La
presente entrada viene a reproducir casi en su totalidad, el texto que se ha
publicado en el digital bez.es con
el mismo título que se publicó el martes pasado. Aquí sólo se han alterado los
párrafos finales.
El tiempo electoral está
atravesado por un gran número de discursos. El punto focal con el que se
desenvuelven no suele sin embargo basarse en el trabajo, que no construye por
tanto el armazón de las propuestas que los partidos presentan a la ciudadanía como
programas democráticos. El trabajo no se considera – como sin embargo asegura
un repetido slogan sindical – el
centro de la sociedad en tanto elemento creador de riqueza y vector de cohesión
social. Del empleo si se habla, de la situación del empleo, de su carencia como
desocupación, de la calidad del mismo. En los debates organizados para la
estabulación de los candidatos y de sus tiempos de exposición, el empleo es un
punto del catálogo de materias que se deben abordar. Es un tema en el que se
prodigan las cifras. La mayoría de estas son terribles. Lo que vienen a decir
es que a la destrucción acelerada de empleo de los primeros años de la crisis,
ha seguido una estabilización del desempleo en niveles superiores al 20 %, y el
empleo que se crea a partir de la tan publicitada “recuperación económica” es
en su mayoría precario, inestable, temporal y de baja calidad salarial. Que se
aprecia un aumento generalizado del incumplimiento de la normativa laboral y que
se reduce la tasa de cobertura de los convenios colectivos. La brecha de género
se incrementa en igual medida que la tardanza en incorporarse los jóvenes al
empleo, muchos de los cuales se ven obligados a abandonar el país. Y la
exclusión social se dispara, con la presencia por vez primera en nuestro país
del fenómeno de los trabajadores pobres. Pero la forma en la que se quiere
presentar el tema en el debate impide relacionar este escenario desolador con
la pérdida de derechos y la degradación democrática que se ha producido con
ocasión de la crisis, mediante la alegación de una suerte de estado de
excepción económica que considera el campo de los derechos como un obstáculo a
la recuperación de la gran empresa y las instituciones financieras.
Esta descripción devastadora es además
ignorada por una buena parte de los medios de comunicación y por los sujetos e
instituciones mediadores ante la opinión pública. En el mejor de los casos se
presentan como fenómenos inevitables de una naturaleza inclemente frente a los
cuales sólo cabe acostumbrarse y someterse como corresponde a la presencia de
un destino irresistible. Otras opiniones – que provienen por cierto de personas
de alto relieve social – no hablan del empleo y su degradación, sino del
trabajo como hecho político y democrático que pertenece al pasado. El contrato
por tiempo indefinido, la exigencia de estabilidad y seguridad, la tutela
colectiva y legal de unas condiciones de trabajo y de existencia decentes que
se definen como derechos individuales y colectivos ligados al trabajo, son
todas ellas, en ese discurso paralelo a los discursos electorales, categorías
en vías de desaparición, residuos del pasado. En otros momentos, las opiniones
vertidas por algunos comunicadores sociales son ya realmente obscenas por estar
penetradas por un clasismo impensable en cualquier medio de comunicación que se
pretenda compatible con el sistema democrático. Lo destacable es que estas
manifestaciones – como la de burlarse de quienes pretenden un aumento del
salario mínimo – ocupan un lugar preminente en la conformación de la opinión
pública desvalorizando precisamente los discursos políticos que atienden a la
vulnerabilidad del trabajo y la necesidad de su revigorización material como
forma de vida.
Entre tanto ruido mediático y
tanta algarabía no hay apenas espacio para dar visibilidad al trabajo y a la
importancia que éste asume para un sistema democrático. No sólo para denunciar
las situaciones de desigualdad y de injusticia a que está conduciendo su
consideración exclusivamente mercantil y su mera reducción a coste económico,
sino para enunciar un proyecto de emancipación social que pasa necesariamente
por la reformulación profunda del marco normativo vigente y la introducción de
elementos fuertes de reforma de la empresa y del mercado en el que se
fortalezca la posición del sujeto sindical y sus poderes de gobierno de las
relaciones laborales tanto frente al empresariado como a los poderes públicos. Aunque
ha habido opciones políticas en esta convocatoria electoral que han asumido
este diagnóstico como propio y en su programa se encuentra el compromiso de
promover medidas y políticas en consonancia con el mismo, su mensaje no se ha
transmitido con nitidez, no se ha distinguido de otras materias que eran
resaltadas en la prensa y en las redes sociales, no se ha difundido
contundentemente ni ha acallado los temas que se situaban en el interés de la comunicación
mediática. Es cierto sin embargo que a la ciudadanía se le supone que tiene que votar
informada y que con poco esfuerzo se sabe escuchar y distinguir las voces que
revalorizan el trabajo como centro de la política y de la democracia, como
clave de la asignación de derechos y de realización de políticas públicas. Distant voices, still lives, como se titulaba un bellísimo film de Terence Davies.
Somos muchos los que las hemos escuchado, aunque muchos menos de los que deberían
oírlas y se esperaba que lo hicieran. Pero esa reivindicación del trabajo y la
crítica a su mercantilización, el rechazo a la explotación, ha recogido importantes
consensos electorales. Sólo hay que ponerlos en marcha, aprovecharlos, actuar
desde la política y a través de lo social para ir desarrollando ese impulso
emancipador y democrático.
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