Se concluye en esta entrada la serie de reflexiones sobre la relación entre el trabajo y el empleo desde una perspectiva constitucional. En esta ocasión, se reflexiona sobre la escasa capacidad del sistema jurídico y político para entorpecer o paralizar las políticas de empleo que, de forma evidente, se plasman en destrucción de empleo y precarización del mismo. La referencia implícita a la dimensión política hace que este nivel sea por tanto el idóneo para ejercitar una respuesta que no sólo se pueda centrar en el momento electoral fijado periódicamente sobre la base de un discurrir temporal administrado por el gobierno y el principio de mayoría parlamentaria. Pero cuya dimensión concreta y el alcance de la potencia política de la resistencia que este puede expresar - más constitucional que constituyente - ,está todavía por precisar socialmente.
Es evidente que una violación
constante de estos preceptos constitucionales a través de la emanación y
defensa de políticas de empleo que no garantizan el derecho al trabajo,
requiere una réplica en términos
jurídicos. Sin embargo, el sistema jurídico español dificulta extraordinariamente
una aproximación de este tipo. ¿Cómo establecer un principio de “reversión” de
una política de empleo que consigue desmantelar el trabajo y obstaculizar la
creación de empleo? La respuesta que se da en este punto suele reenviar al
plano político. Se dice que sólo en ese nivel se puede proceder a “revertir”
esta orientación política. El art. 108 CE establece que el gobierno es
responsable de su gestión política ante el Parlamento y en consecuencia es éste
el recinto en el que se puede plantear esa “restitución”. Entran en juego por
tanto los mecanismos constitucionales de control y reprobación del gobierno –
la censura y la reprobación – con las peculiaridades que estos revisten y que
lo hacen impracticables en la práctica ante situaciones de mayoría absoluta del
partido en el gobierno. La otra solución que permite la remoción de esta
circunstancia es la convocatoria de nuevas elecciones como consecuencia de las
cuales el nuevo gobierno puede formular una política diferente, acorde con el
compromiso constitucional.
La “gestión política” del
gobierno se confina en el ámbito parlamentario, y no se prevén solicitaciones o
“contaminaciones” de estas decisiones por parte de iniciativas sociales que
confronten el debate y la discusión del control del gobierno y de su actuación
en esta sede parlamentaria. Tales “emprendimientos” de origen social,
sostenidos por la movilización de múltiples sectores sociales, solo son tenidos
en cuenta si están asumidos o “traducidos” a la acción parlamentaria que se permite
a las fuerzas políticas representadas en el Parlamento, en especial mediante
las comisiones de control, las interpelaciones o las proposiciones
legislativas. También en este caso, ante un momento político en el que uno de
los dos partidos tiene mayoría absoluta en la cámara, su eficacia sobre la
acción del gobierno es prácticamente nula.
Hay otro tipo de iniciativas de
participación democrática, siempre en el espacio político, que son mucho más
débiles y están directamente condicionadas por su aceptación parlamentaria, sin
que se garantice en ningún caso su
incidencia sobre las decisiones “institucionales” en materia de gobierno. La
iniciativa legislativa popular es una de ellas, pero la experiencia que ha
habido en torno a la petición de modificación de la reforma de las normas
laborales, es muy negativa, así como la petición de la convocatoria de un
referéndum o consulta popular sobre este punto – lo que también se ha intentado
por el movimiento sindical en torno a la huelga general de noviembre del 2012 –
lo que requiere su toma en consideración por un gobierno que edifica la
gobernanza de las relaciones sociales en torno a un principio autoritario que
excluye cualquier mecanismo de participación.
Por consiguiente, la vía política
no puede dar satisfacción – más allá de la (re)apertura de un proceso de
elecciones periódicas por vía del sufragio universal – a una exigencia
jurídico-constitucional de cese de una acción de gobierno que contantemente
lesiona la garantía del derecho al trabajo de los ciudadanos y ciudadanas
españoles.
Esta conclusión es muy
desalentadora, y plantea un amplio interrogante sobre la continuidad de un
sistema político que es tan opaco a la participación y activación de los
controles democráticos sobre la acción de gobierno si no es a través de una
referencia implícita al bipartidismo como sistema de gobernanza. Es sin duda un
tema sobre el que ya se están avanzando numerosas propuestas de transformación
en el marco de una progresiva exigencia de apertura de un proceso constituyente
por parte de fuerzas políticas y sociales que avanzan sus reclamaciones en el
curso de un ya largo y mantenido proceso de movilización social que no sólo
afectan al procedimiento electoral o a la ampliación de institutos como el
referéndum derogatorio de normas aprobadas por el Parlamento, sino a
pre-condiciones de validez del proceso democrático como la vigencia real del
derecho de información y la garantía de preservación de un espacio público de
debate y de formación libre de la opinión.
Es cierto que lo político no se
agota en un espacio público-electoral o público-parlamentario. En un nivel
institucional colectivo, a través de los acuerdos interprofesionales como
consecuencia del diálogo social bilateral entre los sindicatos más
representativos y la asociación empresarial de ámbito estatal, se pueden crear
indicaciones y reglas que establezcan una toma de postura común sobre las
políticas de empleo y la orientación que deben tener éstas. El Acuerdo
Interconfederal de Estabilidad en el Empleo de 1997 cumplió esa importante
función, en un momento en el que el gobierno mantenía la misma política de sus
predecesores sobre empleo temporal como forma predominante de creación de
empleo, al dar un giro radical a la misma, fijando por el contrario la regla según
la cual el contrato por tiempo indefinido, que garantizaba un empleo estable,
era la figura adecuada a una política de empleo que garantizara el derecho al
trabajo, a la profesionalidad y a la formación y promoción en el mismo. Y,
desde este punto de vista, el acuerdo interprofesional entre CCOO y UGT y
CEOE-CEPYME construyó, en el plano político – colectivo, una propuesta –
esencialmente- política que habría de ser asumida por el poder público como
propia y mantenida pese al turno bipartidista hasta las turbulencias de la
crisis y las normas deconstructivas de este paradigma emanadas a partir de 2011
hasta el momento actual.
No es sin embargo previsible que
en las circunstancias actuales se pueda activar esta variable colectiva –
institucional protagonizada por los agentes sociales. Las experiencias muy
negativas – en cuanto a la confrontación de sus indicaciones con la norma
laboral de reforma que desmentía sus propósitos y su alcance – de los Acuerdos
sobre el Empleo de 2011 y 2012, han terminado con el diálogo social tal como
venía practicándose de forma ininterrumpida, aunque con variaciones
importantes, desde 1979 hasta nuestros días. La interlocución con los
sindicatos ha sido cancelada de manera absoluta en todos los niveles de la
acción de gobierno, mientras se mantiene siempre - no sólo informalmente - con las
asociaciones empresariales, y esta expulsión del ámbito participativo de las
figuras sociales que representan suficiente y extensamente al conjunto de
trabajadoras y trabajadores de este país implica una vez más un elemento de
convicción de la colocación del poder público “fuera del marco constitucional”
al manifestar una clara hostilidad frente a la representación del trabajo,
excluida de la toma de decisiones sobre el empleo, la regulación del trabajo y
de la protección social. Con esta exclusión permanente y consciente, se
vulneran asimismo las normas internacionales de la OIT sobre la obligación de
consulta a los agentes sociales de las políticas de empleo (Convenio 122,
1964), reiterada en el Programa Global de Empleo (2003) y en la Declaración del
2008 sobre justicia social en una sociedad global equitativa, y se sitúa el
gobierno español fuera de la legalidad de la Unión Europea que exige el diálogo
social como condición previa a la adopción de políticas sociales y en
particular de la política de empleo.
Si la concertación social ha sido
abandonada mediante la exclusión consciente y permanente de los sindicatos de
cualquier decisión del poder público en esta materia, no cabe tampoco pensar en
la recuperación de una cierta bilateralidad virtuosa entre sindicatos y
asociaciones empresariales a través de la negociación de acuerdos
interprofesionales, en la estela del precedente de 1997. La asociación
empresarial CEOE-CEPYME, atravesada por profundos escándalos respecto de sus
dirigentes, investigados o imputados en tramas criminales, está embarcada en
una estrategia de ruptura de relaciones de negociación con los sindicatos, que
lleva a la paralización de buena parte de la negociación colectiva y a la
sustitución progresiva de un principio de negociación y de co-determinación de
las condiciones de trabajo por un principio de adhesión y de colaboración con
el proyecto regulativo unilateralmente decidido por el empresario. Esta
estrategia empresarial sintoniza con la actuación excluyente de los poderes
públicos de la interlocución sindical, y caracteriza la singularidad del caso
español respecto de los otros supuestos de gestión de la crisis en países
europeos periféricos o anexos, como Italia, Portugal y Francia, en donde la
búsqueda de consensos, parciales o separados, con los sindicatos y las
asociaciones empresariales a partir de acuerdos sociales, es una constante.
Se produce por tanto el resultado
paradójico de que, en esta forma de aproximación a la relación entre trabajo y
empleo desde las políticas de empleo, es decir, desde la incidencia que tiene
la actuación de los poderes públicos mediante medidas contrarias a la promoción
de un nivel elevado de empleo, desviándose conscientemente del objetivo
constitucional del pleno empleo y de la protección de éste “especialmente en el
caso de desempleo” (arts. 40 y 41 CE), la lesión que éstas producen al derecho
al trabajo no puede ser corregida por medidas de garantía jurisdiccional, ni
tampoco por instrumentos jurídicos institucionales o parlamentarios. Ni
siquiera es posible imponer obligaciones de respeto de un procedimiento de
participación o de consulta en la toma de decisiones conducentes a estas
políticas de empleo contrarias a la orientación constitucional, o a la
transversalidad del principio de igualdad. La solución que se ofrece reside en
el plano de la voluntad política del poder – lo que es también aplicable al
poder privado expresado en la representación institucional de los empresarios –
que se expresa actualmente de forma arbitraria excluyendo del campo de la toma
de decisiones a los representantes institucionales del trabajo, pero que podría
ser de otra manera en razón de la valoración concreta de las circunstancias
sociales, en especial la intensidad de las movilizaciones populares y su
exigencia de participación democrática, por el poder público. Fuera de ello, el
cambio de política se confía en exclusiva al hecho electoral de la
participación política para la formación de nuevas asambleas legislativas, y en
la medida por tanto en que los resultados que arrojen las urnas permitan un
cambio en las políticas de empleo que se orienten en el sentido constitucional
de creación y desarrollo de un alto nivel de empleo, de calidad y con derechos.
La solución, se insiste, es muy
insatisfactoria. Se remite a una “responsabilidad política” que es plenamente
irresponsable, puesto que no se traduce en ninguna obligación exigible no ya de
evitar sino de reparar la lesión producida al derecho al trabajo de los ciudadanos
y ciudadanas españoles que han visto desvanecerse su puesto de trabajo y su
inserción social a través del trabajo o que no han podido reinstalarse en el
sistema productivo ni acceder a un empleo digno. En el ámbito del derecho de
sociedades, se ha desarrollado la responsabilidad de los administradores como
acción individual en los casos de daño directo realizado por los
administradores en el ejercicio de su cargo producido por un acto ilícito o
antijurídico del que pueda inferirse una relación de causalidad con la lesión
producida, en general sobre la base de exigir una responsabilidad por una
gestión no diligente de estos, o como acción social interpuesta por la
sociedad, los accionistas o los acreedores, en casos de daños por negligencia
en la gestión o administración de la sociedad. Los empleados públicos son
responsables en el marco de la gestión administrativa en el ejercicio de sus
competencias, y la Administración responde de los daños causados a los
ciudadanos como consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos. El
gobierno solo es responsable de su gestión política ante el Parlamento, sin que
pueda exigirse otra responsabilidad por ella que la que se desprende de la
pérdida de las elecciones y por tanto del gobierno. Abrir esa responsabilidad a
la participación democrática y no mantenerla cerrada e inmune en la esfera
parlamentaria, es una de las pre-condiciones de un sistema maduro y complejo de
democracia social que está en estos tiempos en juego.
Hacer patente la lesión directa
que las actuales políticas de gobierno expresadas en la reforma laboral, los
planes y medidas de “desarrollo del empleo” y la política de recortes del gasto
social y de eliminación de empleo público están causando en el derecho al
trabajo de un amplio sector de la ciudadanía, es un cometido importante en el
que se deben utilizar no sólo los instrumentos estadísticos y de medición de
que se dispone, sino también los mecanismos de opinión y la percepción de las
personas sobre estos aspectos. Se sabe que una demostración plena de esa
relación causal en materia de empleo es prácticamente imposible, pero si es más
factible la presentación de todos los indicios económicos, sociales y
normativos, junto con el apoyo estadístico, que conducen a esta conclusión. Posiblemente
esta forma de enfocar la regulación del empleo permita el acceso a medios de
impugnación jurídicos de algunas medidas de regulación del empleo si se
relaciona con el impacto que pueden tener en términos de género y en definitiva
por la posible discriminación indirecta que induzcan.
La prueba indiciaria que tiene
tanta tradición ya en nuestros ordenamientos a partir de la constatación de las
discriminaciones indirectas en razón de género, suministra un método apropiado
de aproximación general a la desoladora conclusión que ya se ha señalado: las
políticas del gobierno español sobre el
trabajo y el empleo se sitúan claramente “fuera de la constitución”, puesto que
su diseño es contradictorio con y opuesto al mandato del art. 40 CE según el
cual “de manera especial” deberían realizar una política orientada al pleno
empleo. La eliminación programada y constante de empleo público, la
facilitación de los despidos y el abaratamiento de los mismos, y la
precarización acentuada de las formas de ingreso son, en su conjunto, expresión
de una dirección política contraria al programa constitucional. Aunque el
ordenamiento jurídico no haya suministrado todavía los medios técnicos para
restituir la vigencia del planteamiento constitucional ante actuaciones que lo vulneren
como las que está llevando a cabo el gobierno de España.
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