Se publica en este blog un anticipo del artículo del profesor Pisarello sobre la importancia actual de la Constitución de Weimar en un contexto general marcado por la crisis, como en los años 30 del siglo pasado. Es cierto sin embargo que en aquellos tiempos tanto la crisis del 29 como la gran crisis europea que atraviesa Weimar no se abrodan solo en sus aspectos económicos, sino que se presentaron como crisis directamente políticas. Este es el interés indudable de repensar Weimar hoy. Este artículo es una reconstrucción de la intervención y posterior discusión mantenida con los profesores Antonio Baylos Grau y Wilson Ramos Filho en el Seminario Crisis y derechos sociales: de Weimar al crack del año ocho, realizado en la Facultad de Derecho de la Universidad de Castilla La Mancha (Ciudad Real), el 8 de octubre de 2009. Está dedicado a la memoria de Joaquín Herrera Flores. El texto íntegro del artículo publicado en Sin Permiso, se puede encontrar en esta dirección : http://www.rebelion.org/docs/94037.pdf . A continuación se insertan algunos párrafos del mismo.
Cuando la prensa o los analistas al uso intentan establecer paralelismos entre la crisis del 2008 y sus antecesoras, resultan inevitables las referencias a los años 30’ y al New Deal. Varios elementos podrían justificar la comparación: el hecho de que ambas hayan tenido su epicentro en los Estados Unidos, el “efecto Obama”, y sobre todo, la forma en que se resolvió el propio crack de Wall Street. Para muchos, en efecto, el New Deal rooseveltiano constituye un programa valiente, pero moderado al cabo, de intervención pública de la economía, que permitió salvar al capitalismo tanto de la garras del nazismo como del socialismo. Esta frecuente evocación del New Deal contrasta con el olvido o la escasa atención prestada, sobre todo en Europa, al otro escenario en el que transcurrió la gran crisis capitalista de entreguerras: el de los ensayos republicano democráticos que tuvieron lugar en países como Alemania, Austria o España.
A diferencia del halo de contenida audacia que rodea al New Deal, estas experiencias republicanas son con frecuencia presentadas como ejemplo de un conflicto entre “extremos” que se tendría que dejar atrás para siempre. Lo cierto, sin embargo, es que la luz que arrojan sobre el presente está lejos de haberse extinguido: por el trágico desenlace que tuvieron, desde luego, pero también por las expectativas de democratización radical que suscitaron, tanto desde el punto de vista político como económico.
Son las alternativas que abrieron, en efecto, las que justifican volver críticamente sobre estas experiencias republicanas y cotejarlas con un escenario en el que una salida neoliberal a la crisis neoliberal podría, como antaño, asestar un golpe irreversible al principio democrático y la entrada en una inédita era de autoritarismo y barbarie. El 90 aniversario de la Constitución de Weimar de 1919, el texto que cristalizó en Europa las potencialidades y límites de una de las más sugerentes alternativas republicano democráticas a la crisis capitalista, brinda una oportuna excusa para acometer esta reflexión.
Precisamente, la república de Weimar fue un intento de dar una salida democrática a la crisis de este capitalismo desbocado que, entre otros extremos, había conducido a la primera gran guerra europea. La alternativa republicana intentó proyectar su vocación democratizadora a todos los ámbitos, mostrando que la parlamentarización y la democratización de las anquilosadas estructuras políticas del Imperio eran inseparables de la parlamentarización y de la democratización radical de las estructuras económicas, comenzando por la empresa gran-capitalista y por las concentraciones cuasi-feudales de la tierra. La conquista y defensa de la democracia política, en otras palabras, no podía entenderse al margen de la democracia económica, industrial y agraria. Y la profundización de ambas, a su vez, constituía el horizonte irrenunciable de un republicanismo socialista digno de ese nombre.
Para llevar adelante este proyecto, naturalmente, era menester cambiar el sentido común dominante en múltiples frentes. No extraña, por eso, que la República de Weimar fuera un portentoso laboratorio de iniciativas económicas, políticas y jurídicas, pero también de vanguardias estéticas y culturales que iban desde la arquitectura de la Bauhaus, de Walter Gropius, al teatro de Bertolt Brecht, pasando por la pintura de Georg Grosz o el cine de Georg Wilhelm Pabst. La propia Constitución de 1919 fue un producto de aquel singular microcosmos. En una línea similar a la Constitución mexicana de 1917 y a la soviética de 1918, ambas hijas de sendos intentos de republicanización revolucionaria, la Constitución de Weimar fue la primera en Europa en reconocer una serie de derechos sociales dirigidos a asegurar las condiciones materiales para el ejercicio de la libertad. Pero junto a ello, configuró además una Constitución económica que permitía desterrar la existencia de poderes privados incontrolados e imponer, a su vez, la planificación de sectores productivos estratégicos en función del interés general. Su célebre artículo 153, por ejemplo, recordaba que la propiedad “obliga” y que, precisamente por ello, quedaba sujeta a expropiación por causa de utilidad pública y con criterios flexibles de compensación. Su artículo 156, por su parte, contemplaba el control público de la economía en beneficio del interés general, bien a través de la nacionalización de sectores claves como del posible desarrollo de formas cooperativas de propiedad. Finalmente, el célebre artículo 165 –que tuvo entre sus principales mentores al jurista socialdemócrata Hugo Sinzheimer- preveía la participación de los trabajadores en la determinación de las condiciones laborales y productivas a través de los consejos de fábrica.
Lo cierto, sin embargo, es que aunque la constitución no era socialista, contenía un programa que no suponía obstáculo alguno para los intereses de las clases populares y trabajadoras. La tragedia de Weimar, en parte, fue el fracaso de las fuerzas republicanas de hacer efectivas las promesas de democratización política y económica contenidas en la constitución. La miopía de las izquierdas y la ferocidad de la derecha, más que éste o aquél artículo concretos, desempeñaron un papel crucial en todo ello.
Las promesas constitucionales y el fracaso de Weimar, en todo caso, tendrían una incidencia clara en el desarrollo del resto de las nuevas repúblicas de entreguerra, desde la austríaca a la española. Luego serían olvidadas o marginadas, tras la segunda guerra mundial, como ejemplo de una época de “extremismos” y “maximalismos” que convenía dejar atrás. Ese desdén se profundizó aún más con el auge del neoliberalismo que, con la astucia del ladrón que señala a la multitud que lo adelanta mientras grita “¡al ladrón!”- pretendió que cualquier intento de civilización de la vida económica estaba destinado a convertirse en un camino inapelable hacia la servidumbre. Las lecciones de Weimar, sin embargo, no se desvanecieron. Siguieron allí, y de hecho continúan interpelando con sorprendente vitalidad a la crisis que atraviesa el capitalismo remundializado de nuestra época.
Naturalmente, una de las lecciones más concluyentes de Weimar es que para imponer un programa republicano socialista no bastan las buenas ideas, las buenas constituciones o las buenas declaraciones de derechos. El derecho, como recordaba M. Luther King, necesita ayuda. Y el programa jurídico-político republicano de ilustración y auto-ilustración popular exige, hoy como ayer, la organización y la fuerza suficientes para remover los férreos privilegios económicos, políticos, militares y culturales que, también hoy como hace 90 años, obstaculizan su realización.
El constitucionalismo social de entreguerras entendió que sólo aquellos que vivían de su trabajo podían ser el motor de un proceso de transformación de esta magnitud. Que la centralidad del trabajo no ha perdido vigencia es tan cierto como que su conformación interna y su sentido político han sufrido transformaciones significativas: como consecuencia de su creciente precarización y feminización; de su composición nacional y cultural cada vez más diversa; o, finalmente, de una crisis ecológica que sólo permite atribuirle un sentido emancipatorio si es capaz de servir a las necesidades básicas de las personas y, al mismo tiempo, a la conservación y reproducción de la vida en el planeta.
La organización y movilización, en todo caso, de la “humanidad sufriente” a la que el capitalismo mundializado ha mercantilizado hasta extremos inauditos, depende también de la existencia de fuerzas políticas y sindicales capaces de articular intereses y tradiciones plurales en torno a demandas unitarias. Y es aquí donde los fantasmas de entreguerra vuelven a comparecer. Para recordar, frente a los “oportunismos” y “maximalismos” de diferente signo, que a menudo las reformas aparentemente moderadas son imprescindibles para hacer avanzar causas más radicales, al tiempo que las demandas radicales, aunque lleguen a incomodar, suelen ser con frecuencia, como admitía el propio Max Weber, la única vía para obtener reformas concretas Por eso tiene sentido, 90 años después, volver a Weimar y a su proyecto constitucional. Para superar sus evidentes límites, en la línea de lo que pedía el joven Kirchheimer, pero sin renunciar, como exigía Neumann, a lo que de actual mantiene aquel viejo programa republicano.
2 comentarios:
Me parece que el dueño del blog liga este artículo con el post que acaba de poner sobre el contrato de trabajo, pero yo no le veo la relación directa, la verdad
Qué bueno; superar la mera comparación tan manida de esta crisis con la del 29, introduciendo otro elemento, el del republicanismo democrático y la experiencia de Weimar, que es históricamente oportuno y merece la pena recuperar.
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