En la rúbrica Contrapoder que publica el digital eldiario.es se ha estado hablando
durante estos días previos al comienzo de la campaña sobre el proceso y los
contenidos de una profunda revisión de la Constitución de 1978 en el marco de
un proceso constituyente. Adoración
Guamán, que entre otras muchas cosas es profesora titular de Derecho del trabajo en la Universidad
de Valencia, Directora de la Fundación Europa de las Ciudadanas y de los
Ciudadanos (del Grupo Izquierda Unida-Izquierda Nórdica) publicó ayer un
artículo sobre la necesaria reformulación constitucional del derecho al trabajo
que por su interés evidente y conexión con este blog se reproduce a
continuación, coincidiendo con la festividad que homenajea la constitución democrática de 1978. Con ello se pretende seguir alimentando el debate y la reflexión
sobre ciertos aspectos del posible proyecto de sociedad y de Estado que
contribuiremos a formar a partir de las elecciones del 20 de diciembre próximo,
alejados en la medida de lo posible del brillo catódico y de los espasmos
publicitarios de la llamada campaña electoral que nos bombardea desde las
televisiones, radios y medios de comunicación empotrados en el poder económico.
Que el derecho al trabajo y los derechos a él vinculados han sufrido una
degradación sustancial y acelerada en los últimos años es una realidad
irrefutable. Sobre la destrucción del tipo de empleo estándar (indefinido, a
tiempo completo, con plena cobertura de la seguridad social y con salarios
capaces de desvincular a trabajador, masculino, de la pobreza y con él a su
familia) se extiende sin frenos otro modelo basado en la precariedad e impuesto
y aceptado bajo la presión insoportable del desempleo. La respuesta a esta
situación de desempleo y precarización, que es reconocida y sentida por las
mayorías sociales como el problema más importante de nuestra sociedad, debe ir
más allá de una propuesta de parches o remiendos al modelo laboral vigente. Al
contrario, ante la gravedad del momento deviene imprescindible la adopción de
un prisma tan amplio como la magnitud del problema a resolver y para ello
debemos repensar el modelo de trabajo con el que queremos convivir y el
reconocimiento constitucional que queremos darle para asegurar una correcta
promoción y protección del mismo.
Abordar la tarea de repensar y replantear el reconocimiento constitucional
del trabajo y sus derechos implica solventar tres interrogantes fundamentales:
¿qué parte de responsabilidad en esta degradación laboral tiene la Constitución
española de 1978 (CE)?; ¿por qué el reconocimiento del derecho al trabajo en el
art. 35.1 de la CE no ha sido un dique de contención frente a las políticas
laborales precarizadoras?; y ¿sería posible otra regulación del trabajo que
reconociera y protegiera el trabajo digno en el plano constitucional?
La respuesta a estas cuestiones no es, desde luego, sencilla ni está exenta
de debate. No cabe duda de que el proceso de transformación hacia la
generalización y la asunción del empleo precario ha transcurrido por la vía de
facto, a través de la “normalización” social de un trabajo vaciado de derechos.
Pero este nuevo modelo de empleo precario también se ha asentado por la vía de
iure. Desde mediados de los años ochenta y a través de sucesivas reformas
laborales, los distintos gobiernos del bipartidismo han vaciado el estatus
jurídico del trabajo, en una operación de devaluación programada que se ha
acelerado en los últimos años bajo la dirección de la Unión Europea y de sus
políticas de gobernanza económica y austeridad que han marcado la política
laboral española (y la griega, chipriota, portuguesa, italiana…). Todo esto ha
ocurrido sin que el reconocimiento del derecho al trabajo en el art. 35.1 CE o
los a él conexos hayan podido ser utilizados para imponer mínimos inamovibles o
fronteras de no retroactividad en cuanto a la protección de los derechos
laborales.
Esta debilidad del reconocimiento constitucional del “deber de trabajar y
el derecho al trabajo” se ha hecho cada vez más evidente. Como punto de partida
cabe recordar que el art. 35.1 CE incorporó una plasmación muy débil de este
derecho, de las más escuetas de nuestro entorno constitucional y a años luz de
experiencias constitucionales más recientes y garantistas. Pero el problema no
solo ha sido el lacónico contenido del artículo, sino las exiguas garantías a
él asociadas. Aquí radica sin duda una de las principales carencias del texto
de 1978: las deficientes y escasas garantías que se incorporaron respecto de
los derechos sociales y el estatus degradado de los mismos en relación al resto
de derechos fundamentales. Ambos condicionantes colocaron desde el principio a
los derechos laborales en una posición altamente vulnerable. Aun así y durante
una primera etapa, fundamentalmente los años ochenta y hasta mediados de los
noventa, las carencias del citado artículo constitucional quedaron compensadas
por la acción de un Tribunal Constitucional que se comprometió con una
jurisprudencia “de relleno” y garantista.
En este sentido, el alto tribunal llegó a afirmar, por ejemplo, que del
art. 35.1 CE se derivaban una serie de garantías, como la estabilidad en el
empleo, que el legislador debía respetar dado que el derecho del trabajo tenía
como vocación ser un ordenamiento “compensador” de la desigual situación de
poder entre empresarios y trabajadores. Pero aquella época pasó y el mismo
texto lacónico que inspiró aquella jurisprudencia garantista ha inspirado la
más reciente, de carácter restrictivo y degradador. El Tribunal Constitucional,
ahora bajo la batuta de un profesor de derecho del trabajo, exmilitante del
Partido Popular, ha vaciado aquel reconocimiento anterior, afirmando, por
ejemplo, que no existe un “modelo constitucional” de relaciones de trabajo y que
el legislador tiene un amplio margen de opción para desarrollar el derecho
constitucional al trabajo según la coyuntura económica del momento y su
orientación política.
¿Podría haberse evitado esta degradación del derecho al trabajo si en la
Constitución se hubiera incluido un contenido más amplio y robusto del mismo?
En mi opinión sí y por ello no cabe duda de la necesidad de reconfigurar desde
el punto de vista jurídico constitucional el derecho al trabajo y su contenido.
Pero no podemos caer en antiguos errores. La regulación del trabajo hoy debe
repensarse desde sus raíces. El propio concepto de trabajo debe redefinirse de
manera amplia para sobrepasar las relaciones de trabajo asalariado clásicas e
integrar los distintos planos socio-laborales de nuestra realidad. En este
sentido, podemos redefinir trabajo, entendiendo dentro de este concepto toda
aquella actividad que genere un valor para la sociedad e incluyendo muy
particularmente todas las acciones de cuidado y asistencia. Solo sobre esta
definición, pensada y fraguada entre todas y todos a través de un proceso de
empoderamiento y participación (constituyente), podemos comenzar a proponer
nuevos contenidos para otra constitucionalización del trabajo.
Queda, por último, el debate sobre qué contenidos podrían proponerse. En mi
opinión, si queremos proponer y mantener un trabajo compatible con una vida
digna debemos asegurarlo con un reconocimiento constitucional lo
suficientemente robusto para no ser de-constitucionalizado por la acción del
legislador, ni completamente vaciado por interpretaciones jurisprudenciales
restrictivas. Esta propuesta de una constitucionalización robusta y más
detallada de los derechos laborales tiene sin duda muchos detractores que
prefieren una Constitución de mínimos en lo laboral, alegando que debe darse un
margen al legislador para ajustar las normas laborales a las exigencias de los
“mercados”.
Frente a este discurso dominante, tal vez ha llegado el momento de plantear
con seriedad la necesidad de un modelo alternativo basado en la protección de
los derechos de las mayorías sociales a cuyo reconocimiento y protección
debería adaptarse el comportamiento de los actores económicos en el mercado.
Evidentemente, debería mantenerse ese margen de negociación entre actores sociales
tan necesario para el funcionamiento de las relaciones de trabajo, pero el
reconocimiento constitucional amplio y suficiente del trabajo y sus derechos,
repensado y decidido entre todas y todos, se plantea como imprescindible para
alcanzar un modelo de convivencia en el que podamos tener una vida digna.
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