viernes, 15 de noviembre de 2024

DEMOCRATIZAR EL TRABAJO PROTEGIENDO LOS DERECHOS LABORALES

 


Uno de los temas que se han abordado en el Congreso Internacional del Trabajo que se celebró ayer en Madrid, fue el de la democratización del trabajo. Se trataba de reflexionar sobre cómo se puede lograr la democratización del trabajo y proteger los derechos de los trabajadores a nivel nacional e internacional, cuáles eran las prioridades posibles y cuales los próximos pasos que se deberían recorrer para ello. Además, la firma de la Carta Global de derechos laborales plantea también la cuestión de en qué medida se inscribe este texto en la propuesta de democratizar las relaciones de trabajo y el rol que pueden desempeñar distintos sujetos en un proceso que debería desembocar en la suscripción de un nuevo contrato social.

Hoy se puede decir que existe más preocupación por la viabilidad de las democracias que por la cuestión planteada. La elección de Trump y la desfachatez arrogante del gran magnate de las empresas tecnológicas Elon Musk permite entrever un enorme riesgo para el sistema democrático americano que amenaza con el fortalecimiento de las extremas derechas en otras áreas del planeta. Pero la democratización del trabajo es el gran déficit de las democracias políticas que solo han logrado superarlo a través de la construcción de un ámbito de desmercantilización de las necesidades sociales de alcance irregular a partir de la intervención del estado en el espacio de la ciudadanía, desligando el hecho concreto del trabajo del acceso a servicios públicos que garantizaban la salud, la educación, la seguridad social y ciertos servicios sociales y que construían la posibilidad de una democracia – social – en el terreno de lo público, dejando fuera el espacio-empresa.

En efecto, siempre se ha mantenido el intercambio entre tiempo de trabajo y salario bajo el dominio unilateral de la persona física o jurídica que lo emplea para la producción de bienes y de servicios realizables en el mercado para obtener una ganancia. El poder de organización del trabajo y de disposición de la empresa se sitúa en el ámbito de la decisión libre de su titular. La subordinación, la ajenidad del trabajo sigue siendo el elemento que el Derecho del Trabajo utiliza para calificar la posición de trabajador o trabajadora al servicio de un empleador. La existencia del sujeto colectivo sindical que intenta compensar y mediar esta relación de dominio solo ha conseguido recolocar de forma menos desigual los términos asimétricos de la misma.

En ese sentido la democratización del trabajo es un proyecto de alcance general que exige una precondición, la de mantener la estabilidad en el empleo de la gran mayoría de la gente trabajadora, la instalación de sindicatos fuertes con amplio poder negociador y un marco institucional que preceptúe límites imperativos a la autonomía individual y a las facultades empresariales. La precariedad laboral, los trabajos “atípicos” que fragilizan la persona que trabaja en toda su existencia, la rotación continua de empleos o la figura de trabajadores pobres, entre otros fenómenos lamentablemente bien conocidos, son hechos obstativos de cualquier intento de implantar la democracia en os lugares de trabajo.

Además, este objetivo obliga a pensar en algunos puntos específicos. Desde luego el de la reforma de la empresa, tanto en el sentido de definir su objeto más allá de la lógica de los negocios y del intercambio mercantil, asumiendo la responsabilidad en sostenibilidad y respeto de los derechos humanos, como planteando la participación de las representantes de las y los trabajadores en los órganos de dirección, introduciendo elementos de codeterminación en la toma de decisiones sobre la propia organización de la empresa no solo sobre el empleo y en las condiciones de trabajo, la introducción de nuevas tecnologías y su control, sino en el propio destino de las inversiones y de los proyectos de negocio. Asimismo se requiere imponer un principio de relación basado en la negociación de las facultades empresariales que buscan la adaptación de la fuerza de trabajo a circunstancias organizativas o productivas, es decir, un principio general de flexibilidad interna contratada.

Y también resulta relevante, en este proyecto democratizador, actuar sobre la facultad de despedir configurada como un poder decisor de carácter definitivo salvo supuestos excepcionales de probada discriminación o violación de derechos fundamentales. Eso implica replantearse la regulación de los distintos tipos de despido, fortaleciendo el control sindical en los despidos colectivos y reforzando las garantías formales en los individuales, siempre atentos a que el escrutinio público sobre la utilización de esta facultad por parte del empleador debe provocar una reparación adecuada si se ha ejercitado de manera incorrecta, procediendo a un despido ilegítimo, cuya mejor solución es siempre la readmisión de la persona injustamente despedida.

Este complejo proceso gradual de democratización debería llevarse a cabo a través de intervenciones normativas específicas multinivel.  A nivel supranacional en el caso europeo, a nivel internacional a través de los organismos especialmente previstos para ello. Y en todo caso las experiencias nacionales interesantes o relevantes deberían circular como modelos que pudieran inspirar otras aportaciones de interés a nivel nacional estatal.

Es evidente que hay que asegurar a la gente trabajadora un futuro posible que les permita escapar del presente continuo al que la somete el neoliberalismo. Un futuro que garantice la democracia en los lugares de trabajo y que por tanto cuestione la instalación resignada de las personas trabajadoras en la reiteración de un presente en el que se les niega la posibilidad de intervenir y decidir sobre el trabajo que realizan y la disposición sobre el tiempo que no se mida en términos de lo que producen y de la intensidad con la que lo hacen.

Es importante en consecuencia avanzar en todos los terrenos que imponen un cambio en el modo de estar del trabajo en la empresa y que necesariamente pase por una etapa de transición de extensión y ampliación de derechos laborales y sociales.

En este sentido la Carta Global de Derechos que se ha firmado en el Congreso Internacional del Trabajo incorpora puntos clave que marcan los hitos de un proceso gradual de fortalecimiento de derechos democráticos y colectivos, entre los que destacaría los derechos de negociación colectiva y de conflicto y la codeterminación en la empresa y el diálogo social.

La Carta sin embargo no es un documento normativo, lo que no impide que tenga un importante valor político. Implica en efecto un compromiso entre los sectores dinámicos que apuestan por ampliar espacios de igualdad y de fraternidad en el trabajo como la única forma de consolidar los sistemas democráticos actuales y preservarlos frente a la codicia corporativa y su apropiación indebida de los espacios públicos de decisión, supeditando el interés general a sus rendimientos privados, en una exhibición obscena de su poder autocrático que busca socavar el fundamento último y la legitimidad de la democracia social. Son tres principalmente los sectores implicados y concernidos por este proceso.

Los sindicatos son los sujetos que llevan inscrito en su ADN el proyecto del cambio social y el logro de la participación democrática de los trabajadores y las trabajadoras en cuanto tales, es decir la emancipación progresiva de la subalternidad social de la gente que trabaja y que condiciona severamente la efectividad de los derechos que les corresponden como ciudadanos.

Los gobiernos progresistas no pueden obviar en sus programas de reforma la centralidad del trabajo y la necesidad de dotarse de un marco institucional que amplie el poder colectivo de las y los trabajadores y vigorice sus derechos individuales y colectivos. El impulso reformista que puede salvar las democracias sociales terriblemente amenazadas en esta década se debe basar necesariamente en la necesidad del límite a los poderes empresariales y la ampliación de la decisión colectiva de las personas trabajadoras sobre su actividad y su propia vida.

Por último, hay que recordar que el derecho es siempre un campo en disputa. Y el del trabajo con más claridad si cabe. Los juristas del trabajo conocen la ambivalencia que da sentido al derecho laboral entre dominación y emancipación de las personas que trabajan, y necesariamente tienen que desempeñar una labor colectiva que genere un amplio proceso de análisis crítico de la sociedad junto a la elaboración de proyectos alternativos que refuercen los espacios de dignidad laboral y construyan marcos de referencia que garanticen igualdad y fraternidad en las relaciones laborales. A través de la circulación de modelos, y la conexión entre las distintas culturas jurídicas que los componen. Ellos también forman parte de esa lucha por la democratización de las relaciones laborales.


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