Aprovechando el puente de los Santos, se continua la serie sobre la relación entre el sindicato y los juristas del trabajo que ahora aborda los años 2001-2003. (En la foto, un grupo de laboralistas frente al lago de Garda (Italia), en el 2002).
La situación política que había
inaugurado en España el gobierno por mayoría absoluta del Partido Popular y en
consecuencia la llegada al poder de un conglomerado de la derecha neoliberal y
de sectores que podrían ser definidos de forma cómoda como “post-franquistas”,
coincidió con la superación de la crisis económica de final de siglo y la
aceleración – favorecida legislativamente – de un proceso intenso de
especulación inmobiliaria dirigida y alentada por las entidades financieras. Se
comenzó a recuperar el empleo y la actividad económica, muy favorecida además
por los retornos de las inversiones realizadas por las grandes empresas
transnacionales españolas que se habían instalado en América Latina
aprovechando la oleada de privatización de los servicios públicos que la década
neoliberal de los 90 había provocado en aquel continente como solución a la
deuda pública y al riesgo-país de aquellos países, sumergiéndoles en la pobreza
y en la desolación social. En el plano internacional, la agitación bélica y su
apogeo como lucha antiterrorista global marcaban un tiempo de violencia
gobernado de forma unilateral por la superportencia norteamericana. En España
sin embargo parecía posible una alternancia política no excesivamente
conflictiva, en donde la derecha gobernante iniciaba un período de reformas
sociales con la cobertura del acuerdo social en materia de negociación
colectiva que controlaba el crecimiento de salarios y permitía una creciente
flexibilidad e individualización de los mismos a través de las recomendaciones
para desarrollar la parte variable del salario conectada a los incrementos de
productividad como forma de situarse en la banda superior del aumento permitido,
a la vez que se garantizaba de forma neta la relación entre el salario y el
IPC.
El gobierno recuperaba en este
período una iniciativa política que en su primer cuatrienio 1996-2000 había
subordinado al impulso autónomo de los agentes sociales a través de los grandes
Acuerdos Interprofesionales de 1997. Ésta se traducía en términos laborales en una
iniciativa legislativa bastante amplia que abarcaba desde el área de la
Seguridad Social hasta las materias de empleo y la negociación colectiva, y que
se despliega con fortuna diversa durante los años 2001 y 2002. En este proceso,
el movimiento sindical español sufre ciertas convulsiones que lo tensionan
fuertemente, tanto en la perspectiva intersindical, en cuanto a la unidad de
acción con UGT, como en el aspecto interno de CCOO, causando una nueva fractura
en el interior de la dirección confederal.
En efecto, la Seguridad Social y
el tema de las pensiones de jubilación e invalidez había sido un tema
importante de fricción en los años 80 entre los dos sindicatos confederales, al
punto que se convocó en 1985 una huelga general por CCOO contra la reforma de
las pensiones que puso en dificultad a UGT, que no podía secundarla pese a que
tenía una evidente posición crítica frente a las líneas de reforma del gobierno
de González en este punto. En ese
conflicto - que también afectaba a la
concertación social, a partir del AES que no firmó CCOO - se planteó ante el
Tribunal Constitucional la compatibilidad de las reformas sociales emprendidas en
relación con un principio de irregresividad de los derechos sociales que CCOO
entendía implícito en los arts. 41 y 50 de la Constitución – en un dictamen del
Gabinete Jurídico Confederal cuyo primer firmante era Nicolás Sartorius - pero la
respuesta de la jurisprudencia constitucional, elaborada fundamentalmente por
el magistrado Miguel Rodriguez-Piñero, negó
este principio y condicionó la regulación de los derechos de Seguridad Social y
su garantía institucional a las exigencias del equilibrio financiero del
sistema y a la conciencia ciudadana de lo que en cada momento histórico se
entendía como mínimo de suficiencia de las prestaciones. Una década después, en
1995 y 1996, se produjo un abrumador despliegue de intervenciones acogidas con
entusiasmo por los mass media que
pronosticaban la ineludible quiebra del sistema de Seguridad Social a comienzos
de siglo, y exigían la reforma de los “tres pilares” del sistema, desarrollando
de forma extensa el de la protección “voluntaria”, a través de los fondos de
pensiones y de la previsión social privada. Estas insistentes llamadas a la
reforma del sistema en el sentido indicado no fueron seguidas – aunque el
desarrollo de los fondos de pensiones fue muy importante – y la anunciada
quiebra del sistema nunca se realizó, sino que por el contrario éste gozaba de
una envidiable salud financiera en el cambio de siglo. En ese momento sin
embargo, el gobierno del PP decidió actuar sobre la Seguridad Social desde la
convicción de que era necesario prever la insostenibilidad del sistema de
pensiones a partir de 2025-2030, con la llegada a la jubilación de las
generaciones del baby boom. En esta
dirección, se activó la concertación con los interlocutores sociales –
presentada como una prolongación del Pacto de Toledo en su versión “social”, es
decir, la del Acuerdo de Consolidación y Racionalización del Sistema de
Seguridad Social de 1996 – pero ésta no
consiguió el consenso intersindical y en abril del 2001 se firmó el llamado
Acuerdo para la Mejora y el Desarrollo del Sistema de Protección Social entre
CEOE-CEPYME, el Gobierno y CC.OO en solitario, con la oposición de UGT.
En el interior de CCOO la ruptura
de la unidad de acción y el sentido general del Acuerdo fue muy criticado por
una parte de la mayoría, encuadrada en torno a Rodolfo Benito, que había también mostrado sus discrepancias con la
nueva orientación de los Acuerdos de Negociación Colectiva y con otros asuntos
importantes, como la gestión del conflicto de SINTEL. Esta actitud crítica
habría de originar una nueva fractura en el interior de CCOO, con la remoción
por “pérdida de confianza” de Rodolfo
Benito – y tres miembros más de la dirección confederal – en febrero del
2002 y la consiguiente “inmunización” política de este grupo en el interior del
sindicato, lo que originaría un largo contencioso en torno a una “guerra de
posiciones” en el interior de CCOO.
La firma del Acuerdo sobre
Seguridad Social había significado asimismo la quiebra de la relación tanto
tiempo mantenida entre las orientaciones sindicales y el colectivo de los
juristas del trabajo sostenedores de un reformismo social garantista de los
derechos constitucionales. La parte más activa de este grupo se expresaba a
través de los editoriales y artículos de la Revista de Derecho Social. El editorial del número 16 de la misma
(octubre del 2001), era bien indicativo de la consideración crítica de la
opción sindical efectuada en el Acuerdo. Se trataba sin lugar a dudas de “un
paso atrás de la acción protectora del sistema de la Seguridad Social” y se
enumeraban los elementos más claramente negativos de esa reforma. Un posterior
artículo de Joaquín Aparicio en el
número de julio de 2002, era igualmente explícito: se asistía a una regresión
en la evolución del sistema a partir de la fragmentación del mismo en una
lógica que debilitaba el principio de solidaridad, resultando asimismo
erosionado el principio de suficiencia de las prestaciones. El distanciamiento
con la dirección que estaba tomando el diálogo social se desprendía claramente
de este párrafo del editorial citado del número 15 de la RDS: “La entidad y calado de las pretendidas reformas laborales
exigen una toma de posición neta tanto por parte del mundo sindical como por la
doctrina laboralista. Es evidente que a la RDS no le corresponde incidir en la
respuesta de los Sindicatos ante medidas que degradan las relaciones laborales
y suprimen derechos básicos de tan difícil y sacrificada conquista. Pero en el
terreno doctrinal, en el campo del pensamiento jurídico y fieles a los
principios programáticos que inspiraron el nacimiento de esta publicación, no
podemos permanecer callados frente a políticas liberales y conservadoras que
suponen un gravísimo atentado contra los derechos de los más débiles: los
trabajadores”.
La autosuficiencia de CCOO llevaba a no considerar estas críticas,
convencidos los negociadores y sus asesores de la necesidad de asegurar el
equilibrio financiero del sistema a través del fortalecimiento del principio de
contributividad y del recorte controlado
de prestaciones, sin tomar en consideración otras líneas de intervención
sobre los ingresos y de preservación plena del espacio público de las
prestaciones económicas y de su gestión. Posiblemente primaba en esta posición
sindical una fuerte consideración de la problemática actuarial en las pensiones
y la potente idea de la capitalización del seguro como base del principio de
contributividad respecto de una aproximación más “política” basada en la
garantía institucional dinámica y por tanto progresiva, de los derechos
sociales garantizados en la Constitución. Esta diferencia de posiciones digamos
“metodológicas” se acompañaba de una cierta auto-percepción por parte de CCOO
de haberse ido convirtiendo en un sindicato realmente representativo de las
exigencias “generales” de la población activa, de los trabajadores y
trabajadoras, como interlocutor por excelencia frente al poder público – en el
nivel confederal – y en la regulación del mercado de trabajo – a través de las
federaciones de rama en la negociación colectiva. Ese “orgullo de sigla” no
renegaba de su pasado, sino que lo integraba en una evolución paulatina hacia
la “autonomía” e “independencia” de la organización, lo que especialmente se
debería hacer sentir en su relación con el poder público, “fuera del color que
fuera”. En esta “independencia” residía su ventaja comparativa con UGT, que
nunca podía abandonar sus vínculos políticos, históricos e incluso afectivos
con el PSOE, mientras que CCOO carecía de tales dependencias, puesto que su
último anclaje con el PCE había sido removido en la crisis de 1996 y el
aislamiento de la minoría “crítica” de CCOO. A ello se unía, probablemente, en
algunos miembros del grupo dirigente de la mayoría, un resentimiento ante la
condición siempre subalterna que el PSOE había asignado a CCOO respecto de la
UGT, y la tentación de una posible relación con el gobierno del PP que
considerara a CCOO el interlocutor prioritario en las relaciones laborales.
El segundo gran tema de conflicto
lo habría de constituir la reforma – casi clandestina – de la legislación
concursal, cuya importancia en términos de degradación de los derechos de los
trabajadores en los procedimientos de despido por quiebra o suspensión de pagos
de las empresas resultaba evidente. Pero pese a ello el anteproyecto que lo
ponía en marcha se había escamoteado al conjunto del sindicato y de los
trabajadores, posiblemente por entender que se trataba de una norma “técnica” y
que por tanto no admitía objeciones importantes por parte de los agentes
sociales. En este punto, la actividad de los juristas del trabajo fue muy intensa
y obligó a un cierto giro sindical de la dirección de CCOO en este tema. La
exposición de las desoladoras consecuencias de la norma fue puesta de
manifiesto en un artículo publicado en el número 14 (abril 2011) de la RDS por
el magistrado del Tribunal Supremo Bartolomé
Ríos, que analizaba de forma muy crítica el anteproyecto del 2000. Este
artículo provocó un movimiento de amplio alcance entre los juristas, impulsado
siempre por la RDS, cuyo editorial
al número 15 (julio 2001), señalaba la extraordinaria lesividad para los
trabajadores de la “descaradamente capitalista” reforma concursal, y puso en
marcha un debate nacional que implicó a juristas académicos y especialmente a
magistrados de lo social, algunas de cuyas aportaciones críticas se publicaron
asimismo en el número 19 de la Revista, con la presencia de nuevo de Bartolomé Ríos y de un brillante
alegato de Miquel Falguera y de Daniel
Bartomeus. El impulso de la crítica de los juristas logró, no sin
dificultad puesto que se entremezcló con las posiciones críticas de la
corriente alternativa que fue excluida en febrero del 2002, que la dirección de
CCOO asumiera algunas de éstas e intentaran mejorarse, de forma moderada,
algunas de las prescripciones legales. La organización por parte del Gabinete
de Estudios Jurídicos de unas Jornadas en el Consejo Económico y Social, en el
2002, con asistencia de todos los grupos parlamentarios, permitiría escenificar
el rechazo unánime de los juristas del trabajo a una legislación que en su
inicio rebajaba la indemnización, obstaculizaba la garantía judicial del empleo
e impedía los derechos colectivos de los trabajadores en empresas en concurso. La
ley promulgada ya en el 2003 (Ley 22/2003, de 22 de julio) habría de acoger algunas de las objeciones
formuladas, aunque a ello sin duda colaboró la irrupción, en la mitad del 2002,
del conflicto abierto entre los sindicatos y el gobierno a propósito de la
reforma que este impulsó, por la vía del Decreto-Ley, en materia de desempleo y
de abaratamiento del despido a través de los salarios de tramitación, y el
cambio de posición de los sindicatos que movilizó a representantes políticos en
el Parlamento para canalizar algunas de sus propuestas. Un rastro de este
esfuerzo se puede encontrar en el editorial del número 23 de la RDS de septiembre de 2003, en donde se abandona
la crítica frontal y se sugieren líneas interpretativas de la norma ya
promulgada, incorporándose en la sección de Debate la valoración sindical de la
ley concursal de Salvador Bangueses,
de CCOO, y un enunciado de los principales problemas aplicativos a cargo de Francisco Gualda, del Gabinete de
Estudios Jurídicos, o, ya en el número 25 de la misma revista, el trabajo de Manuel de la Rocha, abogado de los
servicios jurídicos de UGT y consejero del CES, quien insiste en la sustancial
mejora del texto legal gracias a la opinión doctrinal y la presión sindical.
El tercer punto donde se
manifiesta en este período una actividad importante de quienes se dedican al
Derecho del Trabajo es el de la reforma del desempleo que llevó a cabo el
gobierno del PP. Entre marzo y mayo del 2002 el gobierno de Aznar puso en marcha una reforma que abarcaba tres puntos
principales, la eliminación de los salarios de tramitación salvo para los casos
en que haya readmisión del trabajador, la redefinición de la oferta adecuada de
empleo y la “reordenación” del subsidio agrario, considerado desde hace mucho
tiempo por el PP un elemento de clientelismo político para el PSOE. Los
objetivos pretendidos y la prepotencia en el planteamiento del gobierno estaban
basados en un programa de medio plazo,
pero también en la percepción de una cierta debilidad del movimiento sindical,
con el enfriamiento de las relaciones entre UGT y CCOO y la crisis interna que
debilitaba a CCOO. Sin embargo, el
gobierno subestimó la capacidad de respuesta sindical y el efecto que tenía la
propia regulación como elemento de unidad intersindical y de suspensión de las
fracturas internas en CCOO. La huelga
general se convocó para el 20 de junio del 2002, el día antes a que el gobierno
convocara una cumbre europea en Sevilla coincidiendo con el semestre de la
presidencia española de la UE.
La huelga general permitió además
la recomposición explícita del grupo de los juristas del trabajo que se había
fracturado a partir de las diferentes posiciones de política del derecho
mantenidas con respecto a la reforma de 1994. La mayoría de los profesores de
Derecho del Trabajo no sólo se posicionaron contra la norma, sino que tuvieron
una participación activa en los medios de comunicación escritos, radio y
televisión, rechazando los contenidos del Decreto ley 5/2002 y explicando el
carácter regresivo del mismo. Una buena parte de estas intervenciones se
recogieron en el número 18 de la RDS,
y lo relevante es subrayar la presencia de tantos juristas del trabajo en el
debate ciudadano, pronunciándose contra una medida legal que se entendía lesiva
del derecho al trabajo reconocido en la Constitución. Entre ellos destacó
especialmente un manifiesto encabezado por Fernando
Valdés y Antonio Baylos firmado por treinta y cuatro catedráticos de Derecho
del Trabajo que salió publicado en las páginas de El País. Sin embargo esta acción colectiva de grupo fue una
iniciativa autónoma, no incentivada por el movimiento sindical, que naturalmente
concordaba con los términos en los que se expresaba, pero que no la integraba
en el programa específico de la movilización huelguística.
La huelga obtuvo un buen
seguimiento entre el conjunto de los trabajadores y llenó las calles de
manifestantes, más de dos millones de personas en todo el país. Se cambió el
Ministro de Trabajo. Se logró además una modificación importante de los
contenidos de la norma que permitió al sindicalismo confederal presentar ante
la opinión pública la huelga como arma efectiva de presión y a la vez
revalorizar su posición central en cualquier diseño de regulación de las
relaciones laborales en el Estado español. La doctrina laboralista fue más
cauta, y aunque valoró positivamente las modificaciones introducidas, subrayó
que seguía presente la posibilidad de que el empresario declarara la
improcedencia del despido y pagara la indemnización pero no los salarios de
tramitación, lo que implicaba una facultad que ponía en riesgo la estructura
constitucional del derecho al trabajo al debilitar la relación existente entre
el despido ilegítimo y la motivación del mismo. Es cierto sin embargo que
entonces predominó la visión crítica de la norma como un mecanismo de
aligeración de costes salariales más que como un instrumento para la consecución
del carácter definitivo del despido disciplinario con independencia de que el
trabajador hubiera o no incurrido en un incumplimiento contractual grave, pero
en general se valoró el cambio legal como un “repliegue” más que una
modificación del texto legal.
La colaboración y el
entendimiento entre las distintas corrientes de la doctrina y de los abogados
laboralistas y el diálogo con la interpretación judicial se seguiría
manteniendo a partir de la convergencia en el conflicto frente a la norma de reforma
laboral del 2002. Integrada en un esquema de unidad de acción – que sin embargo
sufría interrupciones y quiebras muy significativas en la práctica cotidiana,
como volvió a suceder en abril de 2003 con ocasión de la convocatoria por UGT
de una huelga de dos horas de duración contra la guerra de Irak a la que CC.OO.
decidió por mayoría no sumarse – se vino desarrollando en los distintos
espacios en los que se producía una relación de intercambio profesional y de
consulta con el movimiento sindical, con un apreciable grado de coincidencias
teóricas y metodológicas respecto a las políticas del derecho puestas en
práctica. En el caso de CC.OO. este proceso tuvo características especiales,
ligadas al hecho de la fragmentación interna que el sindicato había
experimentado y la exclusión de las decisiones sobre la estrategia sindical de
las fracciones minoritarias. A partir de la dinámica generada por las polémicas
internas, se fue construyendo una relación muy potente entre el campo del
pensamiento jurídico y la estrategia reformista sindical, pero separada o
aislada de los circuitos institucionalizados de la dirección confederal de
CC.OO, que seguía instalada en la
consideración largo tiempo dominante en su práctica que prescindía de la vertiente político-democrática que
alimentaba la cultura de los juristas del trabajo y la reducía a una actividad
de consulta primordialmente técnica.
1 comentario:
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