Mientras que antaño se rebuscaba en cajones
y carpetas para encontrar viejos papeles, hoy hacemos lo mismo en discos duros
externos, antiguos archivos en ordenadores no usados, carpetas demasiado tiempo
olvidadas en los entresijos de C://. En una de estas búsquedas, he dado con el
boletín que José Luis López Bulla
elaboraba allá por el año 2005 – o sea hace más de una década – y que era el
directo antecedente de lo que luego sería el blog decano de Parapanda, Metiendo
Bulla. En la época, la utilización del correo electrónico a una lista
de amigos – cofrades – era el mecanismo más sencillo para compartir documentos
o enviar reflexiones.
El llamado “boletín” tenía un nombre tan llamativo
como sugerente, en especial para aquellos cofrades que podíamos denominar con
acierto “triperos”, puesto que tomaba el nombre de uno de los platos excelsos de
la gastronomía catalana y por ende mundial (todavía no global) : Peus
de Porc. Lo que en mi casa se llamaban “Manitas de cerdo” y que lucían radiantes en la fuente en el medio de
la mesa de comedor, para alegría mía y de mi anciana tía Tere, que ensalivaba
solo contemplarlas. Un título por tanto plenamente evocador para mi de mi
juventud y mi infancia que me transportaba además a los distintos sabores y
texturas de los peus de porc aderezadas
a lo catalán y no a lo riojano como estaba habituado.
Pero dejemos las referencias culinarias y personales. El
Boletín “completamente de gañote” para los cofrades iba numerado, y aunque no
tenía una periodicidad estable, venía a salir cada diez o quince días, si mal
no recuerdo. En él se contenía una reflexión sobre algún tema monográfico, o se
recogía una opinión de algún autor especialmente interesante, o se comentaba
alguna noticia. Siempre sobre el filo del trabajo y del sindicato, que era el
hilo conductor del Boletín.
Hay muchos textos de aquella época, pero en esta
ocasión hemos rescatado una reflexión sobre el tiempo de trabajo. Y lo hemos
hecho porque es un tema guadianesco que aparece y desaparece del discurso y de
la narrativa de las reivindicaciones sindicales. Se lo he comentado a mi amigo Paco Trillo, experto reconocido en este
tema – como en tantos otros- y me ha contestado, de forma neta, que el texto
que López Bulla ya escribiera en 2005 es actualmente aprovechable y de evidente
interés. Y ha añadido textualmente: “Creo que la pregunta que lanza está aún
sin responder. Quizá por ello la reducción del tiempo de trabajo sigue estando
en el baúl de los recuerdos”.
Veamos por tanto lo que decía el autor del Boletín
hace más de once años. Que no son nada, como todos sabemos.
PEUS DE PORC (NÚM. 19)
Boletín completamente de gañote para Cofrades que
están al tanto.
Tema: Carta de Peusdeporc IV a la Cofradía.
Nota: Se han eliminado las fotos (o retratos) porque
el correo electrónico me devolvía los envíos. Será algún ziezo.
Hace unas
semanas los trabajadores franceses se han tirado a la calle en pos de la
reducción de la jornada laboral. Se trata de una movilización que se inscribe
en el contexto que todos conocemos: el tosco ataque de las empresas (sobre todo
alemanas, aunque también algunas francesas) contra los tiempos de trabajo que
anteriormente se habían conquistado, mediante la amenaza generalizada de: o se
incrementa la jornada laboral o me voy con los bártulos a otros lugares que no
serán tan tiquismiquis como vosotros; a cambio de vuestra aceptación veremos si mantenemos la plantilla o
miraremos que las rescisiones de contratos tengan el menor coste posible.
Ni que decir tiene que tales amenazas están dando el
resultado que deseaban las empresas: el número y el nombre de todas ellas están
en la mente. Menos mal que tamaña fiebre no ha llegado, todavía, a nuestros lares. Todavía, y será bueno saber por qué.
Aunque, tirando un poco del archivo de mi memoria, caigo en la cuenta de que,
hace algunos años, algo similar les ocurrió en Pirelli (Manresa).
Los
franceses, digo, se han tirado a la calle reivindicando la semana de las 35
horas. Las preguntas que me vienen al magín son las siguientes: ¿hay entre los
sindicatos franceses un proyecto unitario capaz de conseguir y gestionar la
cosa? ¿han verificado, cada cual en su casa y todos juntos entre sí, qué ha
ocurrido con la famosa ley de las 35 horas que hizo aprobar la Ministra de
Trabajo en el gobierno Jospin? ¿se volverá a repetir la extraña experiencia del
convenio del metal famoso, firmado por todos los sindicatos metalúrgicos,
excepto la Cgt, cuando, estando en mantillas la ley Aubry, convinieron en
elevar escandalosamente el cómputo legal de horas extraordinarias, rellenando
así el tiempo que había rebajado la famosa ley? Pero la pregunta de fondo es la
que formulaba Miquel Falguera en el seminario que organizó el CERES (publicado
en el cuadernillo número 8) sobre la reducción y reordenación de los salarios
en 1998, esto es: ¿para qué? Por su interés, intentaré recuperar
el material de aquel seminario.
La
pregunta de “¿para qué se quiere la reducción del tiempo de trabajo?” tiene
algo que ver con las razones que, en sus diversas etapas, ha contemplado el
sindicalismo confederal a la hora de exigir la reducción de la jornada laboral.
Las primeras batallas inglesas de mediados del siglo XIX, que tanta influencia
tuvieron más tarde en Europa, orientaron la acción colectiva a vincular
la exigencia de la disminución del tiempo de trabajo con la reconquista de la
vida familiar y la necesidad de la formación cultural. Este vínculo no estuvo,
inicialmente, claro para todos, como lo demuestra la monumental reseña que
hicieron Sydney y Beatrice Webb, pero poco a poco fue ganando el suficiente
terreno para convertirse en un lema central y asumido en una considerable
proporción de masas. El vínculo, pues, parecía claro: el mismo Marx
insiste machaconamente en que la reducción del tiempo de trabajo está
relacionado con la necesidad de la formación cultural y profesional: el famoso
general intellect, al que hacía mención el legendario don Carlos. Y, más tarde, la batalla española, en las
primeras décadas del siglo pasado, por los Tres ochos (ocho horas de
trabajo, ocho horas para la formación cultural y ocho horas para el descanso)
establecen con enorme claridad el sentido de la exigencia de reducción de la
jornada laboral. De manera que (con más o menos capacidad de proyecto), se
fijaba un hiato lo suficientemente atractivo, capaz de convertirse en un
banderín de enganche. Esta batalla tuvo, en efecto, sus consecuencias: las
legislaciones de algunos países europeos fijaron, en mayor o menor medida,
reducciones de los tiempos de trabajo. Y, a pesar de las voces catastrofistas
de los sectores empresariales más casposos, la economía siguió funcionando y el
Sol seguía saliendo puntualmente a su hora acostumbrada.
Más
adelante, el movimiento sindical vuelve a la carga: hay que rebajar el tiempo
de trabajo de la semana laboral. Y, tal vez intuitivamente, en el caso español,
se repropone un vínculo que, a finales de los setenta, es: descenso del tiempo
trabajo para crear empleo. La acción
colectiva tiene ahora la ventaja del instrumento negocial del convenio
colectivo. Se trata de un comportamiento que también da sus frutos, aunque esta
presión ya no cuenta con la “homogeneización” de antaño sino con las
particularidades de cada negociación de empresa o sectorial. En todo caso, el
vínculo es claro: menos tiempo de trabajo para que haya más empleo. Pero esta
ecuación tiene sus límites: de un lado, la innovación tecnológica y, de otro
lado, que, ante cada reducción horaria, los mismos trabajadores “rellenan” el
tiempo liberado con un elevado volumen de horas extras. Así pues, el vínculo
propuesto se va debilitando. Pero, en todo caso, equivocado o no, el
sindicalismo español afirma que la exigencia está relacionada con algo
concreto.
Es verdad
que, en unos primeros momentos, la reducción horaria tuvo algunos efectos en la
creación de empleos, pero (la verdad sea dicha) la cosa era menos lineal de lo
que el movimiento sindical había pensado. A continuación, el círculo
virtuoso --menos tiempo de trabajo es
igual a más ocupación-- empezó, primero, a agrietarse y, después, a convertirse
en un callejón sin salida. Para colmo, la innovación tecnológica se entrometió
en el planteamiento sindical y le complicó la vida: a cada reducción horaria,
el dador de trabajo respondía innovando la maquinaria, y ésta provocaba
posteriormente ajustes de plantilla. La paradoja que apareció fue la siguiente:
una parte de los trabajadores que había luchado por la reducción horaria se
veía despedida porque el empresario había introducido nuevas máquinas, nuevos
chirimbolos tecnológicos, y el resto de los que permanecían en la fábrica
rellenaban el tiempo con horas extras. Pero el movimiento sindical no estaba
dispuesto, así como así, a renunciar a la “teología” del vínculo entre
reducción horaria y creación de empleo. Y, en ese contexto, aparece la consigna
de las 35 horas. Una consigna que --¿no es verdad?-- está apadrinada, al
alimón, por los sectores reformistas y los maximalistas del sindicalismo y la
izquierda política.
Ahora
bien, la movilización de las 35 horas tuvo un defecto original: el paraíso
terrenal que prometían tanto los reformistas como los maximalistas no estaba
situado en los grandes horizontes europeos sino país por país. Pero este
pecadillo venial no fue lo más clamoroso. Comoquiera que ya era claro que no
existía círculo virtuoso entre reducción horaria y creación de empleo, la
reivindicación no disponía ya de vínculo orgánico con ningún objetivo. O sea,
las 35 horas era una variable independiente: se motivaba porque sí. ¿Será una
crueldad afirmar que acabó siendo una cacotopía, es decir un lugar feo? (Tomo prestada esta palabra del
profesor Juan Ramón Capella) De un lado,
los sectores reformistas la mantenían porque no podían quedarse con el culo al
aire; de otra parte, los maximalistas la transformaron en teología
reivindicativa. Pero, ciertamente, unos y otros lo hacían con la boquita así de
pequeñita.
Así pues,
lo cierto es que una batalla de estas características se encuentra ahora sin
relación entre la cosa y para qué queremos esa cosa. Este, me
parece, es el sentido de la pregunta del ¿para
qué?
en aquel coloquio. No existe vínculo, y ello está claro en las recientes
movilizaciones francesas. Lo que, en principio, las connota como un ejercicio
defensista y sin salida clara. Más todavía, esta ausencia de vínculo relacional
tiene ahora una novedad: así como en los viejos antaños se fijaba un nexo
homogéneo (la formación o la creación de empleo), ahora parece manifiestamente
imposible establecer un vínculo homogeneizador. Porque la concepción del tiempo
ya no es homogéneo: cada subjetividad tiene una concepción diferente y, en
muchas ocasiones, contrario a las del resto. Hablando en plata: de los
cuarentones para arriba se tiene una concepción radicalmente diversa de la que
disponen los jóvenes y las mujeres contemplan el tiempo de un modo distinto al
de los varones. El primer toque de alerta sobre esto lo da Isidor Boix
relatando su experiencia del convenio de Michelín en Vitoria en 1997. Diré, de
paso, que la diferente concepción del tiempo entre hombres y mujeres es uno de
los grandes problemas que tiene la conciliación de la vida laboral con la
familiar. Aventuro la siguiente hipótesis: mientras las negociaciones
colectivas tengan una cultura del tiempo preponderantemente masculinista, los
avances sobre dicha conciliación serán irrelevantes.
Por otra
parte, tengo para mí que un proyecto de reducción del tiempo de trabajo debe
contemplar también la compatibilidad entre dicha disminución y el resto de las
variables que conforman el polinomio de la organización del trabajo. Naturalmente me estoy refiriendo a un diseño
que estipulen las compatibilidades, aquellas que entienden,
conflictualmente, el sindicalismo y los dadores de trabajo. Porque, lo cierto
es que hasta la presente se ha contemplado que la reducción del tiempo de
trabajo era algo así como una variable que poco o nada tenía que ver con el
resto de las condiciones de trabajo.
En
resumidas cuentas, o se establece un vínculo --perdón, un conjunto de
vínculos-- entre la (necesaria) reducción de los tiempos de trabajo, como
fundamental prerrequisito para saber el para qué con la fijación de las
compatibilidades ya descritas o la esta operación de reducir los tiempos de
trabajo volverá a saldarse con algo que nadie pronuncia: la derrota. De ahí que piense que las movilizaciones
francesas por la semana de 35 horas no llegarán a buen puerto.
Aclaración:
no he hablado de horarios flexibles. La razón es clara: mientras no se aborden
los tres prerrequisitos mencionados (el vínculo del para qué, las
diversas concepciones del tiempo que tienen las emergentes subjetividades y las
compatibilidades) me parece pura gimnasia pasar a otro estado de la
reflexión. Tal vez la cuestión de fondo para conocer esos prerrequisitos sea
necesaria una magna investigación a calzón quitado. Es decir, una macroencuesta
viva que, organizada por el sindicalismo confederal, implique al mundo
de los saberes y conocimientos.
En
resumidas cuentas, las movilizaciones francesas están condenadas a lo
siguiente: a una nueva derrota o a un movimiento puntual que no hace primavera.
Porque no contempla los requisitos previos para establecer una credibilidad
sostenida entre el conjunto asalariado:
n el vínculo entre lo que se pide y para
qué se quiere,
n las diversas subjetividades en relación
al tiempo,
n el tiempo de trabajo como una variable
relacionada con el conjunto de todas las que forman el sistema de organización
del trabajo.
Naturalmente estos elementos afectan (no sólo a los
franceses) sino al universo de las relaciones laborales europeas. Y, puestos a
ser trascendentes, lo que está en el fondo de la cuestión es: ¿existe una
filosofía sobre el tiempo de trabajo y su relación con el tiempo de vida en los
sujetos que son protagonistas de las relaciones laborales? Sinceramente, si la
hubiera nos habríamos dado cuenta.
Ciudad del Vaticano, 5 de abril de 2005
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