El golpe militar
que con extrema violencia acabó con el régimen democrático chileno, tras casi
tres años de ininterrumpida labor de desestabilización llevada a cabo por el
gobierno de Estados Unidos, abarcando una conjura civil y militar que buscaba
impedir por la fuerza el plebiscito popular sobre reformas importantes en la
propiedad de la tierra y en los derechos de los trabajadores, supuso para la
izquierda y los demócratas de todo el mundo una terrible sensación de horror,
indignación y asco antes la rebelión militar. Nunca se había bombardeado el
palacio presidencial, nunca el ejército chileno había tomado partido contra la
institucionalidad constitucional y democrática del país. Y jamás con la extrema
violencia represiva que inmediatamente se materializaría en los millares de
detenidos concentrados en el estadio nacional.
El golpe militar chileno encabezado
por Augusto Pinochet, criminal y corrupto personaje, se desarrolló a través de
detenciones, torturas, y la inauguración de la práctica de los desaparecidos
como forma de negar la propia existencia del asesinato político emprendido. Anticipó
además la estación de los golpes militares en todo el cono sur, y haría
tristemente famosa las operaciones de coordinación de los servicios secretos
militares que extenderían su labor criminal por Argentina, Uruguay y Brasil. En
Chile además el golpe tenía un importante apoyo civil que buscaba la reversión
de todas las reformas sociales y la aniquilación de la capacidad organizativa
de la clase trabajadora en sindicatos y en partidos. La dictadura impuso un
plan laboral – que quería ser llamado en su momento plan sindical – para le incorporación
de un esquema económico fuertemente basado en las enseñanzas de la llamada
escuela de Chicago, que generó la atomización sindical en torno a los centros
de trabajo, la eliminación virtual de la negociación colectiva y la huelga, la desaparición
de la seguridad social y su sustitución por el sistema de capitalización en
torno a las AFP, la privatización de los principales servicios públicos del
país y la negación de cualquier elemento redistributivo en términos fiscales.
Todo ello en un contexto de fuerte represión física, despidos masivos por
razones ideológicas y el enriquecimiento acelerado de la casta militar en
premio a su trabajo de destrucción y de sufrimiento.
En España vivíamos en dictadura, aunque
ya en la etapa que se denominaba de tardofranquismo. Pinochet admiraba a
Franco, emitió un sentido comunicado de condolencia cuando Carrero
Blanco, el 20 de diciembre de ese mismo año, murió en atentado en la llamada
operación ogro y asistiría al entierro del dictador español con su capa blanca y
su uniforme militar de bruñidas medallas en diciembre de 1975, cuando
finalmente el viejo, enfermo y sanguinario tirano – que había firmado las
cinco últimas penas de muerte en septiembre del mismo año en que habría de
morir - dejó de ser protegido en su
agonía por el brazo incorrupto de Santa Teresa.
El golpe militar en Chile fue
saludado con entusiasmo por la prensa del momento. Especialmente activa, la
portada del ABC del 12 de septiembre que adorna esta entrada. Decía la portada
de este periódico, que “Cae Allende”, sin mencionar cual había sido su final. Y
explicaba así su postura: “Contra el caos creciente, contra la vía al
socialismo de Allende que ha arruinado al pueblo chileno, contra la amenaza de
una dictadura marxista, contra el desastre absoluto social, económico y
político del país; en defensa de la paz, del orden, de la ley, de la libertad,
de las conquistas sociales de los trabajadores, del diálogo y la convivencia
normales se ha alzado el Ejército de Chile, columna vertebral de la nación y
única posibilidad de salvación, hoy, para el entrañable país hermano, merecedor
de mejor suerte. Ojalá que los militares, una vez cumplida su misión quirúrgica
de urgencia, devuelvan a Chile al normal ejercicio de la democracia dentro de
las líneas constitucionales de aquel Estado hispanoamericano”.
No es lo más importante recordar
la infamia de esa opinión claramente alineada con la violencia terrible y sin
ambages de la represión, lo que se definía como “misión quirúrgica de urgencia”,
y que replicaba en 1973 el argumento de la rebelión militar contra la II
República y la guerra civil española. Como de costumbre, la muerte y la
destrucción de la democracia se justificaba sobre la defensa de la paz, del orden,
de la libertad, el diálogo y la convivencia normales – es decir justo lo
opuesto de lo que se estaba llevando a cabo por los militares chilenos – e
incluso, lo que ya es verdaderamente un sarcasmo, “por las conquistas sociales
de los trabajadores”. El ejército es así el salvador de la patria y para ello
debe hundir el sistema democrático, impedir que las mayorías expresadas
electoralmente pudieran establecer el rumbo político del país.
Recordar la infamia es aun más
necesario cuando hoy aún, con ocasión del 50 aniversario de ese acto bárbaro de
violación del sistema democrático y de conculcación de derechos humanos, el
sustrato básico de este discurso se sigue manifestando por algunos de creadores
de opinión. Así ha sucedido con el artículo de John Müller, periodista chileno y subdirector
de el Mundo, quien resume este aberrante episodio histórico como “el
fracaso de la vía al socialismo de Allende” las mismas palabras que se
utilizan en la portada del ABC que expresaba su irrestricto apoyo golpista.
Sigue la infamia y es
indispensable denunciarla, tanto ahí como en el discurso de la extrema derecha
chilena que lo asume como propio, negando a hablar de golpe de estado y justificando
claramente el magnicidio y la destrucción de la democracia. Frente a ello, la
memoria de Allende sobresale porque supuso la oportunidad histórica de
avanzar por la vía democrática en la construcción de una sociedad más igualitaria,
en la que la condición subalterna de las clases populares fuera revertida a
través de medidas reformistas de fuerte impacto social y económico. Se abría así
un experimento político cuya relevancia trascendía la propia experiencia chilena
y justo por ello fue abortado con la injerencia inaceptable de Estados Unidos,
por lo que ahora el gobierno de este país debería pedir excusas ante la historia. De ese fracaso
surgirían otras reflexiones muy diferentes en el seno de la izquierda
latinoamericana, desde la insurrección a la lucha armada como única forma de
rebatir la dictadura y el plan criminal de los estados militarizados, pero
también en Europa la necesidad de un compromiso histórico que permitiera una transición
democrática hacia la profundización de la democracia.
Allende es pues el
presidente mártir que ofrendó su vida por sus ideales democráticos. Quienes
quieren mostrarlo aun como una “amenaza” se definen solos como partidarios de
la tiranía y la dictadura frente a la capacidad real de los pueblos de decidir
su propio destino. En estos cincuenta años Chile sigue estando en el corazón de
los demócratas y la figura de su presidente crece en significado y en relieve cada año, mientras que sus verdugos solo son recordados como personajes
nefastos que desaparecen en el sumidero de la historia.
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