Se asiste a una utilización obscena del problema de la inmigración por parte de una gran parte de los medios de comunicación y de partidos políticos conservadores - a comenzar por el Partido Popular y su líder - al entender que es un elemento de desgaste de las políticas de progreso y que pueden obtener de su posición ventajas electorales. Como estamos acostumbrados, estas ofensivas mediáticas de la derecha política obtienen una presencia abrumadora en la opinión pública, que manipulan y desinforman. Las consideraciones que se insertan a continuación provienen de una charla oral, transcrita gracias a los desvelos de Concha Rojo, internacionalista de CC.OO. En la foto, sin embargo, se recoge un almuerzo de hermandad con compañeros brasileños en la bella ciudad de Toledo y la presencia de conspicuos especialistas en varias ramas del derecho para hablar del trabajo forzoso y del trabajo infantil.
La inmigración tiene sus reglas en el derecho de cada país. Etiquetado como trabajo regulado en flujos de mano de obra, hay un régimen jurídico específico que delimita al inmigrante en su doble condición de extranjero y de trabajador sometido al ordenamiento laboral previa la obtención de un permiso de trabajo. El problema real se plantea cuando el inmigrante trabaja fuera de los márgenes de la autorización pública, esto es, cuando el inmigrante está en situación irregular. El inmigrante irregular desaparece de la dimensión jurídica al no estar regulado. No existe para la norma de extranjería aunque es extranjero, pero no “reconocido” como tal y carece de cualquier derecho porque no pertenece a la comunidad nacional de referencia. Ante un “irregular” o una persona “sin papeles” se pone en duda la condición de trabajador y de ciudadano de la misma. Este problema debería combatirse desde el universalismo igualitario y el constitucionalismo global.
Cuando el inmigrante no es reconocido ni como ciudadano ni como trabajador, ¿qué hacer? Hay que configurar al inmigrante como un sujeto con derecho a tener derechos. Esta figura jurídica se construye sobre un hecho previo a la ciudadanía y a la condición de trabajador: su identidad como persona y el reconocimiento universal de derechos ligados a la condición de persona. Toda una línea de pensamiento habla de la dignidad de la persona como fuente de derechos humanos universales. Existen textos internacionales donde esa ligazón directa entre dignidad y derechos económicos y sociales queda plenamente reconocida como tal. Incluso se habla de que habría un derecho humano a la inmigración para buscar trabajo y vivir con dignidad.
Otra línea de acción menos iusnaturalista es la de reivindicar la ciudadanía cosmopolita. Es la idea que subyace en la ciudadanía europea o en la configuración de los tratados y pactos mundiales en los que la comunidad internacional se otorga la capacidad de dotarse de textos supraconstitucionales que deben ser respetados necesariamente en todos los espacios nacionales o estatales sin incorporación formal a sus ordenamientos jurídicos. La ciudadanía cosmopolita está más cerca, a mi juicio, de la idea de globalización de la democracia. En este mundo, no sólo el dinero y las armas son globales, porque cuando se invade Irak también se dice que es para defender la democracia. No es conveniente invadir ningún país para afirmar este principio de globalización de la democracia, pero sí es posible y útil defender el cosmopolitismo universal.
El mero hecho del trabajo efectivo es suficiente para deducir un universo de derechos. No es preciso hablar de cosmopolitismo en general sino que sencillamente por el mero hecho de que un inmigrante irregular o regulado trabaje en un país determinado se le tienen que reconocer los derechos derivados o vinculados a su condición de trabajador, ya sean derechos individuales o colectivos. Este universalismo igualitario a partir del trabajo aparece perfectamente reconocido en algunos textos legales internacionales y también, aunque se olvide pronto, en nuestra Ley de Extranjería ya desde el año 2000. El convenio internacional de Naciones Unidas para la protección de los trabajadores migrantes y sus familias dice en su artículo 25 que “los trabajadores migratorios gozarán de un trato que no sea menos favorable al que reciben los nacionales en lo tocante a remuneración y condiciones de trabajo.” No habla de trabajadores inmigrantes autorizados. Y dice más, “los Estados reconocerán el derechos de los trabajadores migratorios a participar en las reuniones y actividades de los sindicatos.” También los trabajadores migratorios gozarán de los derechos inherentes a la Seguridad Social. Nuestra ley de Extranjería se decanta por la misma posición, tan sólo exceptuando al trabajador irregular del derecho a la prestación por desempleo, pero recoge de manera expresa que los trabajadores extranjeros, irregulares o no, pueden afiliarse a un sindicato y declararse en huelga (como ya en varias sentencias había afirmado el Tribunal Constitucional declarando inconstitucionales las restricciones introducidas por el Partido Popular en la Ley) y que trabajar sin autorización no impide al trabajador el goce de los derechos derivados del contrato de trabajo.
Con ocasión de la crisis económica existe una tendencia a restringir este universalismo igualitario a través del control exhaustivo de los permisos de residencia. La UE es la que más se destaca en este afán fiscalizador como factor clave de asignación de derechos. No se restringe el acceso al trabajo efectivo sino que se controla la residencia con la amenaza de expulsión. Las vías de control son variadas: controles policiales, criminalización de colectivos concretos, controles selectivos sociales y étnicos… La Francia de Sarkozy, la Italia de Berlusconi y los países del Este con minorías étnicas son ejemplos de este control radical de la inmigración. Se constata un reverdecer muy intenso del control policial y de la criminalización por motivos raciales y étnicos.
También se pretende manejar el asunto de la residencia con el objetivo de cosificar al inmigrante como mera fuerza de trabajo en la medida en que se le niega cualquier consideración de vida personal y familiar. Se le impide reconstruir su familia y cuando vienen sus familiares se le sigue persiguiendo. Hay una restricción de la residencia evidente alegándose motivos bastardos como la factura social que nos cuestan los inmigrantes y sus familias. Todo lo apuntado presiona en contra del universalismo igualitario, impidiendo que el trabajador irregular exija sus derechos. El trabajador inmigrante irregular cree saber que si reivindica sus derechos será inmediatamente expulsado. Esa creencia proviene del empresario, de los medios de comunicación y de sus vecinos.
El constitucionalismo igualitario universal rescata la condición de ciudadano con independencia del reconocimiento de residente o no en un país determinado. El derecho a la dignidad y a la identidad cultural del inmigrante es básico. Esta ciudadanía universal no se puede hacer depender de la potestad estatal para otorgar derechos en función de la condición irregular o legal un trabajador inmigrante. Los derechos más importantes y decisivos para la vida de un inmigrante fluyen del hecho puro y material del trabajo. Esto obliga a una participación muy activa del sindicalismo de clase como representante natural de los trabajadores inmigrantes en la tutela de sus derechos y en la necesidad imperiosa de regularizar el trabajo sumergido o irregular. El sindicato debe ser también un agente de inserción social en su vertiente sociopolítica a través de sus reivindicaciones en materia de sanidad, educación, vivienda y transporte.
Tampoco hay que olvidar el papel institucional del sindicalismo en la regulación del mercado de trabajo. Los sindicatos han de intervenir en las políticas migratorias. Este rol no es incompatible con la defensa de los derechos de los trabajadores inmigrantes sino que debería ser complementario. Los sindicatos deben tutelar los derechos de los trabajadores inmigrantes regulares e irregulares, pero igualmente deben controlar los flujos de entrada y salida de la inmigración con una cierta racionalidad derivada de la situación económica.
La crisis económica ha sido aprovechada para instalar en el universo mediático y en el discurso político ideas que se aceptan como verdades incontrovertibles, cuando en realidad son extremadamente cuestionables cuando no inverosímiles: el trabajador inmigrante ha de ser alguien que no se instale en ningún lugar definitivamente, es un “invitado” al que se le indica amablemente que su visita a este país ha terminado y se le indica la puerta de la calle. Más aún el trabajador inmigrante que vive y trabaja en nuestro país se convierte de un elemento necesario para el desarrollo económico y la buena marcha de la producción y de los servicios, en un parásito social porque roba el trabajo a los nacionales y acapara las prestaciones sociales del Estado en la sanidad y en la educación. La convivencia ciudadana está alterada por su mera presencia, que se relaciona directamente con la criminalidad y la prostitución. Son ideas simples, falsas y crueles, pero que buscan romper la solidaridad ciudadana y aislar la función cohesiva del trabajo con respecto a la sociedad dividida económica y socialmente. Ninguno de estos mantras que repiten medios de comunicación y políticos conservadores que buscan obtener de este tema réditos electorales inmediatos resiste un juicio de contraste serio. Los artículos de Vicenç Navarro sobre el gasto en prestaciones sociales que ha publicado en Público, o el estudio de Perez Agote, Tejerina y Barañano sobre la transformación de los barrios multiculturales por la presencia de las diversas identidades inmigrantes, del que se ha dado cuenta en este blog, lo ponen de manifiesto.
El sindicalismo no puede descuidar su tarea de agente de mediación cultural entre los trabajadores autóctonos y los inmigrantes. El trabajo es un gran nivelador cultural, una máquina que permite la convivencia sin conflictos profundos entre modos de vida muy diferentes. La salud democrática de un país se mide en estos términos. No permitamos que se instale en España un discurso segregador, hostil y racista respecto del trabajador inmigrante. Hay que luchar tenazmente contra las primeras manifestaciones de este fenómeno.
La inmigración tiene sus reglas en el derecho de cada país. Etiquetado como trabajo regulado en flujos de mano de obra, hay un régimen jurídico específico que delimita al inmigrante en su doble condición de extranjero y de trabajador sometido al ordenamiento laboral previa la obtención de un permiso de trabajo. El problema real se plantea cuando el inmigrante trabaja fuera de los márgenes de la autorización pública, esto es, cuando el inmigrante está en situación irregular. El inmigrante irregular desaparece de la dimensión jurídica al no estar regulado. No existe para la norma de extranjería aunque es extranjero, pero no “reconocido” como tal y carece de cualquier derecho porque no pertenece a la comunidad nacional de referencia. Ante un “irregular” o una persona “sin papeles” se pone en duda la condición de trabajador y de ciudadano de la misma. Este problema debería combatirse desde el universalismo igualitario y el constitucionalismo global.
Cuando el inmigrante no es reconocido ni como ciudadano ni como trabajador, ¿qué hacer? Hay que configurar al inmigrante como un sujeto con derecho a tener derechos. Esta figura jurídica se construye sobre un hecho previo a la ciudadanía y a la condición de trabajador: su identidad como persona y el reconocimiento universal de derechos ligados a la condición de persona. Toda una línea de pensamiento habla de la dignidad de la persona como fuente de derechos humanos universales. Existen textos internacionales donde esa ligazón directa entre dignidad y derechos económicos y sociales queda plenamente reconocida como tal. Incluso se habla de que habría un derecho humano a la inmigración para buscar trabajo y vivir con dignidad.
Otra línea de acción menos iusnaturalista es la de reivindicar la ciudadanía cosmopolita. Es la idea que subyace en la ciudadanía europea o en la configuración de los tratados y pactos mundiales en los que la comunidad internacional se otorga la capacidad de dotarse de textos supraconstitucionales que deben ser respetados necesariamente en todos los espacios nacionales o estatales sin incorporación formal a sus ordenamientos jurídicos. La ciudadanía cosmopolita está más cerca, a mi juicio, de la idea de globalización de la democracia. En este mundo, no sólo el dinero y las armas son globales, porque cuando se invade Irak también se dice que es para defender la democracia. No es conveniente invadir ningún país para afirmar este principio de globalización de la democracia, pero sí es posible y útil defender el cosmopolitismo universal.
El mero hecho del trabajo efectivo es suficiente para deducir un universo de derechos. No es preciso hablar de cosmopolitismo en general sino que sencillamente por el mero hecho de que un inmigrante irregular o regulado trabaje en un país determinado se le tienen que reconocer los derechos derivados o vinculados a su condición de trabajador, ya sean derechos individuales o colectivos. Este universalismo igualitario a partir del trabajo aparece perfectamente reconocido en algunos textos legales internacionales y también, aunque se olvide pronto, en nuestra Ley de Extranjería ya desde el año 2000. El convenio internacional de Naciones Unidas para la protección de los trabajadores migrantes y sus familias dice en su artículo 25 que “los trabajadores migratorios gozarán de un trato que no sea menos favorable al que reciben los nacionales en lo tocante a remuneración y condiciones de trabajo.” No habla de trabajadores inmigrantes autorizados. Y dice más, “los Estados reconocerán el derechos de los trabajadores migratorios a participar en las reuniones y actividades de los sindicatos.” También los trabajadores migratorios gozarán de los derechos inherentes a la Seguridad Social. Nuestra ley de Extranjería se decanta por la misma posición, tan sólo exceptuando al trabajador irregular del derecho a la prestación por desempleo, pero recoge de manera expresa que los trabajadores extranjeros, irregulares o no, pueden afiliarse a un sindicato y declararse en huelga (como ya en varias sentencias había afirmado el Tribunal Constitucional declarando inconstitucionales las restricciones introducidas por el Partido Popular en la Ley) y que trabajar sin autorización no impide al trabajador el goce de los derechos derivados del contrato de trabajo.
Con ocasión de la crisis económica existe una tendencia a restringir este universalismo igualitario a través del control exhaustivo de los permisos de residencia. La UE es la que más se destaca en este afán fiscalizador como factor clave de asignación de derechos. No se restringe el acceso al trabajo efectivo sino que se controla la residencia con la amenaza de expulsión. Las vías de control son variadas: controles policiales, criminalización de colectivos concretos, controles selectivos sociales y étnicos… La Francia de Sarkozy, la Italia de Berlusconi y los países del Este con minorías étnicas son ejemplos de este control radical de la inmigración. Se constata un reverdecer muy intenso del control policial y de la criminalización por motivos raciales y étnicos.
También se pretende manejar el asunto de la residencia con el objetivo de cosificar al inmigrante como mera fuerza de trabajo en la medida en que se le niega cualquier consideración de vida personal y familiar. Se le impide reconstruir su familia y cuando vienen sus familiares se le sigue persiguiendo. Hay una restricción de la residencia evidente alegándose motivos bastardos como la factura social que nos cuestan los inmigrantes y sus familias. Todo lo apuntado presiona en contra del universalismo igualitario, impidiendo que el trabajador irregular exija sus derechos. El trabajador inmigrante irregular cree saber que si reivindica sus derechos será inmediatamente expulsado. Esa creencia proviene del empresario, de los medios de comunicación y de sus vecinos.
El constitucionalismo igualitario universal rescata la condición de ciudadano con independencia del reconocimiento de residente o no en un país determinado. El derecho a la dignidad y a la identidad cultural del inmigrante es básico. Esta ciudadanía universal no se puede hacer depender de la potestad estatal para otorgar derechos en función de la condición irregular o legal un trabajador inmigrante. Los derechos más importantes y decisivos para la vida de un inmigrante fluyen del hecho puro y material del trabajo. Esto obliga a una participación muy activa del sindicalismo de clase como representante natural de los trabajadores inmigrantes en la tutela de sus derechos y en la necesidad imperiosa de regularizar el trabajo sumergido o irregular. El sindicato debe ser también un agente de inserción social en su vertiente sociopolítica a través de sus reivindicaciones en materia de sanidad, educación, vivienda y transporte.
Tampoco hay que olvidar el papel institucional del sindicalismo en la regulación del mercado de trabajo. Los sindicatos han de intervenir en las políticas migratorias. Este rol no es incompatible con la defensa de los derechos de los trabajadores inmigrantes sino que debería ser complementario. Los sindicatos deben tutelar los derechos de los trabajadores inmigrantes regulares e irregulares, pero igualmente deben controlar los flujos de entrada y salida de la inmigración con una cierta racionalidad derivada de la situación económica.
La crisis económica ha sido aprovechada para instalar en el universo mediático y en el discurso político ideas que se aceptan como verdades incontrovertibles, cuando en realidad son extremadamente cuestionables cuando no inverosímiles: el trabajador inmigrante ha de ser alguien que no se instale en ningún lugar definitivamente, es un “invitado” al que se le indica amablemente que su visita a este país ha terminado y se le indica la puerta de la calle. Más aún el trabajador inmigrante que vive y trabaja en nuestro país se convierte de un elemento necesario para el desarrollo económico y la buena marcha de la producción y de los servicios, en un parásito social porque roba el trabajo a los nacionales y acapara las prestaciones sociales del Estado en la sanidad y en la educación. La convivencia ciudadana está alterada por su mera presencia, que se relaciona directamente con la criminalidad y la prostitución. Son ideas simples, falsas y crueles, pero que buscan romper la solidaridad ciudadana y aislar la función cohesiva del trabajo con respecto a la sociedad dividida económica y socialmente. Ninguno de estos mantras que repiten medios de comunicación y políticos conservadores que buscan obtener de este tema réditos electorales inmediatos resiste un juicio de contraste serio. Los artículos de Vicenç Navarro sobre el gasto en prestaciones sociales que ha publicado en Público, o el estudio de Perez Agote, Tejerina y Barañano sobre la transformación de los barrios multiculturales por la presencia de las diversas identidades inmigrantes, del que se ha dado cuenta en este blog, lo ponen de manifiesto.
El sindicalismo no puede descuidar su tarea de agente de mediación cultural entre los trabajadores autóctonos y los inmigrantes. El trabajo es un gran nivelador cultural, una máquina que permite la convivencia sin conflictos profundos entre modos de vida muy diferentes. La salud democrática de un país se mide en estos términos. No permitamos que se instale en España un discurso segregador, hostil y racista respecto del trabajador inmigrante. Hay que luchar tenazmente contra las primeras manifestaciones de este fenómeno.
2 comentarios:
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