el gobierno que tenemos y lo que se asemeja al franquismo. Todavía tengo la imagen grabada del Jefe Superior de Policía de Valencia calificando de enemigos a los estudiantes del Instituto Luis Vives, mientras golpeaba la mesa y hablaba de las armas con las que luchar contra este tipo de enemigo.
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