No sabemos el efecto que está produciendo una política
judicial, capitaneada desde el Consejo General del Poder Judicial con la mano
firme de su Presidente en la elección de magistrados en la cúspide del sistema
sobre la base de criterios de sumisión ideológica y de ventajismo personal.
Sólo la asociación Jueces y Juezas por la Democracia ha insistido en las terribles
consecuencias que esta práctica continuada de promoción de magistradas y
magistrados está originando tanto en la doctrina del Tribunal Supremo y de la
Audiencia Nacional como en la percepción de la misma en la opinión pública.
Ayer fue un día nefasto para la justicia española. El Tribunal Europeo de Derechos
Humanos en el Caso Otegi Mondragón y
otros vs. España ha estimado, por unanimidad, que el Estado español ha vulnerado
el art. 6.1 de la Convención de derechos Humanos, el derecho a un juicio justo,
y seis votos contra uno que el reconocimiento de esta violación del derecho
fundamental constituye suficiente satisfacción en este caso, sin que se tenga
que adoptar otras medidas resarcitorias, dado que los reclamantes pueden
obtenerla mediante un procedimiento ante los tribunales ordinarios españoles. El
supuesto de hecho se basa en la carencia de imparcialidad de la magistrada
presidente del Tribunal que juzgaba a Arnaldo
Otegi que ya había sido recusada en un juicio anterior, manteniéndose sin
embargo en el que es motivo de impugnación, contaminando así este proceso
penal. Mientras que en febrero del 2011 el Tribunal Supremo estimó la falta de
imparcialidad de la magistrada, el mismo Tribunal, ya con su composición
modificada rechazó la recusación en el 2012, y el Tribunal Constitucional, dos
años después, en julio del 2014, entendió ajustada a derecho este fallo. La
sala que ha emitido este fallo condenatorio – y ya van unos cuantos, por
cierto- de los tribunales españoles que inaplican los derechos humanos a un
juicio justo estuvo compuesta por siete jueces, entre ellos la magistrada
española Maria Elósegui, de reciente
designación ante el fracaso sin paliativos de la candidatura de Pérez de los Cobos, ex presidente del
Tribunal Constitucional, por su evidente sintonía política e ideológica con el
gobierno de España entonces en manos del Partido Popular. No es necesaria mucha
imaginación para comprender que esta decisión del TEDH va a ser aprovechada por
los partidos independentistas catalanes como una muestra más del sesgo
autoritario de las decisiones del Tribunal Supremo español. Pero lo relevante es que se declara la vulneración de derechos humanos básicos por un tribunal que no es imparcial.
En ese mismo tema, del que tanto se está hablando y comentando en los
discursos y mítines políticos, ha incidido un escrito – que como pueden figurarse
las lectoras y lectores de este blog no ha tenido apenas repercusión mediática –
obra de una larga serie de profesoras y profesores de derecho penal y de otras
disciplinas jurídicas que enjuician tanto la calificación del Ministerio Fiscal
como de la Abogacía del Estado desde una estricta perspectiva técnico-jurídica,
posicionándose contra lo que denominan la banalización de los delitos de
rebelión y sedición. Para este escrito, “la interpretación que se realiza de la
exigencia de violencia se separa de la doctrina que el Tribunal Constitucional
ha establecido al analizar el delito de rebelión. Pues la STC 198/1987, al
justificar constitucionalmente la extensión al delito de rebelión de las
excepcionales medidas penales y procesales previstas en el artículo 55.2 de la
Constitución para hacer frente a la actuación de las bandas armadas o elementos
terroristas, considera que en la discusión parlamentaria del citado precepto
“…se constata una equiparación explícita, en cuanto ataque al sistema
democrático y a la sustitución de la forma de Gobierno y de Estado elegida
libremente por los ciudadanos, entre terrorismo y rebelión. Es cierto que el
art. 55.2 no ha mencionado expresamente a los rebeldes, sino sólo a las bandas
armadas o elementos terroristas…”, pero…“por definición, la rebelión se realiza
por un grupo que tiene el propósito de uso ilegítimo de armas de guerra o
explosivos, con una finalidad de producir la destrucción o eversión del orden
constitucional”. Y concluye: “por ello a tales rebeldes en cuanto integran el
concepto de banda armada del art. 55.2 CE, les resulta legítimamente aplicable
la suspensión de derechos a la que habilita el precepto constitucional”. Los y las profesoras firmantes entienden que no
concurre tampoco en este caso el delito de sedición del artículo 544 del CP, “debido
a que en ningún momento se ha aportado indicio alguno de que los imputados
hayan inducido, provocado o protagonizado ningún alzamiento tumultuario con la
finalidad de evitar el cumplimiento de la ley, salvo que se interprete que
basta con incitar al derecho de manifestación, esto es, al ejercicio de un derecho
fundamental”.
De esta manera, “la interpretación que se ha realizado de los tipos de
rebelión y sedición abre la puerta a la banalización de unas figuras
prácticamente inéditas en democracia y con un pasado de triste recuerdo, razón
por la cual el legislador de 1995 las restringió para casos de una materialidad
lesiva claramente superior al actual. El resultado de un recurso inadecuado a
estas figuras es el que estamos viendo, la petición de penas de muy larga
duración, cuya consonancia con el principio de proporcionalidad –que debe guiar
toda interpretación jurídica- es altamente cuestionable. Sólo conculcando muy
gravemente el principio de legalidad penal puede llegar a afirmarse que los
imputados, a la vista de los hechos que se les han atribuido, pudieron realizar
este delito, o el de conspiración para la rebelión que requiere un acuerdo
conjunto de llevarlo a cabo con esa misma violencia. Sin embargo, lo único que
hasta ahora ha demostrado la Fiscalía es que, con esa misma finalidad, todas
las movilizaciones realizadas sólo pretendían un referéndum a través de medios
pacíficos y democráticos”. Las firmas que encabezan este escrito, Guillermo Portilla Contreras.
Catedrático de Derecho Penal. Universidad de Jaén, Nicolás García Rivas. Catedrático de Derecho penal de la Universidad
Castilla-La Mancha, María Luisa Maqueda
Abreu. Catedrática de Derecho Penal de la Universidad de Granada, José Ángel Brandariz García. Titular de
Derecho penal de la Universidad A Coruña, y Javier Mira Benavent. Titular de Derecho penal de la Universidad de
Valencia, son suficientemente expresivas de la doctrina penalista más
reconocida en esta materia, lo que hace más relevante y significativa la
censura jurídica que efectúan de lo que desde otras posiciones se está
reivindicando como un castigo político. Que la conclusión inmediata del escrito
sea que “la primera medida que debería adoptarse es la puesta en libertad de
las nueve personas que permanecen en prisión preventiva por delitos inexistentes”,
denota el cuestionamiento de la validez de un proceso de enjuiciamiento penal que
no solo está dificultando una solución política a las consecuencias del procès, sino que erosiona completamente
la legitimidad de los agentes que intervienen en el proceso de incriminación de
los gobernantes catalanes presos, al aparecer el Tribunal Supremo como el
valedor de una opción represiva que carece de un apoyo jurídico democrático
creíble.
El último de los acontecimientos que deslegitima de forma extraordinaria la
actuación de los magistrados del supremo es el bien conocido suceso del pago del
impuesto sobre las hipotecas, puesto que a partir de tres sentencias que
establecieron que las entidades financieras debían hacerse cargo del impuesto
de Actos Jurídicos Documentados, al considerar que el sujeto pasivo era el
prestamista y no el prestatario, anulando el artículo del reglamento que
endosaba a los clientes el pago de ese tributo, el presidente de la sala
convocó la reunión extraordinaria del martes 6 de noviembre que ha decidido, en
una votación que de hecho ha partido la sala en dos, 15 contra 13, con la
posición decisiva de su presidente, Luis
Maria Diez Picazo, que de nuevo sea el cliente quien pague dicho impuesto.
No se conoce aún la argumentación jurídica de este razonamiento, sobre el que
se conjetura que la solución elegida sea que la Ley del Impuesto sobre
Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados (precisamente la que
desarrolla dicho reglamento) deje suficientemente claro por sí misma que es el
cliente quien debe hacerse cargo del tributo. En todo caso, a lo largo de este
conflicto se ha puesto de manifiesto la incidencia que en estas decisiones
cobra la política de designaciones “afines” al presidente Lesmes y su grupo de presión conservador, la previsible
incorrección del procedimiento elegido para de facto revocar el contenido de
las sentencias que generaron la alarma en el sistema financiero español y su
resultado, que para algunos expertos sólo podría ceñirse a la discusión sobre
la retroactividad del pago el impuesto, y, finalmente, la percepción de que el
Tribunal Supremo ha funcionado como un departamento jurídico al servicio de las grandes
entidades financieras españolas.
La extraordinaria incapacidad política y comunicativa del presidente de la
Sala de lo Contencioso Administrativo ha hecho entrever que su actuación estaba
directamente condicionada por la protección de los intereses de los bancos, y
ha causado un daño incalculable a la legitimidad de las decisiones del Tribunal
Supremo en su conjunto. El tema de fondo ahora se desplaza a la acción
parlamentaria de reforma de la legislación, pero las movilizaciones ciudadanas,
en las que se van a involucrar también los sindicatos como ya ha anunciado la
CONC, se dirigirán directamente contra el poder judicial, sin que en esta
ocasión esperemos que no se pueda afirmar por los corifeos mediáticos de
costumbre que se trata de intolerables muestras de presión hacia un órgano
judicial que debe ser imparcial y por tanto preservado de injerencias externas al puro y neutral acto jurídico.
La crisis de la justicia es una crisis profunda de la noción de imparcialidad que la define como poder independiente del Estado. El TEDH ha
condenado a España por imparcialidad en el tribunal que juzgó a Otegi, los profesores y profesoras que
firman el escrito contra la banalización de los delitos de rebelión y sedición
justifican rotundamente sobre razones jurídicas el sesgo punitivo autoritario
de los escritos de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado, la decisión de la
Sala Tercera del Tribunal Supremo es acusada de parcialidad manifiesta y de influencia
directa del sistema financiero en la toma de decisiones. Una situación muy
grave que los sujetos políticos y sociales deberían abordar en su radicalidad,
desde la renovación de los miembros del CGPJ hasta la reforma del sistema de
nombramientos y la política de formación de la judicatura. Mientras tanto, la
percepción popular de una justicia orientada a la servidumbre frente a los
poderes económicos y guiada por prejuicios ideológicos extremadamente
conservadores continuará en aumento. Lo que resulta especialmente preocupante porque deteriora la función de integración política que debe cumplir la doctrina judicial del Tribunal Supremo.
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