Mientras aguardamos, segun parece, la consolidación de un segundo gobierno del PP tras un año de gobierno provisional, es conveniente recordar alguno de los temas centrales que han preocupado y que justamente preocupan a una gran mayoría de ciudadanos y ciudadanas. Un tema central es el de la Reforma Laboral. Ha pasado suficiente tiempo como para esbozar un análisis valorativo de conjunto, que es el objetivo del presente "post". (En la imagen, el titular del blog saluda a los lectores mientras aborda una frugal colación)
Ha pasado mucho tiempo. El proceso que se abrió en mayo del 2010 de
“reformas estructurales” tras la crisis griega que radicalizó la crisis
económica como causa directa de la degradación de los derechos laborales y
sociales sobre la base de las exigencias de un sujeto normativo
despersonalizado “los mercados” que al parecer exigían – en el caso español
hasta que se promulgó la Ley 3/2012 – una batería de cambios legislativos en
esta materia, tuvo su momento álgido con la llegada al poder en noviembre de
2011 del Partido Popular con mayoría absoluta, que puso en marcha la reforma
más profunda y directa de las relaciones de trabajo al servicio de una
arquitectura institucional que rompió de hecho el pacto constituyente en
materia de democratización del sistema laboral. Desde entonces (2010-2012)
hasta la actualidad ese bloque normativo ha desplegado su existencia,
modificando reglas y prácticas colectivas e individuales, siendo a su vez
afectado por la regulación de la negociación colectiva y la acción
interpretativa de la doctrina judicial. Durante el último año, finalmente, la
dificultad para decantar una mayoría suficiente para el cambio de gobierno, ha
mantenido en un cierto stand by la
siempre activa capacidad normativa del gobierno legislador por causa de
“urgente necesidad”.
El balance final de la reforma no admite, como quiere el PP y su gobierno,
contabilidades creativas. El balance final lo han hecho ya, reiteradamente,
tanto los sindicatos como las principales fuerzas progresistas de este país, y
a ello ha hecho referencia esta propia revista en varias ocasiones. Para estas
organizaciones, la reforma laboral debe ser derogada y sustituida por un
régimen diferente de regulación de las relaciones individuales y colectivas. El
juicio sumario efectuado es extremadamente negativo ante una intervención que
se centra en la remercantilización del trabajo, la vigorización del poder
unilateral del empresario, la debilitación paralela de la acción sindical y la
desresponsabilización del poder público en el cumplimiento de los estándares
mínimos internacionales en materia de relaciones de trabajo.
Los efectos más llamativamente perjudiciales se centran en la devaluación
salarial intensa, la expulsión a la franja de la pobreza a una amplia capa de
trabajadores, el incremento siempre creciente de la precariedad como estado
intermedio entre el desempleo y la informalidad, y la permanencia de un
desempleo de masa que aún en tiempos de la recuperación económica anunciada
como una buena nueva desde hace un año y medio, no desciende de cifras
extraordinarias. Recordemos que sólo en el 2012, la tasa de paro aumentó del
24,44% en el primer trimestre al 26,02% en el cuarto, computando 5.965.400
personas sin trabajo. Las desagregaciones por género, edad y territorio fueron
asimismo escalofriantes. Como lo es la comparación entre la variación del PIB y
el empleo, utilizado en serios estudios que subrayaban la aceleración de la
destrucción de empleo para todos los colectivos laborales en razón no tanto de
la caída o descenso del PIB cuanto de las reformas legales verificadas . La
evolución del empleo en los años sucesivos no contrarió este argumento
evidente. En enero del 2014 la tasa de desempleo se mantenía en un 25%, para
bajar un punto solamente en el año 2015, y estabilizarse en la actualidad –
septiembre del 2016 - en el 20%, con 4.500.000 personas en paro. Además de
ello, el empleo creado es esencialmente precario y temporal, con un gran
incremento del tiempo parcial. De las nuevas contrataciones efectuadas en el
2016, solo un 9% son contratos indefinidos, y en términos generales, más del
25% de los trabajadores españoles son trabajadores temporales, siendo el país
de la eurozona con mayor tasa de temporalidad.
Hay que tener en cuenta lo que estos datos esconden en su frialdad y es que
la pérdida del puesto de trabajo supone la desaparición de derechos
individuales y colectivos que se hacen derivar constitucional y legalmente de
una situación de trabajo en activo. Extinguida ésta, al encontrar un nuevo
trabajo, comienza normalmente de cero en el goce de sus derechos laborales
acordes con la nueva situación profesional que adquiere a partir de esa nueva
inserción en el trabajo activo. Entretanto, sin empleo concreto no goza del
derecho al trabajo activo y por consiguiente de ninguno de los derechos
individuales y colectivos que se derivan de esta situación. Es decir, la
pérdida del empleo implica una degradación en el status de ciudadanía de estas
personas. Y una limitación importante de sus derechos.
El Estado, por consiguiente, alentando y propiciando por una parte una
política de empleo que en su vertiente estimuladora es plenamente ineficaz, y,
de otra parte, imponiendo directamente medidas que destruyen empleo o que
impiden su creación, está realizando una operación de aniquilamiento de
derechos democráticos de ciudadanía. De forma más precisa, al orientar las
políticas de empleo hacia objetivos que impiden la creación de empleo y que
incluso de manera explícita buscan su destrucción, está vulnerando el art. 35
de nuestra Constitución que obliga al Estado a proteger el derecho al trabajo
de los ciudadanos.
La reforma ha generado el aumento de la desigualdad social en líneas
generales al acumular el reparto de la riqueza en los grandes grupos económicos y los dirigentes de
empresa, y a su vez ha aumentado la desigualdad en el seno de los trabajadores
entre aquellos protegidos por la negociación colectiva – pese a que la tasa de
cobertura ha descendido entre cinco y diez puntos – y los que se encuentran
fuera de esta, en el espacio de la precariedad y el trabajo informal o
irregular.
No menores son los resultados en el interior de los instrumentos jurídicos
de control de la validez de las normas jurídicas laborales. Especialmente en lo
relativo al control de constitucionalidad de las mismas, que como se sabe ha
sido en este tiempo de desarrollo de la aplicación de la reforma, sometido
repetidamente a enjuiciamiento del Tribunal Constitucional el cual, por mayoría
de sus miembros ha rechazado, también reiteradamente, los motivos de
inconstitucionalidad esgrimidos. Lo más negativo de este juicio de
constitucionalidad ha sido la doctrina que en autos y sentencias ha sentado el TC sobre la posible afectación
del derecho al trabajo del art. 35 o del derecho de negociación colectiva del
art. 37.1 , en la que el contenido esencial de éstos se configura como un espacio móvil, determinado en función de los objetivos perseguidos por
el legislador en orden a la mejora de los niveles de empleo reduciendo las
garantías del derecho al trabajo o limitando la contratación colectiva sobre
las condiciones del mismo.
Todo sobre la base de que la “configuración legal” de estos derechos permite al legislador que su contenido sea limitado en función del objetivo de creación de empleo declarado por el mismo, de manera autorreferencial, sin que existan más parámetros que la duración temporal de estas medidas –en un término futuro impreciso– y la idoneidad y proporcionalidad de las mismas que se hacen derivar de su propia funcionalidad, sin que se arbitren instrumentos de verificación o parámetros de corrección externos a ella. Se trata por tanto de la institucionalización de una situación de excepción marcada por la crisis económica y de empleo, que reduce el alcance y la intensidad de los derechos laborales básicos del trabajo y de la negociación colectiva en términos tales que serían incompatibles en una situación de “normalidad” económica, en donde la “elasticidad” del contenido esencial de estos derechos laborales se entronca además con la tutela de la libre empresa y el compromiso de los poderes públicos en proteger su ejercicio y garantizar la productividad, cuya defensa es equivalente a la creación de empleo para lo cual deben ceder las garantías legales y colectivas del derecho al trabajo.
Todo sobre la base de que la “configuración legal” de estos derechos permite al legislador que su contenido sea limitado en función del objetivo de creación de empleo declarado por el mismo, de manera autorreferencial, sin que existan más parámetros que la duración temporal de estas medidas –en un término futuro impreciso– y la idoneidad y proporcionalidad de las mismas que se hacen derivar de su propia funcionalidad, sin que se arbitren instrumentos de verificación o parámetros de corrección externos a ella. Se trata por tanto de la institucionalización de una situación de excepción marcada por la crisis económica y de empleo, que reduce el alcance y la intensidad de los derechos laborales básicos del trabajo y de la negociación colectiva en términos tales que serían incompatibles en una situación de “normalidad” económica, en donde la “elasticidad” del contenido esencial de estos derechos laborales se entronca además con la tutela de la libre empresa y el compromiso de los poderes públicos en proteger su ejercicio y garantizar la productividad, cuya defensa es equivalente a la creación de empleo para lo cual deben ceder las garantías legales y colectivas del derecho al trabajo.
Siempre en la esfera interna de los instrumentos jurídicos, otra
apreciación negativa de la reforma ha sido la desvinculación de la misma de los
estándares internacionales a los que se había comprometido el Estado español
mediante la suscripción de los oportunos acuerdos. Especialmente grave ha sido
la inobservancia de los preceptos de la Carta Social Europea, ignorando las
decisiones del CEDS que fija ante supuestos concretos doctrina vinculante, como
ha sucedido al analizar por el sistema de informes las reformas laborales
españolas en aspectos importantes, como el despido libre durante un año de
periodo de prueba del CAE, la insuficiencia del salario mínimo o las
restricciones a la negociación
colectiva. Una parte de la jurisprudencia ha aplicado correctamente en estos
casos el control de convencionalidad de las normas internas, pero son varios
los Tribunales Superiores de Justicia que han contrariado esta doctrina.
Mayores matices ofrece sin embargo la actuación del control jurisdiccional
ordinario sobre la “normalidad” de la puesta en práctica de la reforma laboral.
Tanto la Audiencia Nacional como muy especialmente la sala de lo Social del
Tribunal Supremo han ido segregando una larga serie de decisiones que en muchas
ocasiones han logrado despuntar o incluso anular plenamente algunos de los
efectos más negativos que estaban presentes en la reforma laboral. En algún
supuesto especialmente importante, como en el caso de la ultra actividad, el
resultado se sostiene de forma insatisfactoria sobre la base de una solución
legal completamente equivocada y técnicamente incorrecta, pero ha obligado a
recomponer el tejido de la negociación continua que la norma de reforma
torpemente quería eliminar en beneficio de una correlación de fuerzas
absolutamente escorada a favor del poder económico del empresario. En el ámbito
del despido, especialmente en el campo del despido colectivo económico, la
judicialización de esta materia por parte de la ley ha generado un efecto no
querido por el legislador, que pretendía reforzar el carácter definitivo de la
propuesta extintiva empresarial y se ha encontrado con el reforzamiento de los
derechos de información que son fundamentales en el proceso de decantación de
la motivación económica, tecnológica o productiva, la inserción de momentos
decisivos de tutela del derecho fundamental de huelga en el proceso de
consultas y, en definitiva, la sanción de nulidad de una buena parte de estos
despidos colectivos incorrectos que sin embargo obedecían – como
emblemáticamente sucedió en el caso de Coca Cola – a una ingeniería jurídica
dictada por los ideólogos y asesores de la reforma.
La garantía judicial de los derechos se ha mostrado por tanto como un
espacio útil para la re-escritura de la norma laboral reformada. Se trata desde
luego de la consecuencia de una acción jurídica intensa que se integra en una
estrategia sindical de resistencia junto con el recurso a medidas de
movilización social y de asentamiento de posiciones en la negociación
colectiva. Pero es un movimiento cuya iniciativa también se localiza en la
propia sensibilidad democrática de un cierto garantismo constitucional presente
en la formación de varios jueces de lo social. Debe señalarse en ese sentido
que la impugnación constitucional de las
normas de la reforma corrió fundamentalmente a cargo de las cuestiones de
inconstitucionalidad planteadas por los jueces – aunque no aceptadas por el
Tribunal constitucional, como se sabe – y esa cerrazón institucional ha
propiciado asimismo el planteamiento de cuestiones prejudiciales ante el
Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que si en el caso del periodo de
prueba del CAE no tuvieron éxito, si por el contrario lo obtuvieron
recientemente en una materia decisiva, la de la tutela indemnizatoria de los
contratos temporales y en general la aplicación del régimen jurídico europeo
sobre la contratación a término. Las decisiones del Tribunal de Justicia de
septiembre de este año – que han sido profusamente comentadas en este blog por Falguera, Aparicio y Pérez Rey – abren una nueva brecha en un punto neurálgico de la reforma
laboral, la consideración de la temporalidad y de su coste salarial reducido la
clave de la recuperación económica y de la modelización de un dominio pleno
sobre el trabajo por parte del poder privado del empresario.
Hay por tanto espacios abiertos para contradecir los elementos centrales
que movían la intervención legislativa que tiene ya cuatro años de rodaje. La
sección de debate de este número se abre a dos intervenciones bien descriptivas
de esta tensión, que enfocan el tema desde una perspectiva general y desde el
punto de vista de las relaciones colectivas y del diálogo social.
El balance negativo de la reforma se confronta sin embargo con una cierta
situación de parálisis política en la que vive el país tras la repetición de
las elecciones en junio de 2016. Los sindicatos CCOO y UGT en una importante
Declaración en septiembre de este mismo año defendieron una serie de líneas de
acción que deberían constituir los contenidos de un acuerdo político necesario entre las fuerzas
políticas del cambio. De manera sintética, se pretende la consolidación del
crecimiento económico incipiente y la renegociación de los términos de la
consolidación fiscal con la Unión Europea, el restablecimiento de los derechos
y de las redes de protección para las personas más vulnerables ante la crisis,
lo que implica la derogación de las reformas laborales y un amplio programa de
reformas con la regulación de una renta mínima de inserción como medida
estrella, la reforma de la fiscalidad y la construcción de instrumentos
públicos que canalicen el crédito, y el restablecimiento del diálogo social
tanto interprofesional como la negociación política con el poder público. A ello se unen dos puntos de carácter
estrictamente político, las medidas de regeneración democrática que implican el
combate a la corrupción, la reforma de la ley electoral y la derogación de
preceptos del Código Penal como el art. 315.3 que incrimina los piquetes, o la
Ley de Seguridad ciudadana en sus preceptos represivos de la protesta social.
Y, por último, la reforma de la Constitución en la que se refuercen los
derechos económicos y sociales y se garanticen nuevos, y que se afirme un
Estado federal donde “encuentren acomodo” las diferentes “realidades
nacionales” que componen el Estado español.
Los sindicatos entendían que era un
programa ambicioso, que pretendía orientar a los interlocutores políticos hacia
un acuerdo de cambio real, que desande en gran medida el camino que se ha
efectuado en los últimos cuatro años del PP. El contenido del mismo no parece
que pueda ser asumido, salvo en el punto de la regeneración democrática – y con
extraordinarias reservas, a tenor del acuerdo entre PP y C’s para la
investidura de Rajoy – por el centro derecha españolista, empeñado firmemente
en excluir de cualquier iniciativa de pacto de estado a los más de seis
millones de electores que se sitúan en la suma de votos de Unidos Podemos, las
confluencias y los partidos nacionalistas catalanes, y que en materia de
relaciones laborales opta por un modelo de regulación explícitamente rechazado
por el mundo sindical, el llamado contrato único. Pero la llamada de los
sindicatos no considera sin embargo a priori excluible a C’s en la realización
del esfuerzo para “fraguar un acuerdo” para el que se debe “aprovechar cada
minuto”.
Sin embargo, los últimos acontecimientos que han llevado a una cierta
implosión en el PSOE nos colocan en una situación muy complicada, en donde la
más que previsible investidura de una nueva etapa de gobierno del PP genera las
razonables dudas sobre la continuidad de unas normas realmente negativas para
los sindicatos y los trabajadores de este país que han sido consideradas
críticamente por la gran mayoría de la doctrina científica. Conviene por tanto preparar las medidas
adecuadas que desestabilicen los elementos centrales de este bloque normativo,
como ya comienza a producirse con la materia de los contratos temporales,
afiance posiciones avanzadas en la negociación colectiva y diseñe una
estrategia para sustituir los componentes de esta, empleando asimismo el recién
adquirido espacio institucional del control parlamentario del que hasta ahora
se carecía.
Este blog estará bien atento a las tendencias y evoluciones que en este
aspecto general puedan irse dando en el panorama legislativo, judicial y
colectivo de este país, aunque habría esperado, como tantos otros, que el
cambio político se hubiera hecho realidad a partir del nuevo mapa electoral
surgido en la nueva estación política en la que nos hallamos.
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