En el momento
en que vivimos en España, la presencia de las víctimas tiene un espacio político
y mediático muy necesario. El reciente debate sobre la inclusión en las listas
de Bildu de una serie de personas pertenecientes a la extinta organización ETA que
habían sido condenados por delitos de sangre, que ha provocado el anuncio por
los mismos de que no tomarían posesión de su acta de concejal en el caso de ser
elegidos, se ha solapado con la presencia como cabeza de lista del partido
fascista Falange Española del condenado por el asesinato de los abogados de
Atocha, Emilio Hellín, cuya actividad profesional como perito es
frecuentemente aprovechada al parecer por personalidades pertenecientes al
Partido Popular y a Vox. En ambos casos el dolor de las víctimas trasciende el espacio electoral y se estabiliza en una sensación de amargura.
Sin embargo, el debate de las
víctimas se superpone al debate sobre la preservación de la memoria democrática.
La Ley 20/2022 de 19 de octubre de memoria democrática, es todavía un texto
legal muy poco conocido y desarrollado tanto en los procesos que alimentan el
tejido sobre el que se construye la opinión pública como en el debate político
mayoritario tanto em la izquierda como en la derecha porque frente a lo que posiblemente sea el
objetivo más conocido de la misma - preservar y mantener la memoria de las
víctimas de la Guerra y la dictadura franquista, a través del conocimiento de
la verdad, como un derecho de las víctimas, el establecimiento de la justicia y
fomento de la reparación y el establecimiento de un deber de memoria de los
poderes públicos, para evitar la repetición de cualquier forma de violencia
política o totalitarismo – la norma se centra en un propósito a mi juicio mucho
más determinante, “fomentar el conocimiento de las etapas democráticas de
nuestra historia y de todas aquellas figuras individuales y movimientos
colectivos que, con grandes sacrificios, fueron construyendo progresivamente
los nexos de cultura democrática que permitieron llegar a los acuerdos de la
Constitución de 1978, y al actual Estado Social y Democrático de Derecho para
defender los derechos de los españoles, sus nacionalidades y regiones”.
Este punto, el desarrollo de la
cultura democrática y su significado frente a la que resultaba la dominante en
la dictadura, prolongada con el apoyo del liberalismo económico radical, como
acompañó a experiencias odiosas como el Chile pinochetista, es un punto que se
debería priorizar actualmente intentando construir esa “memoria común” de la
que habla la Ley 20/2022 y, como señala el preámbulo de la misma, el “discurso
común basado en la defensa de la paz, el pluralismo y la condena de toda forma
de totalitarismo político que ponga en riesgo el efectivo disfrute de los
derechos y libertades inherentes a la dignidad humana. Y, en esta medida, es
también un compromiso con el futuro, defendiendo la democracia y los derechos
fundamentales como paradigma común y horizonte imborrable de nuestra vida
pública, convivencia y conciencia ciudadana”.
En ocasiones por tanto, exigir un
relato político asentado en el discurso común democrático se diluye en una –
por otra parte muy comprensible – reivindicación de las víctimas. En esta
entrada, de manera intuitiva, se quiere expresar esa contraposición a través de
dos textos italianos que representan de manera muy clara lo que se quiere
indicar. Uno es el muy conocido discurso de Piero Calamandrei en el
Teatro Lírico de Milán en 1954, un texto casi canónico para hablar del 25 de
abril y la resistencia al fascismo. El otro es un texto de un autor italiano mucho
menos conocido, Giovanni de Luna, que aborda el tema de las víctimas en
el 2010. Ambos dicen mucho más de lo que el titular de este blog podría
intentar balbucear en esta entrada.
Piero Calamandrei, Discurso del Teatro
Lirico de Milan, 28 febrero 1954
El período fascista de veinte
años no fue, como algunos miserables creen hoy, un período de veinte años de
orden y grandeza nacionales: fue un período de veinte años de sucio ilegalismo,
de humillación, de corrosión moral, de asfixia cotidiana y de sorda y
subterránea desintegración civil. Ya no se luchaba en las plazas, donde los
escuadristas habían quemado todos los símbolos de la libertad, sino que se
resistía en la clandestinidad, en las imprentas clandestinas de las que
empezaron a salir las primeras octavillas en 1925, en los calabozos de la
policía, en la sala del Tribunal Especial, en las cárceles, entre los
internados, entre los exiliados. Y de vez en cuando en aquella lucha sorda
había un caído, cuyo nombre resonaba en aquella opresión silenciosa como una
voz fraterna, que al despedirse animaba a los supervivientes a continuar:
Matteotti, Amendola, Don Minzoni, Gobetti, Rosselli, Gramsci, Trentin. Veinte
años de sorda resistencia: pero eso también fue resistencia: y quizás la más
difícil, la más dura y la más desconsoladora.
Veinte años: y al final la guerra
partisana estalló como una explosión milagrosa. El historiador que dentro de
cien años estudie a distancia los acontecimientos de este período, narrará la
guerra de liberación como una guerra que duró veinticinco años, de 1920 a 1945,
y recordará que el desafío lanzado por los escuadristas de 1920 fue asumido y
definitivamente aplastado por los partisanos de 1945. Y el 25 de abril se
saldaron definitivamente las viejas cuentas con el fascismo: y el juego terminó
para siempre.
No debe creerse, como algunos
lamentables quieren hoy por caridad, que los horrores de los dos últimos años
fueron tan espantosos sólo porque el enemigo había cambiado: porque los
opresores ya no eran sólo nuestros propios fascistas, sino que eran los
invasores alemanes, los hunos descendientes de los países de la barbarie.
Es cierto, sí, que los dos
últimos años llevaron el nombre de Kesselring; pero Kesselring fue el último
regalo que Mussolini hizo a Italia; fue la última cara de una locura que
llevaba veinte años preparando a Italia para ese espantoso epílogo. Arriba y
arriba, región por región, aldea por aldea, puerta por puerta, la furia
bárbara, convocada en nuestra casa por el dictador loco, pasó y arrasó como una
guadaña. [...]
La Resistencia acabó por
barrerlos; pero no debemos considerar hoy ese epílogo únicamente como la
expulsión del extranjero. Aquella victoria no fue sólo la victoria contra los
invasores de fuera: fue la victoria contra los opresores, contra los invasores
de dentro. Porque, sí, en efecto, el fascismo era una invasión que venía de
dentro, un imponerse temporal de algo bestial que había anidado o vuelto a
despertar dentro de nosotros: y la Liberación fue verdaderamente como la crisis
aguda de una enfermedad que por fin se rompía dentro de nuestros pechos, como
el desgarro resuelto con el que el pueblo italiano consiguió con sus propias
manos desenredar de su corazón una maraña de serpientes que lo había asfixiado
durante veinte años.
Victoria contra nosotros mismos:
haber redescubierto en nosotros mismos la dignidad del hombre. Este era el
significado moral de la Resistencia: esta era la llama milagrosa de la
Resistencia.
Haber redescubierto la dignidad
del hombre y su indivisibilidad universal: este descubrimiento de la
indivisibilidad de la libertad y de la paz, según el cual la lucha de un pueblo
por su liberación es al mismo tiempo una lucha por la liberación de todos los
pueblos de la esclavitud del dinero y del terror, este sentimiento de la
igualdad moral de toda criatura humana, cualquiera que sea su nación o su
religión o el color de su piel, ésta es la contribución más preciosa y más
fecunda con la que nos enriqueció la Resistencia.
Giovanni
De Luna: La Repubblica del dolore (2010)
La política es hoy incapaz de
proponer antídotos contra los fallos de una memoria basada en la centralidad de
las víctimas. Mejor sería mirar con confianza al conocimiento histórico. Más
historia y menos memoria significaría distanciarnos de la tormenta sentimental
que azota nuestras instituciones, recuperando una relación más problemática,
más crítica, más consciente con el pasado.
Ser víctima parece ser una
condición indispensable para poder acceder a los derechos, para ser escuchado,
para poder legitimar la propia verdad. Pero el efecto perverso de esta
sustitución (el ser humano que actúa es sustituido por el ser humano que sufre)
ha sido justamente vislumbrado por los juristas: en un clima de
despolitización, el conflicto de ideologías deja el campo totalmente abierto al
enfrentamiento binario víctima/victimario. Las reivindicaciones políticas no
adquirirán valor sólo si encuentran ideas que defender o por las que luchar,
sino víctimas a las que compadecer y compensar, y cada uno, desde su punto de
vista, si confiamos en la memoria, será más víctima que el otro. Uno se
pregunta qué confianza se puede depositar hoy en una memoria tan cargada de
contradicciones y tan expuesta a los vientos de las pasiones y los sentimientos,
teniendo en cuenta que ya no se trata sólo de construir una en la que uno pueda
reconocerse entre los italianos, sino que es necesario afrontar la necesidad de
encontrar una forma de memoria que pueda mantener unidos también a los nuevos
italianos. ¿Realmente creemos que basta con una invitación a conmoverse por las
víctimas y a participar en el duelo, una invitación además dirigida a quienes
tienen otros duelos que procesar y otras heridas que curar? La Historia no es
una isla feliz, inmune a la victimización de la memoria. Ambos términos están
demasiado entrelazados como para proponer uno en oposición al otro.
Invocar más historia y menos
memoria, más conocimiento histórico y menos sentido común, es poder desatar un
enemigo a combatir, identificándolo en los lugares comunes envenenados por los
estereotipos y los prejuicios.
La memoria pública es un
"pacto" en el que acordamos qué retener y qué dejar caer de los
acontecimientos de nuestro pasado. El árbol genealógico de una nación se
construye sobre estos acontecimientos. Son los pilares sobre los que se
asientan los programas escolares, los lugares de memoria, los criterios de
exposición de los museos, los calendarios de fiestas cívicas, las prioridades
que se proponen en el gran escenario del uso público de la historia, las
opciones a partir de las cuales se orientan todos los sentimientos del pasado
que recorren nuestra existencia colectiva. Los fundamentos de ese
"pacto" cambian según las diversas "fases" que marcan el
proceso histórico de una nación. Hace veinte años, la clase política surgida
del colapso de la Primera República fue llamada a emprender un amplio ejercicio
de "refundación". Se trataba, entre otras cosas, de renovar todo un
aparato simbólico, ese conjunto de prácticas de carácter ritual en las que un
sistema político basa su legitimidad. Veinte años después, constatamos un
auténtico fracaso.
De hecho, el pacto fundacional de
nuestra memoria no se sostiene hoy más que por el dolor y el luto que surgen
del recuerdo de las "víctimas". De la mafia, del terrorismo, de la
Shoah, del foibe, de las catástrofes naturales, del deber, víctimas, siempre y
sólo víctimas. El dolor de cada una de ellas, para ser reconocido, debe
prevalecer sobre el de las demás. Para emocionar, conmover, provocar consenso, hay
que gritar el sufrimiento, a ser posible por televisión; y cuanto más se grita,
más se traspasan las barreras de la audiencia y de la escucha. Casi como si las
emociones fueran mercancías y que es el mercado el que impone sus reglas, al
controlar la oferta y la demanda. Pero no es al mercado al que se le puede
pedir que construya una forma de bien común, y mucho menos una religión civil.
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