Tarso
Genro es uno de los pensadores políticos más
interesantes de este primer cuarto de siglo en América Latina, y sus análisis son
siempre extremadamente productivos en términos de sugerencias, intuiciones y
propuestas estratégicas. Siempre con un sinfín de referencias culturales y literarias,
su escritura es de gran calidad. No sólo es un jurista del trabajo excelente,
sino que ha desempeñado un buen número de tareas públicas en el comienzo de
este siglo. Fue alcalde de Porto Alegre donde
acogió los primeros grandes encuentros alterglobalziadores, gobernador de Rio Grande
do Sul y Ministro de Justicia, ministro de Educación y ministro de Relaciones
Institucionales de Brasil bajo la presidencia de Lula. Ha dinamizado una
importante serie de encuentros entre intelectuales y fuerzas sociales en España
y Portugal con América Latina, propiciado ahora por el Instituto Novos
Paradigmas del que es presidente. Escribe un artículo quincenal en la
revista Sul21 que es una tribuna permanente de análisis de la situación
brasileña yde la evolución de la política global. Mantiene además una larga
relación de amistad y compañerismo con el titular de este blog desde hace mucho
tiempo que nos ha permitido acceder a algunas de sus reflexiones mediante su
presencia en estas entradas. En esta ocasión, como segunda lectura de verano
hemos seleccionado estos fragmentos de su última columna de opinión en la
mencionada Sul21 sobre los estrechos márgenes que se dan en las democracias
políticas para lograr avances sociales, un tema de evidente actualidad también
entre nosotros tras la experiencia del gobierno de coalición y la encrucijada
en la que nos encontramos ante los resultados electorales del 23 J, y los
grandes interrogantes que se plantean al reformismo social en estos tiempos
convulsos.
A quienes quieran consultar el
artículo de opinión completo, el enlace es el siguiente: https://sul21.com.br/opiniao/2023/08/reforma-sem-revolucao-identidades-sem-rumo-por-tarso-genro/
Reforma sin revolución, identidades sin rumbo
Parto de la constatación,
refiriéndome aquí al libro de Hobsbawm, de que no sólo hemos salido -en los
últimos 30 años- de la "era de las revoluciones", sino que hemos
entrado en un amplio periodo distópico en el que las identidades políticas de
la izquierda ni siquiera se conforman en la idea de reformas socialdemócratas
"de izquierdas", sino que han derivado simplemente -sin coloración
definida- hacia el estrecho campo de la utopía liberal-democrática. Lo han
hecho para aferrarse a la utopía de la razón ilustrada, baluarte concreto de la
defensa de los derechos humanos, de las políticas sociales compensatorias y de
las instituciones del Estado del bienestar que, como en Brasil, aún sobreviven asediadas
ante el aliento del fascismo. Todo se hace bajo la garantía de un
pasaporte-compromiso con los países rentistas, para que logremos estabilidad
política con tipos de interés menos escandalosos. Los ricos -los más ricos del
mundo- acumulan identidad y dinero en las reformas liberales, pero nosotros
respiramos sin revolución y sin reformas en los pliegues de la resistencia. Y
así, retenemos apenas que los pobres se empobrezcan o mueran, o emigren: los
supervivientes transan sus identidades de clase en un identitarismo generoso y
luchador, pero voluntarista y aún sin capacidad hegemónica.
Dicho esto, no creo que la idea
socialista esté muerta y que la democracia, como idea de convivencia social,
esté terminando su ciclo de valor político-moral o que la barbarie sea
inevitable. Es cierto que la barbarie es más difícil de superar, porque no
tenemos la barrera soviética que tuvimos para enfrentar al nazifascismo y no
tenemos clases trabajadoras fuertes interesadas en la papeleta democrática y en
oponerse al fascismo por la fuerza, con una resistencia orgánica capaz de
hacerlos volver a sus cloacas bien remunaeradas. Para hablar del Cono Sur, creo
que en Brasil, Chile, Uruguay y Argentina, tenemos "reservas" de
experiencia política y liderazgo para una futura ofensiva por la soberanía
democrática compartida, con vistas a la integración regional. Si Brasil no
supera, sin embargo, la dominación del capital financiero sobre la política y
el Estado - que viene de dentro de las Salas Mágicas del Banco Central -
América Latina irá cuesta abajo bajo el dominio del imperialismo irrestricto
(...)
La insatisfacción popular con los
precios de la vida, con la desorganización de los transportes públicos, con la
delincuencia masiva en las grandes regiones metropolitanas, con la inseguridad
de la vida cotidiana, con las limitadas posibilidades de ocio (que depende de
la renta) y con el escaso disfrute de los bienes culturales, en el momento en
que el fascismo se funde con el neoliberalismo y explora la ficción de la
"libertad" empresarial, hace que esta gigantesca insatisfacción no se
canalice hacia el orden democrático liberal representativo, sino hacia su
destrucción. La democracia liberal, tal y como se plantea como un orden de
privilegio absoluto, ya no agrega sino que fragmenta, ya no cohesiona sino que
divide, ya no genera identidades de cara al público sino que se dedica a
fomentar personalidades ocultas en el subsuelo de las redes. En ella,
"cada cual es dueño de su nariz" y la vida en sociedad es un tormento
de sumisiones.
Que el neoliberalismo es incapaz
de sostener la prosperidad ha quedado demostrado desde el inicio de su ciclo de
reproducción política y social, cuyos líderes, acólitos -pequeños y grandes
bandidos de la teoría económica- han logrado sofocar cualquier vínculo entre la
economía y la situación del "estar" (buen o mal-estar) de los seres
humanos. Partirán de ahí por tanto, para naturalizar la discusión circular de
la modernización tecnológica sin objetivos sociales, de la acumulación privada
a través de la ficción del dinero sin lastre en la producción -apropiado por
cada vez menos manos y cada vez más cerebros privilegiados-, normalizando -a
partir de este ejercicio retórico- que se prohiba dogmáticamente la discusión
de las causas de las disparidades sociales, de la renta cada vez más
concentrada y de los orígenes de los impulsos criminales del fascismo,
legitimado por una vasta parte de la sociedad, labrada por una red de enemigos
invisibles azuzados por la miseria.
La construcción de las personalidades
individuales en cualquier sociedad democrática no es ni debe ser una función
del Estado, pero no habrá sociedad mínimamente justa si las identidades humanas
no se forjan a partir de la renuncia consciente a los instintos de la
naturaleza. La función del Estado -desde esta concepción- es promover una
cultura de la solidaridad y los marcos para la convivencia no violenta,
proporcionando un orden político que señale cuáles son las "desigualdades
máximas aceptables" en una sociedad civilizada, así como cuáles son las
"igualdades mínimas", necesarias para una interacción social en
constante cambio (hoy "fluida") con un mínimo de crisis y un máximo
de consenso. La identidad nacional se crea en movimiento, como una comunidad de
destino, teniendo en cuenta la conciencia que puede adquirirse en el proceso
político, por un lado, y las condiciones objetivas del supuesto "mundo
feliz", donde las identidades de las clases (desde abajo) son frágiles y
las identidades nacionales de los opresores (desde arriba) -como Estado y
fuerza- son fuertes y destructivas.
No se trata de una
"prédica" doctrinaria en defensa del socialismo o en defensa del
capitalismo, hoy estratificado en el capital financiero de la acumulación sin
trabajo, sino de la defensa de una posibilidad democrática de bloquear el
fascismo en ascenso, que se alimenta de la violencia para promover su
"revolución". Y utiliza, legal e ilegalmente, la fluidez de la
información y del dinero -en el orden económico mundial- para construir sus
formas específicas de opresión, fundadas en otra fluidez, la informacional.
Esto no sólo destruye, sino que compone nuevas identidades que atraviesan
verticalmente la pirámide de clases y se comunican en redes horizontales y
comunidades de culto a la violencia y la autosegregación, a través de las
cuales se defienden del mundo exterior, impuro y hostil para ellas.
Las identidades individuales que
han quedado como conciencia -como Mandela y Benedetti- son legados
fundamentales del siglo pasado, pero ya no son suficientes para atravesar la
historia, porque los lugares, los barrios y las personas son siempre diferentes
y la identidad de los opresores -por la fuerza del dinero- se ha fortalecido
con la convivencia consciente de gran parte de los oprimidos. Por lo tanto,
deben ser apropiados como elementos de una nueva conciencia del deber
revolucionario en tiempos de derrota. La utopía actual -la utopía democrática-
puede parecer un paso atrás en comparación con las ambiciones éticas y
económicas del socialismo desaparecido. Pero también puede verse como un
desafío civilizatorio: combinar e integrar la democracia y el socialismo con una
"nueva forma de vida guiada conscientemente" por la soberanía
popular, no por los salones burocráticos del Banco Central: tumba de la
soberanía popular y fuerza estratégica de la acumulación rentista.
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