Es el primer día de un año nuevo, el 2018, que se
presenta complicado para las personas que viven y trabajan en el Estado
español. Lo es desde el punto de vista político y desde la perspectiva social,
porque tenemos una situación muy prolongada de inestabilidad y de desigualdad
creciente cuya resolución es incierta. (En la foto, tres amigos debaten, sin perder nunca la alegría de vivir, sobre tal coyuntura)
Se ha comentado en las redes sociales el último desliz del presidente del
gobierno deseando a todos los que veían su alocución un feliz año 2016, en vez
del año correcto. Pero posiblemente Rajoy
cometió un lapsus inconsciente deseando que este año fuera tan venturoso
para él y su partido como el 2016 que invoca, un año en el que de forma
afortunada esquivó su derrota electoral doblemente, se mantuvo en funciones
hasta la convocatoria de las elecciones de junio y luego fue confirmado como
presidente gracias a la abstención del PSOE, una vez defenestrado –
momentáneamente – el secretario general de ese partido. En efecto, el año 2016
que Mariano Rajoy invoca fue el año
de su derrota electoral que no supo ser aprovechada por la izquierda emergente –
Podemos, las confluencias e IU – que rechazando el sectarismo del PSOE y
Ciudadanos no percibió como un elemento prioritario en su acción política
desalojar al PP del gobierno, lo que provocaría nuevas elecciones, la detención
de la caída del PP, el soporte de Ciudadanos a la continuidad de las políticas
que antes había criticado y la disolución del PSOE en un espacio indeterminado
de subalternidad bipartidista, con el inicio de un proceso de gobernanza que
excluía a una parte muy importante de la resistencia social a las iniciativas
neoautoritarias y antisociales del último cuatrienio representada por la
coalición Unidos Podemos y las confluencias, junto con una progresiva pérdida
de interlocución con el nacionalismo catalán que se aceleraría ya definitivamente
en el 2017.
Lo que para muchos sigue constituyendo un error político fundamental, no
priorizar sobre cualquier otro elemento de acción política la expulsión del PP
del gobierno del estado, impidió no solo el cambio de gobierno, sino la ineludible
reformulación del cuadro normativo en aspectos fundamentales como la reforma
laboral, la seguridad social, la reversión de las privatizaciones especialmente
en materia municipal y la continua apropiación partidista de las decisiones
sobre nombramientos de los jueces y magistrados y el consecuente
direccionamiento del poder judicial, entre tantas otras cuestiones. A partir de
ese momento – 2016 – hemos padecido dos años más de las políticas de un Partido
que está carcomido por los casos recurrentes de corrupción y que ha impedido
constantemente la iniciativa legislativa y normativa de una mayoría
parlamentaria cuyas propuestas veta sin que tenga ningún coste político. Son
más de 45 las normas aprobadas por el Congreso que no se tramitan ante la oposición
del gobierno. Entre ellas algunas fundamentales en materia social, como la que
establecía un salario mínimo en dos años de 950 euros, o la que conformaba un
nuevo sistema de Seguridad Social, más allá de la querella sobre las pensiones,
o, en fin, algunas propuestas que concretaban reformas del Estatuto de los Trabajadores
en temas de relativa importancia. En todas ellas ha funcionado una mayoría
parlamentaria contra el bloque PP / Ciudadanos, que sin embargo el gobierno
puede desactivar sin consecuencias.
La “cuestión catalana” ha introducido además un elemento mayor de confusión
y de indeterminación en este panorama. No sólo porque el “golpe blando” contra
el autogobierno catalán a través de la aplicación del art. 155 CE y la
convocatoria de elecciones no ha concluido con la derrota del independentismo
como se preconizaba, sino en una nueva situación de entumecimiento polarizado
en torno a posiciones nacionalistas que posiblemente no puedan explicarse con
los viejos conceptos de nación y nacionalidad acuñados el siglo pasado, porque
dependen muy directamente de la ruptura comunitaria inducida durante un ya
largo tiempo que ha resultado agravada por la torpeza inmensa con la que el
gobierno del PP ha manejado la situación y que ha alimentado un sentimiento de
humillación y de respuesta colectiva impensable hace tan solo dos años. El
resultado, desde el centro del Estado–
dejando de lado la perspectiva que se pueda tener desde el territorio catalán
del mismo – ha sido el reforzamiento con el PSOE del bloque de gobierno y en
paralelo, la exclusión previsiblemente definitiva no sólo del nacionalismo
catalán en todos sus matices, sino de aquellas fuerzas que como Unidos podemos,
los Comunes , Compromís y en Marea, buscaban un espacio de renegociación de la
integración de Catalunya en el estado español, en una espiral de rechazo que
diseña un modelo de segregación política inconcebible en un sistema
democrático.
Frente a este panorama muy negativo, el sindicalismo confederal ha
procedido durante el año pasado a renovar sus cuadros dirigentes y a iniciar un
movimiento de recomposición de fuerzas volcado principalmente en torno a la
negociación colectiva, como eje de una estrategia de reversión progresiva de la
devaluación salarial sufrida desde hace un quinquenio. En este sentido hay que
leer el reciente acuerdo sobre salario mínimo, como también hay que tomar nota
del florecimiento de una larga serie de conflictos que se proyectan sobre la
renegociación de convenios y que están obteniendo buenos resultados en general.
El segundo elemento en torno al cual se canalizan las energías sindicales es la
lucha contra la precariedad, la recomposición a través de la organización sindical
de la fragmentación del trabajo, especialmente mediante los numerosos
mecanismos de externalización y terciarización, y de la precarización que estos
inducen. El tercer elemento se centra en la lucha por el poder adquisitivo de
las pensiones y la reforma de aspectos financieros del sistema para garantizar
la suficiencia de las prestaciones económicas por vejez. El sindicalismo por
tanto se vuelca en el espacio económico y social entre otras cosas porque las
posibilidades de cambio político y de reforma normativa son inexistentes por el
momento, de manera que al menos allí se vayan consiguiendo algunas mejoras
sustanciales.
Esta direccionalidad de la acción sindical hacia el terreno del salario y
de la precariedad en muchas ocasiones se percibe como insuficiente ante una
noción más extendida de lo que parece de la acción sindical como acción de
suplencia de la actividad política. Es decir, que la movilización sindical debe
tener por objetivo prioritario el desgaste de las medidas de gobierno y sus políticas
de ajuste y recorte, de manera que supla con su actividad la incapacidad de los
partidos al respecto. Esta acción de suplencia se vincula además a las lógicas
electorales, de forma que si los resultados electorales no decantan la opinión
pública hacia posiciones de progreso, son los sindicatos quienes por su
inacción son culpables de no haber logrado la erosión suficiente. Es un
razonamiento que en el fondo sobrevalora la acción sindical como la gran
transformadora no tanto de las relaciones de poder dimanantes de la realidad
económica y social, sino de la conciencia ciudadana y su orientación ideológica
en la medida en que ésta condiciona la toma de postura en los procesos de
participación política. De ahí que esta forma de contemplar la figura del
sindicato representativo se centre más en la iconografía de los acuerdos que en
el texto de los mismos, más en los ritos litúrgicos de la negociación que en la
dogmática de lo convenido porque en esas ceremonias se trasluce la potencia del
poder político y la posición minoritaria de los sindicatos, sin reparar en lo
que ambos, más o menos potentes, están firmando, su significado siempre abierto
a interpretaciones confrontadas, y su alcance real.
Todas estas son señales que hacen difícil transitar a un año nuevo; más
bien a un nuevo año en el que la injusticia y la insolidaridad siguen siendo la
regla frente a la cual hay que volver a unir esfuerzos para debilitarlas y
lograr avances sustanciales en un sentido emancipatorio e igualitario. Partimos
de una situación general de desmovilización ciudadana que es preocupante, y que
deberemos ir revirtiendo paulatinamente. La movilización sindical, bien volcada
en objetivos muy concretos sobre salarios y estabilidad en el empleo, puede sin
duda ayudar a recuperar niveles de presión social importantes. Pero no puede –
con independencia de si debiera o no – sustituir el activismo político y la
capacidad ciudadana de cambiar las cosas por pequeñas o grandes que estas sean,
ofreciendo un marco de análisis efectivo y la conciencia de que la política es
un medio imprescindible para que la realidad se transforme de manera positiva
para amplias capas de población que viven en condiciones de subalternidad
económica y social.
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