En las fotos, el organizador del Seminario, Lorenzo Gaeta en su despacho de la Facultad y, más abajo, los ponentes del mismo junto con otros exponentes del Ateneo sienés, reflexionando sobre las lecciones de su charla.
Bajo el título “La crisis, el trabajo, los derechos”, el
Departamento de Derecho de la Universidad de Siena, en el marco del programa de
doctorado en instituciones y derecho de la economía, organizó el pasado 7 de
diciembre, un seminario, dirigido por Lorenzo
Gaeta, en el que participaron, por este orden, Paolo Pascucci, de la Universidad de Urbino, Antonio Baylos, de la UCLM, Antonio
Lettieri, Presidente del CISS en Roma, Mario
Rusciano, de la Universidad de Nápoles, y Umberto Romagnoli, de la Universidad de Bolonia. El acto se celebró
en el aula magna de la Facultad, que estaba particularmente repleta de
estudiantes, además de un nutrido grupo de profesores de la universidad de
Siena – Giovanni Orlandini, Antonio
Loffredo, Lola Santos, Bruno Fiorai, Lara Lazzeroni, Claudia Faleri, Federico
Siotto, Simona Naimoli – estudiantes de doctorado que provenían de otras
sedes universitarias, de Nápoles o de Catania – como Marialaura Birgilitto, que ha hecho su período de investigación en
Ciudad Real – e incluso profesores visitantes de universidades españolas, como Miguel Angel Almendros, de la
Universidad de Granada.
El acto mantuvo un fuerte
carácter crítico con la situación actual. En especial se analizó la experiencia
italiana, comparándola con la española, abordándola desde diferentes ángulos.
Un punto de partida común, sin embargo, resultó ser la referencia a Europa. Una
referencia que se solía realizar a las políticas de austeridad y sus efectos
nocivos, pero también en cuanto a sus objetivos reales, cada vez menos ocultos,
obligar a los países del sur de Europa a poner en marcha, a cualquier precio,
un inmenso programa de des-regulación en materia laboral y social que se
inscribe en un paradigma claramente neoliberal como único método de salida de
la crisis. En el nivel jurídico-político, esta situación suscita dudas muy
importantes. La primera, qué sentido tiene hablar de la armonización de los
sistemas sociales de los estados miembros de la Unión Europea en torno a los
valores del art. 9 del Tratado de Funcionamiento de la Unión (TFUE), es decir, “la
promoción de un nivel de empleo elevado”, “la garantía de una protección social
adecuada”, la “lucha contra la pobreza” y “un nivel elevado de educación,
formación y protección de la salud humana”, si el modelo social que estos
países se ven obligados a adoptar es un modelo regresivo, que reduce los
niveles de protección social y degrada las garantías del empleo y del trabajo
en un contexto de desempleo masivo. Se aprecia por consiguiente una escisión
muy grave entre una legalidad europea construida sobre unos valores basados en
un estado social desarrollado y una crisis que no es sólo económica ni
financiera, sino que es una propia y verdadera crisis social, que provoca el
incremento exponencial de la desigualdad y que anula y subvierte la validez de
las reglas fundamentales del funcionamiento de la Unión Europea.
Y, en ese mismo sentido, qué
sentido tiene seguir hablando de subsidiariedad de la intervención de las
instituciones comunitarias europeas cuando la Comisión adoptó el 8 de noviembre
de 2011, hace apenas un año, el que se viene a llamar six pack, un conjunto de cinco reglamentos y una directiva en la
que se establecía el control externo de las economías nacionales para prevenir
los desequilibrios macroeconómicos y garantizar la “sostenibilidad” de las
finanzas púbicas. El Pacto de crecimiento y de estabilidad, la corrección de
los “desequilibrios excesivos”, la reducción de la deuda pública y el principio
de equilibrio presupuestario, llevan aparejado un mecanismo de sanción a los
estados incumplidores mediante un mecanismo de mayoría cualificada inversa de
muy dudoso encaje en la legalidad comunitaria, y la reducción generalizada de
los niveles de protección social en todos los países “desequilibrados”. En ese
sentido, la acción de la Comisión Europea impide la adopción en cada estado
miembro de un programa propio de reacción frente a la crisis que defina una
propia estrategia de sus políticas y acciones de gobierno, con independencia
además de la opción conservadora o progresista que haya elegido el cuerpo
electoral. El déficit democrático europeo aparece en este caso de forma
particularmente dramática, como una imposición de orden estrictamente económico
derivada del “mando” financiero europeo, hecha suya por la dirección política
de la UE, y que se confronta directamente con el marco constitucional de cada
estado nacional construido en torno al estado social y al derecho al trabajo
como eje de la convivencia política y la cohesión social.
En el caso italiano, la crisis
podría haber posibilitado, a partir de la caída del gobierno Berlusconi y su sustitución por un gobierno “técnico”
apoyado por los dos grandes partidos de centro-izquierda y centro-derecha, una
revisión de la estructura política y conceptual del estado social italiano, una
forma de repensar la política industrial, el sistema crediticio, y el sistema
de garantías del empleo, pero no ha sido así, al contrario. El camino hacia la
desregulación que ha emprendido Monti se ha visto jalonado de hitos inconcebibles en un sistema de
relaciones laborales tan elaborado como el italiano. En especial respecto a dos
elementos clave, el sistema de fuentes, mediante la alteración del principio de
inderogabilidad en la disposición de la época berlusconiana – no alterado por
el gobierno “técnico” – según la cual un acuerdo de empresa puede
inaplicar disposiciones del convenio colectivo nacional del sector, pero
asimismo derogar disposiciones legales en ese punto concreto, y la
fragmentación de las tutelas frente al despido ilegítimo en el art. 18 del
Estatuto de los Trabajadores, acabando con la regla general de la readmisión
forzosa como respuesta a los despidos injustificados. Ambos puntos deberían ser modificados por un gobierno de centro-izquerda si se cumplen los pronósticos para las elecciones de marzo 2013, pero hasta que llegue ese momento - y en previsión de que no se aborde ninguna iniciativa en ese sentido - son objeto de un procedimiento de
participación popular para lograr que sean sometidos a referéndum y expulsados
del ordenamiento jurídico. En España, por el contrario, la llegada al poder del Partido Popular
descartaba desde el inicio cualquier esperanza de cambio sobre el deslizamiento del
gobierno socialista hacia posiciones de reforma en clave de flexibilización y
de restricción de la mediación colectiva y sindical.
La reforma española del 2012 - que ha sido explicada en sus aspectos laborales al lector italiano por Maria Dolores Santos en un artículo muy
enjundioso publicado en el fascículo 3 de la Rivista Giuridica de Diritto del Lavoro e della Previdenza Sociale
(2012) - se caracteriza por la conjunción
de tres líneas de fuerza. La demolición del sector público, con la expresa
presencia de intereses privatizadores muy claramente localizados en sectores
cercanos a los poderes públicos que buscan,
en su afán incesante de acumular ganancias y encontrar nuevas fuentes de
ingresos, la apropiación de los sectores
de la sanidad y la educación, para posteriormente recalar en la seguridad social,
se une a la desregulación de las relaciones laborales y la vigorización del
poder privado del empresario, junto con el asedio legislativo a la negociación
colectiva y al gobierno sindical de la misma, con la exaltación de la empresa
como territorio de la flexibilidad y de la productividad autorreferente. Frente
a ello, la movilización ciudadana y social es enorme, pero se encuentra con un
muro de desprecio antidemocrático y de ignorancia civil por parte del gobierno.
Una situación que puede complicarse en términos de gobernabilidad y de
crispación social en un plazo relativamente corto.
Porque como se subrayó en este
seminario, el lenguaje que se emplea por el poder político - es decir,
económico-financiero – para explicar y anunciar las “reformas estructurales” o las “medidas
de contención del gasto público”, es un lenguaje de guerra. Como el que se empleaba
cuando, en efecto, existía una situación bélica y era necesario adoptar medidas
de extrema excepcionalidad. Lo que sucede es que se trata ahora de una guerra de
clase, legalizada por el Estado bajo la falsa cientificidad de los imperativos
económicos, y que se proyecta de arriba -los que mandan, los ganadores - a abajo - los vencidos, los que obedecen y padecen el dominio de clase. Es cierto además que
la gravedad de la situación radica – como le gusta advertir a Romagnoli – que la lucha de clases así
configurada encuentra aceptación incluso entre amplios estratos de los
perdedores, a lo que se añade la impotencia de los sujetos colectivos y sus
figuras sociales para poder modificar la situación, en un marco institucional
en el que el momento político-electoral está enajenado de los mecanismos
participativos de la representación política y se inserta en el dominio
mediático de la opinión pública y en el apoderamiento burocrático de la
competencia electoral.
Frente a la desregulación y a la
violación palpable del patrimonio de los derechos laborales y sociales sólo
cabe la reivindicación de una civilización democrática. Una ruptura democrática
de las instituciones europeas y un desbordamiento social y político del marco
nacional de las políticas de austeridad en un programa de re-democratización de
nuestras sociedades. Este es el único camino para salir de la crisis. Y esa ha sido la lección que se extraía del seminario de Siena.
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