Posiblemente
sea un asunto menor y desde luego no suele tratarse en el este blog, pero ha
llamado la atención en estos días una polémica suscitada por la afirmación de Luis
García Montero, en su condición de Director del Instituto Cervantes – en uno
de esos “desayunos/conferencia” de Nueva Economía - según el cual “ahora la RAE está en manos de
un catedrático de Derecho Administrativo experto en llevar negocios desde su
despacho [de abogados] para empresas multimillonarias. Eso, personalmente, crea
unas distancias”. A esta afirmación, por otra parte obvia, la RAE se sintió agredida
y entendió que eran palabras lamentables e inoportunas, a la vez que defendían
la ejecutoria de Muñoz Machado, al que el comunicado de protesta
adjetiva no solo de experto jurista, sino como “uno de los ensayistas e historiadores
más reconocidos de nuestro país, con premios como el nacional de ensayo y el
nacional de historia, además de incontables galardones de academias y
universidades españolas y extranjeras”.
La defensa de Muñoz Machado mediante
la conjunción entre su condición de experto jurista y abogado de éxito en el
tráfago mercantil de las multinacionales y su ejecutoria como segundo director
de la RAE no lingüista se convirtió prontamente en el ataque frontal contra Luis
García Montero por varios académicos ilustres. Pérez Reverte, en un
posteo de X, como le gusta comunicar sus opiniones, le denominó, entre otras
cosas, “mediocre u paniaguado Director del Cervantes (criatura de Albares)”,
pero el más agresivo sin duda fue el premio Planeta (2006), Premio Nadal
(2012) y Premio Cervantes (2024) Álvaro Pombo, en un artículo publicado
en ABC, en el que además de insistir en el carácter “menor” de la poesía del
Director del Instituto Cervantes, arremetía contra su condición de comunista subvencionado
por el poder público. “Antes de hablar de las subvenciones milmillonarias, como
ha tenido siempre el Partido Comunista, hablemos de las subvenciones
millonarias”, a lo que añadía “Luis García Montero es un burócrata, tiene
vocación de burócrata, como la mayor parte de comunistas que yo conozco”. Una
referencia al soporte económico que aclararía en una entrevista posterior, en
la que afirmaría que “quien ha sacado a la academia de la ruina, literalmente
de la ruina, ha sido don Santiago Muñoz Machado”.
El debate de fondo no interesa ahora.
Baste simplemente resaltar lo que declaraba el propio García Montero: “Mi
buzón se ha llenado de mensajes de apoyo de los ámbitos culturales. Admiro a
muchos académicos y las relaciones del Cervantes y la Academia han sido
excelentes. Me parece bien mantener esas buenas relaciones. Pero nosotros dos
venimos de mundos muy distintos. Creo que todos están contentos de que [a Muñoz
Machado] le quede solo un año”, una afirmación sensata que debería cerrar este
asunto en el que decir una opinión crítica sobre quien dirige – y como lo hace –
una institución anclada en la tradición y la defensa del castellano como única
lengua española se considera una provocación inaceptable que genera las
reacciones virulentas de algunos personajes ilustres para los que es una
crítica a la institución una opinión reprobatoria de la forma de actuar de su
director.
Pero lo que llama la atención desde
esta orilla privilegiada de la información, discusión y propuestas sobre las
relaciones de trabajo y la ciudadanía social, es la obsesión que este debate
hace aflorar entre la condición del pensamiento de izquierdas y la inmediata
definición del mismo como pensamiento subvencionado económicamente por el poder
público. “Paniaguado”, es decir, “persona que servía en una casa y recibía del
dueño de ella habitación, alimento y salario”, según la definición de la RAE,
o, de manera más directa, comunista subvencionado, burócrata en esencia,
heredero de las “subvenciones milmillonarias que ha tenido siempre el Partido
Comunista”. Pero dejando de lado esa más que incierta hipérbole del provecto
escritor multipremiado respecto de los mil millones recibidos por el Partido
Comunista en el pasado reciente, lo que es llamativo es la insistencia en la
idea de que la reivindicación de un cambio político y social en favor de la
gente que trabaja y la profundización de la democracia sólo obedece a personas
que dependen económicamente del Estado que subvenciona su existencia, naturalmente,
de manera más que suficiente.
Es el mismo discurso con el que
la ultraderecha y la derecha neoliberal mantiene con respecto a los sindicatos
de clase, CCOO y UGT. Para ellos, los sindicatos son financiados directamente
por el Estado, y los sindicalistas no trabajan y viven con ostentación de estas
subvenciones. Es una narrativa muy extendida que aparece en las redes sociales impulsada
por las cuentas de las derechas extremas y menos, y que se reitera especialmente
en situaciones en las que el sindicalismo confederal inicia alguna acción
colectiva. Ha sucedido con la última huelga general de dos horas en cada turno
en defensa de Palestina y por la vigencia de la paz , la justicia y los
derechos humanos en esa nación, que ha sido contestada con dicterios del tipo “panda
de vagos” “asi no van a trabajar” acompañada de “subvencionados por el gobierno”
“contra el gobierno no hacéis huelga por la subvención”, y otro tipo de
insultos en el mismo sentido.
Es bien conocido que la
ultraderecha ha acuñado el término “comegambas” como sinónimo de los dirigentes
sindicales y en general de las personas que ejercitan funciones de
representación de los trabajadores en las empresas. La idea en esta ocasión es
ligar la subvención pública que financia al sindicato y el gasto en consumo
conspicuo y lujoso (al margen de lo que una
ración de gambas puede sugerir de lujo y ostentación en un país como España)
que a veces se completa con alusiones a los rolex que a su juicio
ostentan los dirigentes del sindicato. Ello incide en la idea de que el sindicalista
no trabaja y vive del erario público a sus expensas, traicionando a sus
representados, los verdaderos y sanos –
y apolíticos - trabajadores, una idea repetida tanto desde el discurso
neoliberal como el de las esencias ultraderechistas iliberales o directamente
fascistas. Al menos en esta ocasión ya no se puede hablar del “oro de Moscú”.
Pero en cualquier caso lo que se pretende con esta invectiva es indicar que la acción de los sindicatos depende de las orientaciones que le de el gobierno de turno que, en esta narrativa, es quien permite con su subvención millonaria, la subsistencia de la organización sindical.
Una deriva de esta degradación de
la organización y de la acción sindical viene también desde una cierta
izquierda, al considerar a la dirección sindical elegida por los trabajadores y
trabajadoras afiliadas como un grupo de “burócratas”, en su condición
peyorativa de casta de funcionarios alejada de los intereses del conjunto de
los trabajadores. En algunas ocasiones, a este desprecio antisindical se une también
la acusación de la financiación pública de los sindicatos y una concepción de éstos como subordinados a las directrices del gobierno. Las convergencias en
estas cuestiones son un síntoma.
No es el caso ahora de rebatir
estos argumentos peregrinos, ni respecto de “los comunistas” – aunque bajo esa
denominación se esconda la referencia a quienes defienden la profundización de
la democracia social y la necesidad de un cambio social basado en la igualdad,
la solidaridad y la justicia – ni respecto de los sindicatos de clase, reconocidos
como representantes institucionales del trabajo como valor fundante de la
sociedad y comprometidos con un proceso gradual de eliminación de las
desigualdades y de creación de derechos individuales y colectivos basados en el
trabajo y de las garantías para ejercitarlos eficazmente. Es conocido que la
financiación de los sindicatos se basa sobre las cuotas de sus afiliados en más
de un 85% de sus ingresos y por tanto el mito de la “subvención pública” es una
falacia. La transparencia de la situación financiera de los sindicatos confederales
permite conocer de primera mano lo falso de esta imputación.
Pero es interesante resaltar un
estado de opinión en el que recibir un salario del Estado o de los poderes
públicos en un puesto institucional se considera un elemento
extraordinariamente negativo, como si careciera de legitimidad lo que no
estuviera avalado por el precio de mercado de esos servicios prestados. Es decir
que el hecho de desarrollar la actividad en el espacio de lo público fuera indicativo
del escaso valor de quien se desempeña en él, puesto que lo que adquiere valor
es lo que puede medirse en dinero ofrecido por el mercado a esta actividad. Y
su precio.
Lo mismo sucede con el sindicato
y los sindicalistas o los servicios que ofrece el sindicato al conjunto de la
gente trabajadora. Parece que este tipo de acciones carecen de valor y que el
hecho de que se desarrollen autónomamente, como se hace, no tuviera un coste
real que afecta al valor social y político de la actuación del sindicato que en
definitiva fundamenta y defiende las estructuras democráticas. Es decir que no
se pueden creer que la estructura organizativa de las y los trabajadores con la
finalidad de defender y ampliar los derechos de las personas que trabajan se
mantenga por el propio impulso colectivo de su organización. Para ellos solo
puede existir si está “contaminada” por la inyección de medios financieros y
materiales del poder público, rompiendo lo que conciben como fair play y el equilibrio que debería
dar el juego de las libres fuerzas del mercado en la confrontación con los
empresarios.
Las empresas no sienten ningún
remordimiento cuando concurren a las subvenciones y bonificaciones que el poder
público dispone por múltiples causas. Las personas que hemos trabajado para administraciones
e instituciones públicas hemos recibido mientras estuvo vigente nuestra
relación de servicio una remuneración por nuestro trabajo, sin que creyéramos
que al ser retribuidos por el Estado éramos unos burócratas execrables. Los sindicalistas
que cumplen sus funciones de representación haciendo uso del crédito de horas
están asimismo desempeñando una función social fundamental para el sistema
democrático, y se deberían reforzar sus derechos de participación otorgando más
facilidades para el ejercicio de su función representativa. Los sindicatos representativos
y más representativos especialmente despliegan su acción sindical de forma
autónoma sobre la totalidad de las personas trabajadoras de este país y sigue
siendo una cuestión pendiente el que se debería prever un instrumento concreto
de compensación económica de este esfuerzo.
Desarrollar la actividad en el
espacio de lo público y de lo colectivo es fundamental para la democracia. No
aceptemos los discursos que lo quieren degradar con descalificaciones y exabruptos.
(Y por supuesto, en la polémica
suscitada, Luis García Montero lleva toda la razón)
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