Uno de los temas que se han
abordado en el Congreso Internacional del Trabajo que se celebró ayer en
Madrid, fue el de la democratización del trabajo. Se trataba de reflexionar
sobre cómo se puede lograr la democratización del trabajo y proteger los
derechos de los trabajadores a nivel nacional e internacional, cuáles eran las
prioridades posibles y cuales los próximos pasos que se deberían recorrer para
ello. Además, la firma de la Carta Global de derechos laborales plantea también
la cuestión de en qué medida se inscribe este texto en la propuesta de
democratizar las relaciones de trabajo y el rol que pueden desempeñar distintos
sujetos en un proceso que debería desembocar en la suscripción de un nuevo
contrato social.
Hoy se puede decir que existe más preocupación por la viabilidad
de las democracias que por la cuestión planteada. La elección de Trump y
la desfachatez arrogante del gran magnate de las empresas tecnológicas Elon
Musk permite entrever un enorme riesgo para el sistema democrático americano
que amenaza con el fortalecimiento de las extremas derechas en otras áreas del
planeta. Pero la democratización del trabajo es el gran déficit de
las democracias políticas que solo han logrado superarlo a través de la
construcción de un ámbito de desmercantilización de las necesidades sociales de
alcance irregular a partir de la intervención del estado en el espacio de la
ciudadanía, desligando el hecho concreto del trabajo del acceso a servicios
públicos que garantizaban la salud, la educación, la seguridad social y ciertos
servicios sociales y que construían la posibilidad de una democracia – social –
en el terreno de lo público, dejando fuera el espacio-empresa.
En efecto,
siempre se ha mantenido el intercambio entre tiempo de trabajo y salario bajo
el dominio unilateral de la persona física o jurídica que lo emplea para la
producción de bienes y de servicios realizables en el mercado para obtener una
ganancia. El poder de organización del trabajo y de disposición de la empresa
se sitúa en el ámbito de la decisión libre de su titular. La subordinación, la
ajenidad del trabajo sigue siendo el elemento que el Derecho del Trabajo utiliza
para calificar la posición de trabajador o trabajadora al servicio de un
empleador. La existencia del sujeto colectivo sindical que intenta compensar y
mediar esta relación de dominio solo ha conseguido recolocar de forma menos
desigual los términos asimétricos de la misma.
En ese sentido
la democratización del trabajo es un proyecto de alcance general que exige una
precondición, la de mantener la estabilidad en el empleo de la gran mayoría de
la gente trabajadora, la instalación de sindicatos fuertes con amplio poder
negociador y un marco institucional que preceptúe límites imperativos a la
autonomía individual y a las facultades empresariales. La precariedad laboral,
los trabajos “atípicos” que fragilizan la persona que trabaja en toda su
existencia, la rotación continua de empleos o la figura de trabajadores pobres,
entre otros fenómenos lamentablemente bien conocidos, son hechos obstativos de cualquier
intento de implantar la democracia en os lugares de trabajo.
Además, este
objetivo obliga a pensar en algunos puntos específicos. Desde luego el de la
reforma de la empresa, tanto en el sentido de definir su objeto más allá de la
lógica de los negocios y del intercambio mercantil, asumiendo la
responsabilidad en sostenibilidad y respeto de los derechos humanos, como planteando
la participación de las representantes de las y los trabajadores en los órganos
de dirección, introduciendo elementos de codeterminación en la toma de
decisiones sobre la propia organización de la empresa no solo sobre el empleo y
en las condiciones de trabajo, la introducción de nuevas tecnologías y su
control, sino en el propio destino de las inversiones y de los proyectos de
negocio. Asimismo se requiere imponer un principio de relación basado en la
negociación de las facultades empresariales que buscan la adaptación de la
fuerza de trabajo a circunstancias organizativas o productivas, es decir, un
principio general de flexibilidad interna contratada.
Y también
resulta relevante, en este proyecto democratizador, actuar sobre la facultad de
despedir configurada como un poder decisor de carácter definitivo salvo
supuestos excepcionales de probada discriminación o violación de derechos
fundamentales. Eso implica replantearse la regulación de los distintos tipos de
despido, fortaleciendo el control sindical en los despidos colectivos y
reforzando las garantías formales en los individuales, siempre atentos a que el
escrutinio público sobre la utilización de esta facultad por parte del
empleador debe provocar una reparación adecuada si se ha ejercitado de manera
incorrecta, procediendo a un despido ilegítimo, cuya mejor solución es siempre
la readmisión de la persona injustamente despedida.
Este complejo
proceso gradual de democratización debería llevarse a cabo a través de
intervenciones normativas específicas multinivel. A nivel supranacional en el caso europeo, a
nivel internacional a través de los organismos especialmente previstos para
ello. Y en todo caso las experiencias nacionales interesantes o relevantes
deberían circular como modelos que pudieran inspirar otras aportaciones de
interés a nivel nacional estatal.
Es evidente
que hay que asegurar a
la gente trabajadora un futuro posible que les permita escapar del presente
continuo al que la somete el neoliberalismo. Un futuro que garantice la
democracia en los lugares de trabajo y que por tanto cuestione la instalación
resignada de las personas trabajadoras en la reiteración de un presente en el
que se les niega la posibilidad de intervenir y decidir sobre el trabajo que
realizan y la disposición sobre el tiempo que no se mida en términos de lo que
producen y de la intensidad con la que lo hacen.
Es importante en consecuencia avanzar en todos los terrenos
que imponen un cambio en el modo de estar del trabajo en la empresa y que
necesariamente pase por una etapa de transición de extensión y ampliación de
derechos laborales y sociales.
En este sentido la Carta Global de Derechos que se ha firmado
en el Congreso Internacional del Trabajo incorpora puntos clave que marcan los
hitos de un proceso gradual de fortalecimiento de derechos democráticos y
colectivos, entre los que destacaría los derechos de negociación colectiva y de
conflicto y la codeterminación en la empresa y el diálogo social.
La Carta sin embargo no es un documento normativo, lo que no
impide que tenga un importante valor político. Implica en efecto un compromiso
entre los sectores dinámicos que apuestan por ampliar espacios de igualdad y de
fraternidad en el trabajo como la única forma de consolidar los sistemas
democráticos actuales y preservarlos frente a la codicia corporativa y su
apropiación indebida de los espacios públicos de decisión, supeditando el
interés general a sus rendimientos privados, en una exhibición obscena de su
poder autocrático que busca socavar el fundamento último y la legitimidad de la
democracia social. Son tres principalmente los sectores implicados y
concernidos por este proceso.
Los sindicatos son los sujetos que llevan inscrito en su ADN
el proyecto del cambio social y el logro de la participación democrática de los
trabajadores y las trabajadoras en cuanto tales, es decir la emancipación
progresiva de la subalternidad social de la gente que trabaja y que condiciona
severamente la efectividad de los derechos que les corresponden como ciudadanos.
Los gobiernos progresistas no pueden obviar en sus programas
de reforma la centralidad del trabajo y la necesidad de dotarse de un marco
institucional que amplie el poder colectivo de las y los trabajadores y
vigorice sus derechos individuales y colectivos. El impulso reformista que
puede salvar las democracias sociales terriblemente amenazadas en esta década
se debe basar necesariamente en la necesidad del límite a los poderes
empresariales y la ampliación de la decisión colectiva de las personas
trabajadoras sobre su actividad y su propia vida.
Por último, hay que recordar que el derecho es siempre un
campo en disputa. Y el del trabajo con más claridad si cabe. Los juristas del
trabajo conocen la ambivalencia que da sentido al derecho laboral entre
dominación y emancipación de las personas que trabajan, y necesariamente tienen
que desempeñar una labor colectiva que genere un amplio proceso de análisis
crítico de la sociedad junto a la elaboración de proyectos alternativos que
refuercen los espacios de dignidad laboral y construyan marcos de referencia que
garanticen igualdad y fraternidad en las relaciones laborales. A través de la
circulación de modelos, y la conexión entre las distintas culturas jurídicas
que los componen. Ellos también forman parte de esa lucha por la
democratización de las relaciones laborales.
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