Las
vacaciones sirven para desconectar y leer reposadamente lo que no se ha tenido
tiempo de abordar durante los períodos lectivos. A veces la lectura del libro
aplazado lleva aguardando varios años. Este es el caso de las memorias de Manolo López, que quise leer cuando
salieron publicadas por la editorial Bomarzo, al tiempo que CCOO de Castilla La
Mancha le dedicaba a título póstumo el premio Abogados de Atocha, que recogería su hijo, Manuel López Sacristán, para quien realmente están escritas por su
padre. De hecho, regalé el libro hasta dos veces, pero todavía estaba pendiente
de su lectura, lo que he podido efectuar en estos primeros días del verano.
Cuando conocí a Manolo López de la mano de Enrique Lillo, yo sabía que era el
abogado histórico de la Federación del Metal de CCOO, que nunca se integró en
la estructura orgánica de los abogados del sindicato y que había sido un importante
dirigente del PCE, miembro del Comité Central de ese partido en años muy duros
de la represión franquista, que había sido torturado en la DGS y que había
estado en la cárcel. Tenía un despacho propio creo que en la calle Bocángel de
Madrid y era viudo de su querida compañera Lolita desde 1998, cuya muerte le
había sumido en una profunda crisis. Era una persona extraordinariamente viva y
apasionada, le gustaba conversar y sobre todo discutir, un espíritu crítico
ante todo lo que se podía dar por establecido y los lugares comunes que siempre
cuestionaba. Políticamente un comunista sin partido, como teorizaba Paul Nizan, y siempre una personalidad
sugerente y respetada. Murió el 29 de agosto de 2008.
Una imagen por tanto de su figura
que sin embargo resulta muy limitada porque, al leer sus memorias, su
trayectoria vital se enriquece y permite reconstruir de manera muy directa la
existencia de una serie de personas que hicieron posible la resistencia frente
al franquismo y la creación de las condiciones ideológicas, culturales y
políticas que permitieron obtener la democracia en nuestro país.
Manolo López nació en 1930 y por tanto fue un niño en la guerra
civil, y sus recuerdos comienzan los días de la derrota de los leales a la
República y la entrada en Madrid de las tropas facciosas de los sublevados.
Vivía en lo que hoy es la Avenida Felipe II de Madrid, sus padres tenían una
panadería, y sus andanzas de niño discurrían en un espacio pequeño y acotado
por las calles adyacentes, un barrio que conozco muy bien porque es colindante
con aquel en el que nací y fui niño, en Menéndez Pelayo esquina a Sainz de
Baranda. La descripción de su infancia, el colegio, y sobre todo el encuentro
con los derrotados de la guerra civil que se derrumbaban y se autodestruían
anestesiando su sufrimiento en el vino peleón de la taberna La Viña P., al lado
de la panadería (luego en el desarrollismo convertida en la cafetería Lucky,
que yo frecuenté ya al comienzo de la década de los 70), contiene historias y
relatos terribles de fracasos de vida encarnados en una serie de personajes
inolvidables.
Tuvo lo que Andrés Carranque de Ríos, un escritor barojiano de los años treinta
llamaría “La vida difícil” en toda su
significación. A los 13 años se murió su madre, un golpe enorme para un
adolescente de su edad, y su crecimiento moral e intelectual se fue desarrollando
entre un cristianismo angustiado de estilo unamuniano y una progresiva
confianza en el comunismo como escenario de redención del género humano. Autodidacta
como tantos otros luchadores de su generación, lector compulsivo de novela y
poesía, también de ensayo y de historia, Manolo
López estudiando y trabajando, obtuvo la licenciatura de derecho – una carrera
que tiene muchas salidas profesionales, como le recomendó su padre – en 1954.
Abandonó su trabajo de oficinista en un banco y salió del país, asfixiado por
el clima opresivo que se vivía en él, y tras realizar algunas estancias en
campos de trabajo para estudiantes en Inglaterra, recaló en Paris, en octubre
de 1955, en donde posiblemente se desarrolló su etapa de maduración intelectual
y política más productiva cultural y personalmente. El contexto sin embargo en
el que sucedieron esos casi cuatro años de estancia en París forma asimismo parte
de la vida difícil de Manolo López, puesto que cuando iba a
obtener una plaza en el Colegio de España de Paris, le diagnosticaron una tuberculosis
y tuvo que ser ingresado en dos residencias y sufrió una dolorosísima operación
en la que le extirparon una parte del pulmón.
Pero la lectura de estas páginas sugiere que pese a ello los años de París fueron para el memorialista decisivos. La descripción de las clases de sociología, con las lecciones de Raymond Aron y de Georges Gurvitch – y la reconstrucción de las mismas a partir de sus cuadernos de apuntes – el desfile de personajes que van presentándose tanto en las tertulias y paseos por la ciudad como en los corredores del sanatorio de tuberculosos, la decisión de ingresar en el PCE y sus mentores políticos a los que admira y considera sus maestros, el peruano Juan Pablo Chang, El chino, que habría de morir asesinado junto con el Che Guevara en Bolivia, y Benigno Rodriguez, el responsable dela célula de intelectuales de La Cité, son hechos narrados de manera vertiginosa. La sorprendente actividad política del sanatorio antituberculoso donde el anticolonialismo aparece como una variable política que matiza la ideología comunista en los territorios “de ultramar” o la presencia tan maravillosamente bien descrita de Fernando Arrabal en esta residencia, hacen que esas páginas transmitan la sensación de optimismo y confianza plena en un futuro en el que el capitalismo retrocedía ante el empuje de la democracia, el socialismo y la insurgencia de los pueblos sojuzgados.
Pero la lectura de estas páginas sugiere que pese a ello los años de París fueron para el memorialista decisivos. La descripción de las clases de sociología, con las lecciones de Raymond Aron y de Georges Gurvitch – y la reconstrucción de las mismas a partir de sus cuadernos de apuntes – el desfile de personajes que van presentándose tanto en las tertulias y paseos por la ciudad como en los corredores del sanatorio de tuberculosos, la decisión de ingresar en el PCE y sus mentores políticos a los que admira y considera sus maestros, el peruano Juan Pablo Chang, El chino, que habría de morir asesinado junto con el Che Guevara en Bolivia, y Benigno Rodriguez, el responsable dela célula de intelectuales de La Cité, son hechos narrados de manera vertiginosa. La sorprendente actividad política del sanatorio antituberculoso donde el anticolonialismo aparece como una variable política que matiza la ideología comunista en los territorios “de ultramar” o la presencia tan maravillosamente bien descrita de Fernando Arrabal en esta residencia, hacen que esas páginas transmitan la sensación de optimismo y confianza plena en un futuro en el que el capitalismo retrocedía ante el empuje de la democracia, el socialismo y la insurgencia de los pueblos sojuzgados.
Una vez curado plenamente de su
tuberculosis, decide volver a España a desarrollar la resistencia
antifranquista, y regresó a Madrid en octubre de 1958 “dispuesto a asaltar el
cielo”. Allí compatibiliza el trabajo en la panadería con los estudios de
sociología, entrando en contacto con los militantes de la organización universitaria
del PCE y con los exponentes de la ASU del PSOE, Carlos Zayas y Gonzalo Anes.
Pero en esa época lo más importante es su labor de organización de actividades
y núcleos antifranquistas a partir de sus encuentros con el responsable
clandestino Federico Sánchez, es
decir Jorge Semprún, con el que le
une una larga relación de complicidad, camaradería y amistad durante esos años.
La descripción de los recorridos por Madrid, las personas que nombra y que
consigue captar para la realización de múltiples actividades culturales,
sociales y políticas, recogidas de firmas ilustres, etc., desemboca en la
preparación de la Huelga Nacional Política el 18 de junio de 1959, una consigna
del Partido que resultó un fracaso que se describe detalladamente en las
páginas del libro. A partir de ahí el objetivo habría de ser el de reorganizar
la organización del PCE y fortalecerla, pero ya entonces a partir de esa
intensa labor de agitación popular, la policía política había intensificado su
cerco contra los militantes comunistas.
Así, el 11 de noviembre de 1959,
en uno de sus continuos encuentros con Semprún,
conciertan una cita para el día siguiente a
las once de la mañana frente al Mercado de la Cebada. Esa misma noche la
policía le detiene y registra su casa, conduciéndole a la DGS. La principal preocupación
entonces es la de evitar una caída general y por tanto no revelar ni su
militancia comunista ni su posición directiva dentro del PCE, ni mucho menos
delatar su cita con Semprún a las once frente al Mercado de la Cebada. La
detención es seguida de una terrible descripción de las torturas a las que
sometieron a Manolo López durante
cinco días en la DGS, que en el libro aparecen detalladamente explicadas y que
iban desde palizas en grupo hasta latigazos en la espalda y en los glúteos,
torturas sobre una mesa e intervalos tras las palizas de un policía “comprensivo”
que intentaba vencer la resistencia del torturado mediante ganar su confianza.
Aparecen allí los nombres de una serie de torturadores, comandados por Saturnino Yague, el jefe de la Brigada
Político Social, del que se dice que fue antes policía republicano y cuyo
sadismo lúcido aparece netamente subrayado en las páginas del libro. Obviamente
todos estos torturadores sobrevivieron a la Transición y a la llegada de la
democracia. Yagüe no llegó a ver
promulgada la Constitución. La prensa escuetamente dio noticia de su muerte a
los 68 años, en su domicilio particular, el 22 de enero de 1978. El relato de
las torturas permite trasladar a los lectores el esquema mental de quien es
sometido a las mismas; desde el aspecto táctico que le tranquiliza
relativamente al entender que ha sido delatado por un camarada él también bajo
tortura, pero que no conocía su actividad política en la dirección del PCE, por
lo que la policía no sabía que él sabía,
hasta las reflexiones sobre la relación entre torturado y torturador, que le
lleva a ocultar piadosamente el nombre de su delator y a efectuar unas
consideraciones sobre la condición inhumana de la tortura y su proyección sobre
los que la sufren.
A partir de aquí la historia
recorre el tratamiento del juez militar instructor, el ingreso en Carabanchel,
la realización posterior de una huelga de hambre que le llevaría a cumplir la
condena en la cárcel de Palencia, con presos comunes, y el ostracismo de un año
que sufre a la salida de ésta por parte del PCE, sospechoso de formar parte del
grupo de Claudín y Semprún, expulsados del PCE en 1964, y
sobre cuyos debates no había podido formar parte. A partir de allí comienza a
cuestionar los métodos de dirección del PCE protagonizados por Santiago Carrillo como secretario general. La segunda mitad de
la década de los sesenta es una época de gran represión de los fenómenos de organización
de la clase obrera en movimiento sociopolítico en torno a CC.OO., y por fin Manolo López acepta la indicación de su
amigo Antonio Rato y comienza a
ejercer como abogado, fundamentalmente en los juicios penales del TOP. Es de
nuevo condenado por desobediencia al tribunal y lleva adelante juicios
fundamentales como la defensa de Horacio
Fernández Iguanzo o, ya en 1973 en el proceso 1001, de Juanin. Su relación con el PCE, de cuyo Comité Central sigue
formando parte hasta 1970, es de progresivo distanciamiento. No comparte que no
se dejara hablar a Enrique Líster en
la reunión en la que se procedió a su expulsión, y abandona este órgano, sin
dejar de ser un referente fundamental ya en el sector de los abogados
comunistas de Madrid. Tanto que cuando se produce la detención de Santiago Carrillo en Madrid, en 1976,
éste le elige como abogado, demostrando la confianza en este militante ejemplar
y recto y en su visión estratégica de la defensa de los detenidos políticos.
Las memorias se detienen en el
proceso 1001, en 1973. El libro lo cierra uno de los grandes amigos asturianos
de Manolo y de Lolita, Jose Manuel Torre
Arca, que da cuenta de cómo es la crisis del PCA de Asturias en el Congreso
de Perlora de 1978 la que hace que una serie de militantes históricos, entre
ellos el propio Manolo López, dejara
el PCE. Lamentablemente éste no pudo continuar su relato describiendo su visión
sobre los acontecimientos de la transición democrática, frente a los que era
extremadamente crítico, en especial respecto de la actuación “sinuosa” de Carrillo, personaje que le era profundamente
antipático.
La “salida de la dictadura” no se
produjo como lo habían deseado militantes como Manolo López. No hubo la ruptura democrática por la que tanto
batalló y sufrió durante toda su vida, y ese desengaño explica en gran medida
la frustración ante una democracia siempre vigilada y bajo amenaza de golpe que
realmente se produjo el 23 de febrero de 1981, cuya salida impuso una
modernización del sistema económico sin la profundización de derechos sociales
que prometía la constitución, una desviación que se iría incrementando y que se
cuestionó claramente en la huelga general de diciembre de 1988, protagonizada
por los sujetos sociales emergentes, los sindicatos de trabajadores. La
consideración minoritaria del PCE en las opciones del pueblo español en las
elecciones de 1977 y 1979 y el desplazamiento de la hegemonía en la izquierda
al PSOE sobre el partido más activo en la organización del antifranquismo que
había sido el PCE fueron colocando al Partido en los márgenes de la
irrelevancia política, en especial tras las elecciones del 28-0 de 1982 y la
victoria abrumadora del PSOE en las mismas. Un resultado injusto para quienes
habían combatido por el comunismo y la libertad, como se dice en Avanti il popolo.
Todo esto es historia y es
conocida. La historia sin embargo se escribe por los sujetos que van diseñando
su propia historia particular. En algunos de ellos, como en la de Manolo López, está escrita la capacidad
de rebeldía del ser humano frente a la opresión y la desigualdad. Sobre su
trayectoria vital está fundada la posibilidad de que tantas y tantos de
nosotros podamos gozar de las libertades democráticas. Él, junto a tantos que
creían en el comunismo, fueron capaces de traer la libertad a este país. Que nadie
lo olvide cuando hoy se habla y se denigra tan recurrentemente a quienes en
realidad reivindicaron ese pensamiento y la acción colectiva que de él se
deducía como la fuerza que construyó nuestra democracia, sufriendo terribles
consecuencias personales, profesionales y familiares por ello. Leer hoy Mañana a las once en la plaza de la Cebada
es una forma de recuperar esa memoria histórica de la que no se tiene
suficiente recuerdo hoy entre nosotros.
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