jueves, 8 de agosto de 2019

PUEBLO Y CLASE OBRERA. LA HISTORIA DE LAS PERSONAS CORRIENTES



El libro de Selina Todd, El pueblo. Auge y declive de la clase obrera (1910-2010), traducido por Antonio J. Antón Fernández, lo publicó el año pasado, 2018, la editorial Akal en una colección dirigida por Juan Andrade titulada “Reverso/historia crítica” que quiere ofrecer miradas alternativas sobre la historia, con preferencia por los procesos sociales, políticos y culturales más recientes. De forma sintética, la colección “no aspira a construir ningún consenso sobre el pasado, sino a disentir con fundamento y a reproducir el disenso también en su interior”. El libro es una formidable lectura de verano que naturalmente me fue recomendada por buenos amigos siempre atentos a los libros que consideran más idóneos para mis gustos, y, como de costumbre, no se equivocaron en el consejo.

El libro de Todd permite un recorrido panorámico a través de la sociedad británica entre el año 10 del siglo XX y el momento más crítico del shock producido en las economías europeas, y también en la británica, con el crack financiero del 2008 que originó la crisis del euro y las políticas de austeridad en la Unión Europea. Está dividido en tres grandes partes que se corresponden con el inicio de la cuestión obrera en Inglaterra, el auge y consolidación de la clase obrera y de su posición relevante económica, social y política entre el inicio de la Segunda Guerra Mundial y 1968, y finalmente el declive de la clase en una “nueva Gran Bretaña” marcada por el neoliberalismo a partir de la década de los setenta hasta el 2010 en donde los trabajadores y las trabajadoras son “los desposeídos” en un nuevo marco en el que ni siquiera se reconocen como clase social subalterna. Un posfacio sobre “nuestro estado actual”, de 2011 a 2015 contiene reflexiones más propositivas sobre la alternativa a la sociedad neoliberal que defienden (no sólo) los conservadores. Lo más llamativo del libro es el enfoque del que parte, la necesidad de ofrecer una historia de la Gran Bretaña contemporánea a partir de las historias cotidianas de una multitud de personajes que cobran vida en las páginas del libro narrando en primera persona sus experiencias y sus impresiones sobre su existencia, el contexto en el que ésta se desarrolla, sus creencias y sus proyectos, sus decepciones y amarguras. Son retazos de vida de trabajadoras y trabajadores, en los que el elemento de género y el elemento de raza se hacen en múltiples supuestos muy presentes en la narración y explican de forma original y convincente la consideración de la clase obrera en los diferentes períodos históricos en el Reino Unido como una categoría social, cultural y económica en proceso, con importantes discontinuidades pero también con elementos característicos permanentes.

La clase social no es una etiqueta que se asigna como forma de autoidentificación por parte de los sujetos que pueblan la sociedad. La identidad de clase no es por tanto una noción que pueda ser completamente productiva en términos de comprensión histórica. La clase no es sólo ni exclusivamente una sensación de pertenencia (belonging) ni tampoco el resultado de obtener una determinada franja de ingresos económicos. Es fundamentalmente una relación de poder desigual, y, en tanto tal, “da forma a la sociedad británica”. Y ello se construye a partir de la relación de las personas con el trabajo y el modo en que éste hecho enmarca sus vidas. La clase no se define por tanto por las ropas que vestimos o la música que escuchamos, sino por las relaciones con otras personas, relaciones que se forman principalmente a partir del hecho de si tenemos o no que trabajar para vivir. Esta centralidad del trabajo como explicación de la estructuración social y las relaciones de poder en la sociedad capitalista, no impide constatar que el modo en el que se piensa – todos nosotros hoy – sobre la clase obrera ha cambiado de manera evidente de cómo se pensaba hace cincuenta años, por ejemplo, en España durante el tardofranquismo y la transición política. La gente reflexiona sobre el mundo que le rodea a partir del lenguaje que tiene a su disposición, y el discurso neoliberal de la autodeterminación individual y la superioridad del mercado disuelve los conflictos colectivos entre clases y los desplaza a enfrentamientos y conflictos sobre las circunstancias individuales derivadas del género, de la edad (jóvenes) o de la raza. La solidaridad y la dimensión colectiva de éstos se sitúan en un plano secundario, cuando no se anulan y se disuelven en un conflicto interpersonal definido en términos individuales.

En el libro de Todd además de una crónica apasionante sobre el devenir de la clase trabajadora en Inglaterra desde el comienzo del siglo XX –el siglo de la clase obrera, que ocupó una nueva centralidad tanto en la política formal como en la vida cotidiana – hay indicaciones extraordinariamente sugerentes para acoplar a otras experiencias históricas, en particular la española, y para revisar con otra mirada los acontecimientos que nos hemos acostumbrado a explicarlos desde un enfoque no interno a la propia clase, a sus experiencias y al modo en que reflexionan, se relaciona y comprenden el mundo en el que viven. Algunas de estas anotaciones son muy valiosas, posiblemente la más importante, porque es la que nuclea el propósito central del libro, sea la de la hacer reposar la noción fundamental de pueblo sobre la de la clase obrera, el pueblo trabajador cuyo esfuerzo era decisivo para poder ganar la guerra en 1939, “la guerra del pueblo” y que fundamentó el gran pacto social que se desplegaría durante la década de los 40 a partir de la construcción del estado de Bienestar por los laboristas y posteriormente se prolongaría en las décadas de la “opulencia” con los conservadores en la década inmediatamente posterior de los cincuenta. De la “nación dividida” que se diseñaba en el período de entreguerras 1919-1939, y que se demostró de forma cruda con la represión de la huelga general de 1926 y la construcción de la categoría del “enemigo interior”, a la formación de la categoría de “pueblo” sobre el esfuerzo de la clase obrera como el elemento que lo expresa simbólicamente y que se materializa en los grandes hallazgos de aquel período: el Informe Beveridge y el sistema de Seguridad Social, la creación del sistema nacional de salud (NHS) y por consiguiente la formulación de un principio de sanidad universal, la política de construcción y alquiler de viviendas sociales y la ampliación de la escolarización obligatoria hasta los quince años, el desarrollo y la extensión de la negociación colectiva y la afiliación sindical. Una noción de pueblo que seguramente tiene en otros contextos una consideración directamente política  y constituyente, como en el caso italiano, una identificación entre pueblo e identidad nacional (es decir entre identidad de clase e identidad nacional) que tendrá una gran importancia en la construcción de los estados sociales en el sur de Europa como salida democrática a los nazi-fascismos.

Las consideraciones sobre el consumismo y la emergencia de una nueva generación de trabajadoras y trabajadores con acceso a los bienes de consumo doméstico, el coche, los electrodomésticos, y la extensión del crédito, forman parte de una amplia tendencia del capitalismo no solo británico, de forma que las páginas del libro que se dedican a estas etapas pueden verse sin problemas de adaptación plenamente aplicables a otras realidades, incluso la española, aunque la dictadura introdujera el sesgo fundamental respecto de la prohibición de la autonomía sindical y del conflicto en este despegue desarrollista, reforzando la vertiente autoritaria del poder privado. Una sociedad – en la década de los cincuenta - que se quería opulenta – “nunca hemos estado tan bien”, “los peores abusos económicos y las ineficiencias de la sociedad moderna han sido corregidos” – y en la que se presumía que se hallaba en la “edad de oro de la movilidad social”, una conclusión más retórica que real que no se realizó en líneas generales, al mantenerse en el sistema educativo segregado la desigualdad de clase. Pero ya a mediados de los años sesenta, nace una nueva Gran Bretaña en la que las jóvenes generaciones de clase obrera, la irrupción de las mujeres en los trabajos y la presencia de inmigrantes, van impregnando tanto la cultura como la acción política y social a partir del rechazo de la “sociedad opulenta” que no había permitido a los trabajadores y trabajadoras que habían adquirido un cierto confort en sus vidas trabajando duramente el dominio sobre las formas de organización del trabajo y sobre la propia organización de sus vidas.  

Una indignación que estalló en activismo militante y en una amplia difusión de conflictos laborales y sociales. La afiliación sindical se elevó de los 10 millones de afiliados en 1960 a 13 millones en 1979; si la tasa de afiliación a comienzos de la década de los 60 era un 44%, a finales de los 70 había ascendido al 55% de los trabajadores empleados. Un crecimiento del conflicto social que suponía una amenaza para la gran empresa y las finanzas, y que incomodaba al propio Partido Laborista puesto que incidía directamente sobre los fundamentos del dominio y la subordinación en el trabajo como pilar que sostiene la extracción de plusvalor. Una presión que los gobiernos laboristas pretendieron aliviar mediante la emanación de una serie de normas que extendían y ampliaban derechos individuales ligados a la libertad e identidad sexual – despenalización de la homosexualidad, legalización del aborto y del divorcio por mutuo acuerdo – y a una importante normativa que promovía la igualdad racial y sexual. En líneas generales, la política del derecho emprendida consistía en otorgar derechos económicos a título individual, no a los grupos sociales como los colectivos de trabajadores definidos por la unidad de negociación del convenio colectivo. Además, y desde 1969, tanto el partido Laborista como evidentemente los sucesivos gobiernos conservadores tratarían el poder económico y social de la clase obrera organizada en torno a los sindicatos o directamente emergente de forma autónoma a partir de las colectividades de trabajadores, como una amenaza a la gobernabilidad del país y por tanto a la democracia, y no como un prerrequisito para configurar un Estado realmente democrático. Una tendencia extraordinariamente arraigada en otros contextos, entre ellos el de nuestro país, como se ha podido apreciar últimamente respecto de la resistencia sindical a las políticas de austeridad durante la crisis (2010-2013).

Este es sin duda un elemento a destacar de este estudio histórico. La reivindicación de un poder autónomo que incida sobre la organización del trabajo y pretenda incorporar elementos de democratización al ejercicio del poder privado, constituye el eje de la respuesta represiva y autoritaria de los nuevos planteamientos neoliberales que se implantan en Gran Bretaña tras el triunfo de Thatcher. Romper la espina dorsal de los sindicatos era la consigna explícita del gobierno conservador que volvió a ganar las elecciones de 1983 tras la oleada nacionalista que había producido la guerra de las Malvinas, y lo llevó a cabo con ocasión de la larga lucha de los mineros en 1984. El neoliberalismo de Thatcher afirmaba sin ambages que el bienestar y el pleno empleo eran obstáculos para el crecimiento económico, que generaba un aluvión de personas dependiente de los subsidios que impedían la libre iniciativa individual para emprender y trabajar, de manera que los excluidos sociales debían ser atendidos no por el Estado sino por el importante sector del voluntariado social y la filantropía ciudadana. La batalla (victoriosa) contra la clase obrera organizada condujo además a la devaluación salarial y el debilitamiento del sindicalismo como agente contractual. Un empujón hacia el pasado, hacia la nación dividida de antes de la SGM que se acompañaba de un discurso que negaba la importancia de la clase como relación social en la que se expresa el poder desigual en las relaciones de trabajo y de vida. Un discurso que también compartió el Nuevo Laborismo de Blair para quien la idea de clase no tenía ya relevancia política: las “viejas etiquetas de clase media y clase obrera, tenían cada vez menos sentido”.

El incremento de la desigualdad durante la década de los 90 y la primera década del nuevo siglo era una constatación unánime en los estudios al uso, pero políticamente esta cuestión se desviaba hacia la lucha contra la pobreza y la exclusión social, de manera que cualquier pensamiento igualitarista se concebía como contraproducente en una sociedad de libre mercado y de iniciativa privada. Esa enorme desigualdad que no pararía de crecer a partir de la crisis del 2008 siguen siendo un elemento ignorado por las políticas públicas y por los programas políticos que sólo admiten medidas compensatorias en el acceso al mercado por motivos de género, edad o raza, y que traducen el igualitarismo en un principio de no discriminación en el ámbito privado.

El declive del poder económico y político de la clase obrera organizada, su centralidad cultural y social, es una conclusión sobre la que se discute de forma posiblemente demasiado asertiva. La crisis de las organizaciones de clase es un concepto que hoy realmente sólo se puede aplicar con propiedad a los sindicatos; los partidos políticos que se referían históricamente a la clase obrera ya no pueden ser comprendidos en este concepto. La obra de Todd no discurre por estos derroteros, aunque los conoce bien. Por el contrario reivindica la necesidad de seguridad y de control de la existencia por parte de tantas y tantas personas comunes, gente corriente que expresa su descontento con la forma de trabajar para vivir que tienen necesariamente que llevar a cabo, sus insatisfacciones y sus frustraciones de sus proyectos compartidos, la ilusión de la solidaridad y de los afectos de los que muchas veces pueden beneficiarse y en cuya dinámica cooperan, la aspiración a un futuro justo y equitativo para todos, como expresión de valores profundamente sentidos por la gran mayoría de la población. Ese pueblo que en el libro se identifica justamente con la clase obrera y sus aspiraciones de emancipación  que siguen siendo decisivas en la escritura del futuro inmediato de los países, tanto en las Islas Británicas como desde luego en España, entre nosotros.


2 comentarios:

Isidoro Capdepón dijo...

Pero muchos trabajadores en Reino Unido votaron por el Brexit, des-solidarizándose de los trabajadores de otros Estados europeos. También en EEUU son muchos los trabajadores que han votado a Trump, por considerar que defiende mejor sus puestos de trabajo ante los riesgos de la deslocalización y la internacionalización o globalización. En verdad creo que es todo muchísimo más complejo.

Sandra Gavrilich dijo...

Los trabajadores no se mueven sólo por el concepto de "clase". Ni ahora ni nunca. El fenómeno nacionalista / independentista catalán, con partidos que se dicen de izquierdas pero apoyan la secesión (como ERC o CUP) propia y característica de la Derecha económica, lo muestra con claridad. Hay que buscar explicaciones más complejas, pues el ser humano (y el trabajador) no es un ente monolítico.