El 31 de
julio de 1919 se proclamaba por la Asamblea Nacional Constituyente en la ciudad
de Weimar, en la región de Turingia, la constitución de la República alemana,
que sustituía así al imperio prusiano tras la derrota en la Primera Guerra
Mundial, y que sería publicada diez días después, el 11 de agosto. Este año es
su centenario y se multiplicarán los seminarios y estudios en su recuerdo. Ya
en España se ha anunciado un importante Congreso Internacional en Madrid que
tendrá lugar del 13 al 15 de noviembre bajo el sugerente título de Weimar Moments. ¿Cuáles son los
elementos que cien años después de su adopción hacen que siga siendo un texto
celebrado y comentado? Son muchos y en ocasiones contradictorios.
La Constitución de Weimar tuvo
vida corta, realmente desde 1919 a 1933, con el ascenso de Hitler al poder, pero ha tenido una enorme influencia como modelo
democrático basado en un Estado Social en el que, como señalaba de forma concisa
el art. 157 de ese texto constitucional, “El trabajo gozará de la protección especial
del Estado. Se establecerá en todo el Estado un derecho obrero uniforme”.
Además de ello, el Estado se comprometía a luchar “por obtener una
reglamentación internacional de las relaciones jurídicas de los trabajadores, con
objeto de asegurar a toda la clase obrera de la humanidad, un mínimum general
de derechos sociales” (art. 162). Una posición clara sobre el derecho
al trabajo que todo ciudadano poseía – “Todo alemán tiene el deber moral de
emplear sus fuerzas intelectuales y físicas conforme lo exija el bien de la
comunidad y sin perjuicio de su libertad personal. A todo alemán debe proporcionársele
la posibilidad de ganarse el sustento mediante un trabajo productivo. Cuando no
se le puedan ofrecer ocasiones adecuadas de trabajo, se atenderá a su necesario
sustento” (art. 163 de la Constitución) – y el reconocimiento del derecho
colectivo del trabajo a través de las asociaciones de empresarios y los
sindicatos de trabajadores, y la institución muy especial de los consejos obreros
de empresa, de distrito y de ámbito nacional-estatal que se insertaban en un
proyecto amplio de “socialización” de las relaciones económicas y sociales
(art. 164 de la Constitución).
Weimar tiene una influencia
directa sobre nuestra constitución republicana de 1931 cuyo art. 46 establecía
que “el trabajo, en sus diversas formas, es una obligación social, y gozará de
la protección de las leyes. La República asegurará a todo trabajador las
condiciones necesarias de una existencia digna”, como prolegómeno de un
catálogo de materias que la legislación social debía regular. Weimar es por
tanto para los juristas del trabajo no sólo el momento constituyente del
derecho del trabajo, que trasciende las anteriores etapas fragmentarias del
derecho obrero y pietista, sino también un modelo de regulación constitucional
del trabajo en el que éste aparece como un elemento central en la determinación
política de la comunidad nacional y no ya como un componente importante del
sistema económico como mercancía sometida a las leyes del intercambio en la
producción de bienes y servicios.
La constitución de Weimar no es
un texto que se base en la democracia liberal, como algunas versiones de la
misma quieren recuperar. Por el contrario, lo que se conmemora en ella es que
supone una respuesta democrática a la crisis de la democracia liberal y que su
concepto de Estado implica una tensión hacia la “socialización” de las
relaciones de producción sin por ello abolir el mercado ni la propiedad
privada, cuya “función social” se reitera continuamente. Weimar es la expresión
constitucional del rechazo de las ficciones perversas de la libertad y de la
igualdad que se encarnaban en el pensamiento político liberal que sancionaba la
escisión entre el mundo de las relaciones materiales de vida profundamente
desiguales y marcadas por el dominio violento de los poderes privados, y el
enaltecimiento moral del interés general concebido como el marco institucional
que permite la realización del interés de los propietarios, un espacio
formalmente igualitario del que resultaban expulsados las mujeres y los
trabajadores como seres privados de posesiones materiales y ajenos a la
religión del dinero como única fe productiva.
Lo interesante de Weimar es que
ese carácter antiliberal está presente para salvar el componente democrático. Pretende
por consiguiente reformar el capitalismo a través de la dirección e
intervención del Estado y sus aparatos públicos que impulsaran un amplio
proceso de “socialización” de las riquezas naturales y de las empresas
industriales y extractivas que constituían el eje de la actividad económica del
país, y mediante la introducción de la voz de los trabajadores en las empresas
y en los sectores como forma de codeterminar las decisiones de estos agentes
económicos. Una “democracia colectiva” como la llamará uno de sus intérpretes
más autorizados, Ernst Fraenkel.
Sabemos sin embargo que este propósito
fracasó de la peor manera posible. De un lado porque la resistencia de las
clases propietarias, la burocracia y los aparatos de Estado del imperio
guillermino que habían quedado intactos y la enorme crisis económica que
primero en términos inflacionistas y luego deflacionistas generó un desempleo
masivo incontrolado, impidieron las reformas sociales prometidas o proyectadas
en la constitución. De otro porque el modelo social y democrático que estaba
latente en Weimar era combatido fuertemente desde posiciones radicalmente
antiliberales que oponían a este el modelo de un Estado obrero como el de la
URSS, un proyecto político y social que quería subvertir el orden material de
las relaciones económicas y sociales y fundar en ese espacio de la materialidad
de la producción la legitimidad de una política concebida para las mayorías
sociales negando la capacidad de decisión y de actuación a las capas
propietarias o del alto funcionariado. Esa tensión entre la resistencia potente
de los aparatos de estado del Imperio, las grandes corporaciones económicas y
los potentes Konzern industriales y
financieros, junto con los grandes propietarios agrarios, frente a la presión
en sentido contrario de las reivindicaciones básicas y perentorias en términos
de clase contra clase que rechazaban por tanto el componente liberal
capitalista y el equilibrio pluralista democrático como unidad inescindible en
el dominio de clase, forma parte del itinerario cultural de la república de
Weimar, sus desencuentros políticos y sus desastres sociales, y se rastrea muy
bien en el pensamiento y la elaboración doctrinal de sus juristas, en especial
los constitucionalistas y los laboralistas. (Sobre estos últimos, Román Gil Alburquerque tiene un libro
que puede ser muy útil para quienes deseen iniciarse en este tema, “El Derecho
del Trabajo democrático en la república de Weimar”, publicado en la editorial
Bomarzo en el 2017).
La erosión de proyecto social y
democrático weimariano buscaba una radicalización política de la exigencia
democrática a través de un cambio de lugar de toma de decisiones, haciendo
emerger la centralidad del trabajo y del espacio en el que éste se desarrollaba
como el emplazamiento constituyente de la capacidad de decisión y la formación
de un interés general. La subjetividad colectiva que portaba en sí la clase
trabajadora se expresaba de forma inmediata y violenta como fórmula de
reversión de la coacción permanente del mercado, el dinero y la propiedad de
los medios de producción. Había sin embargo elementos comunes entre ese
proyecto y la fracasada ”socialización” que para la constitución de Weimar
permitía contrarrestar democráticamente la conformación unilateral que
caracterizaba la coacción del mercado y de la propiedad sobre amplias mayorías
sociales, aunque los partidos políticos y los agentes culturales que
protagonizaron ambas líneas de actuación fueron incapaces de verlos y de
reaccionar a tiempo.
En efecto, la democratización de
la economía y del mercado, la limitación de poder a los grandes grupos
económicos y financieros, la desarticulación de las fuerzas represivas y de una
administración de justicia claramente alineada con los poderes privados, eran
todas ellas amenazas de la suficiente entidad como para que éstas fuerzas
reaccionaran afirmando la consolidación de su dominio y la expansión
imperialista en las colonias. Por eso surge el nazismo, como operación
ideológica que niega la forma democrática liberal a través de la construcción
de una alternativa política autoritaria cuyo objetivo fundamental es combatir y
derrotar, por todos los medios, a la clase obrera organizada de forma autónoma
y alternativa en sus partidos y sindicatos, a la vez que fabrica un sentido de
pertenencia impuesto coactivamente, disolviendo la identidad de clase en la de
pueblo y construyendo una fuerte pulsión de autoridad y dominio en torno al
Jefe – Führer o Caudillo – que monopoliza el partido nazi y quiebra las organizaciones
obreras y sindicales a través del Frente del Trabajo.
Este es por tanto el momento
histórico concreto que evoca la constitución de Weimar, la terrible fase
temporal de entreguerras, que en el caso de Alemania marcó la victoria del
nazismo y la destrucción moral y política de ese pueblo alemán unido a su
Führer, que generó una segunda guerra mundial y el mayor genocidio que se tenía
noticia en la historia. El interés sin embargo por esa Constitución no es sólo
el que nos liga con ese pasado terrible que siempre nos interroga y nos
perturba. Es también y ante todo porque Weimar supuso una posibilidad histórica
de compatibilizar capitalismo y democracia sobre la base de la sumisión de éste
a los imperativos de participación y decisión colectiva de las mayorías
sociales. Este dilema y los términos en los que actualmente se plantea hoy esa
relación entre capitalismo y democracia real y participativa es el verdadero
reto ( y la promesa incumplida) de la constitución de Weimar de la que se
cumplen 100 años de historia.