El asentamiento pleno de la economía – mundo, con la
consolidación de un mercado global y la financiarización de los procesos de producción
de riqueza ha generado incrementos potentes de la desigualdad y una degradación
de las relaciones laborales. Estas tendencias, acentuadas tras el crack del
2008 con la caída de Lehman Brothers en los países desarrollados y replicadas
con fuerza hoy en Latinoamérica, se enfrentan a movimientos muy significativos
de re-regulación y de resistencia.
Estos movimientos se despliegan en una perspectiva multiescalar, desde el
plano estatal-nacional hasta el espacio de la globalización protagonizado por
las empresas transnacionales, pasando por las agregaciones supraestatales como
la Unión Europea o el nivel internacional, en especial en el ámbito de
actuación de la OIT. En este último terreno, en el contexto de una presencia
social cada vez más determinante del movimiento alterglobalización en la última
década del siglo XX, nucleado a partir de los encuentros de Porto Alegre, y de
las movilizaciones contra las reuniones de los países ricos y dominantes del
mundo, la OIT adoptó en 1998 un documento muy relevante, la declaración sobre
los principios y derechos fundamentales en el trabajo que ha tenido una fuerte
influencia no sólo en cuanto ha supuesto la adopción plena de una perspectiva
universalista en la configuración de los derechos laborales básicos, las normas
fundamentales sobre el trabajo dentro de las cuales cobra especial relevancia
el reconocimiento de la libertad sindical y negociación colectiva, y que se ha
proyectado hacia otras declaraciones y acuerdos internacionales, como el muy
famoso Global Compact o las líneas
directrices de la OCDE, además de suministrar la base de los contenidos sobre
los cuales se acordaron los acuerdos marco globales entre las federaciones
sindicales globales y las empresas transnacionales.
Junto a este trascendental documento, un año después, en 1999, la OIT acuñó
el término de trabajo decente, como un compromiso posterior que permitiera
fijar los términos de las condiciones equitativas de trabajo junto con el logro
de una cierta seguridad en la existencia de las personas que trabajan. La OIT
entiende que “el trabajo decente sintetiza las aspiraciones de las personas
durante su vida laboral, porque significa la oportunidad de acceder a un empleo
productivo que genere un ingreso justo, la seguridad en el lugar de trabajo y
la protección social para las familias, mejores perspectivas de desarrollo
personal e integración social, libertad para que los individuos expresen sus
opiniones, se organicen y participen en las decisiones que afectan sus vidas, y
la igualdad de oportunidades y trato para todos, mujeres y hombres”. Supone un
horizonte al que deberían tender todos los ordenamientos jurídicos estatales, y
se ha convertido en un “objetivo universal” que en esa condición ha sido
integrado en las más importantes declaraciones de derechos humanos, las Resoluciones
de la ONU y los documentos finales de las principales conferencias. En
concreto, durante la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre
2015, el trabajo decente y los cuatro pilares del Programa de Trabajo Decente –
creación de empleo, protección social, derechos en el trabajo y diálogo social
– se convirtieron en elementos centrales de la nueva Agenda 2030 de Desarrollo
Sostenible. Una iniciativa que se enlaza con lo que se viene a llamar la salida
de la crisis financiera y mercantil que recorre el mundo a partir del crack del
año 2008.
Junto a ello, la Confederación Sindical Internacional (CSI / ITUC) lanzó,
hace ya once años, una jornada mundial por el trabajo decente, que se celebra
el 7 de octubre. Una jornada que quiere recobrar la tradicional comprensión del
movimiento de las y los trabajadores organizados como un fenómeno eminentemente
internacional. La que se ha convocado para el 2018 tiene como objetivo “cambiar
las reglas”, en una alusión directa y clara a la desigualdad y la injusticia
que se ha instalado en el sistema económico mundial y que ha producido una
debilitación de las garantías democráticas como tendencia generalizada – la
“reducción del espacio democrático” – y el deterioro de los derechos laborales
en muchos países, alcanzando “niveles desproporcionados y destructivos de
desigualdad e inseguridad económicas” en muchas partes del globo, incluidos los
países desarrollados. Las reglas deben cambiarse, afirma el movimiento sindical
internacional, y sólo eso se puede hacer mediante el reforzamiento del poder de
las trabajadoras y trabajadores.
La movilización sindical propuesta se suele utilizar por los sindicatos
nacionales que participan en la misma para establecer una relación directa
entre el significado general propuesto como lema del 7 de octubre y la
problemática concreta que se afronta en ese país determinado. En el caso
español, tanto CCOO y UGT como USO han insistido en la necesidad de una pronta
actuación normativa que elimine aspectos importantes de las reformas laborales
del 2012-2014 que dificultan o impiden la actuación sindical, y han
reivindicado asimismo con fuerza el cumplimiento de los compromisos del IV AENC
en torno al salario mínimo de convenio de 14.000 € anuales, para cuya
consecución en la negociación colectiva se anuncian inminentes movilizaciones. Una
aplicación concreta de la lucha contra la “codicia corporativa” a la que alude
la ITUC-CSI en su proclamación de la Jornada Mundial. "Cambiar las reglas" supone en España hoy ante todo cambiar la reforma laboral e imponer un nuevo marco de relaciones en la negociación colectiva.
Entre los objetivos de la misma, como se ha señalado, se encuentra también
la constatación de una amplia tendencia a “la reducción del espacio democrático”.
Esta es una situación generalizada, también en los países europeos, pero
fundamentalmente este retroceso se aprecia de manera muy neta en Latinoamérica.
Argentina se encuentra ante una quiebra de la estabilidad económica y social en
un contexto de crisis política sin precedentes y en Brasil, la ofensiva
antidemocrática que llevó a la destitución de la presidenta Dilma Rouseff y al procesamiento y
encarcelamiento del expresidente Lula, con
una fuerte ofensiva contra el PT y los sindicatos, en especial la CUT, se
enfrenta hoy mismo a una elección presidencial decisiva.
El análisis político de lo que está en juego en estas elecciones brasileñas
del 7 de octubre es importante. Se puede decir que la mayor parte de las clases
dominantes brasileñas, particularmente aquellas que están ligadas al comercio,
grandes empresas industriales locales o asociadas a la capacidad de obtener “rentas”
de la deuda global, como “anexas” a las grandes multinacionales y al sector
financiero, están desplazándose hacia el apoyo para la candidatura de Bolsonaro, un personaje nefasto,
partidario del golpismo, misógino, racista y brutal, aun a sabiendas del riesgo
político que asumen, un gobierno que podría asemejarse al que en la actualidad
tiene Filipinas con su presidente Rodrigo
Duterte. Por el contrario, las empresas constructoras y de suministro de
servicios a las grandes empresas estatales, están muy afectadas por haber
entablado extensas relaciones de corrupción – en las que han participado todos
los partidos con responsabilidades de gobierno, estatales o federales – y no
tienen por tanto una posición influyente en el proceso electoral en curso. La
manipulación de los grandes medios y su parcialidad contra Haddad como candidato de Lula,
ha sido en gran medida contrarrestada por la inmensa movilización transversal
de mujeres contra la candidatura de Bolsonaro,
que ni siquiera era nombrado, solo rechazado como #EleNâo (#ËlNo). El duelo de
la segunda vuelta entre estos dos candidatos debería permitir que esa
polarización hiciera entender a las clases medias el desastre que supondría Bolsonaro, de manera que se pudiera
conseguir un trasvase de votos del sector de centro derecha hacia Haddad, entendiendo que éste no sólo es
el candidato del PT y que por tanto su capacidad política va más allá de la que
resultaría marcada por su pertenencia al PT. En cualquier caso, en una opinión
pública tan controlada por los grandes medios de comunicación y en especial por
la red Globo, su posición en la segunda vuelta podrá resultar decisiva en la
orientación del voto de las clases medias urbanas.
Una fecha importante, en consecuencia. Un día “para celebrar los logros de
los sindicatos, rendir homenaje a quienes han sacrificado tanto en la
vanguardia de las luchas por los derechos y las libertades democráticas y
avanzar en la causa del progreso social y económico que beneficie a todos y no
a la élite privilegiada”, como ha resumido la Secretaria General de la CSI, Sharan Burrow. Una jornada en la que se
liga de manera indisoluble la determinación del movimiento sindical
internacional y de otros movimientos progresistas en recuperar el espacio
democrático y cuestionar las reglas de desigualdad e injusticia que la codicia
corporativa y las políticas de los gobiernos han consolidado en el espacio de
la globalización. Dos elementos que deben caminar juntos, como expresión de la
misma aspiración democrática y social que constituye el único camino que
colectivamente se puede recorrer.
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