A la espera de las valoraciones que nos hagan nuestras
amistades brasileñas, el resultado de las elecciones presidenciales de Brasil
es una pésima noticia para este país y para América Latina. Jair Bolsonaro ha obtenido la victoria
con 57 millones y medio de votantes, frente a Fernando Haddad que ha cosechado 47 millones. Ha habido 8 millones y medio de votos nulos y dos millones y medio de votos en blanco, lo que da idea de una importante parte de la población que no ha querido soportar a ninguno de los dos candidatos.
El mapa electoral brasileño revela una fragmentación del país muy neta
entre el nordeste del país, la parte tradicionalmente más pobre y atrasada, con
mayor población afroamericana, donde el candidato del PT ha vencido con
holgura, poniéndose en cabeza en el 98,7 % de todas las grandes ciudades de los
Estados de esa zona, y el centro y sur del país, donde Bolsonaro ha ganado, especialmente en los Estados más ricos, más
poblados y con mayor desarrollo económico, como en Rio de Janeiro y en Sao
Paulo, en donde la proporción ha sido de 70 a 30, o en Santa Catarina (80/20) y
Rio Grande do Sul (65/35).
El recién elegido presidente es un arquetipo del militar-político, que se
contrapone claramente a su oponente, un intelectual y profesor universitario.
Por el contrario Bolsonaro es un
hombre que desprecia la formación cultural, acostumbrado a una forma de pensar
estructurada en torno a mandatos simples y claros, frente a los cuales solo
cabe obedecer y actuar, de donde su desdén por la complejidad de la diplomacia
o de las decisiones económicas y políticas fundamentales. Su obsesión por el
orden y la jerarquía conecta muy bien con la ansiedad securitaria de las clases
medias urbanas, y ha alimentado una enorme hostilidad contra los políticos
profesionales, que identifica con un estamento corrupto y parasitario. Esta
animadversión hacia lo que aquí llamaríamos la “clase política” es lo que le
convierte en un personaje antisistema que le hace preferido de amplias capas
populares que han sido informadas por parte de los principales medios de
comunicación y por los aparatos ideológicos muy activos de las iglesias
evangélicas, de la existencia de un estado generalizado de sobornos, cohechos y
financiación ilegal de los partidos políticos. Pero la hostilidad hacia la
política profesional se ha convertido en odio dirigido contra el Partido de los
Trabajadores y el ex presidente Lula
en concreto, blanco fundamental de las críticas ante su fuerte carisma y la
convicción de su victoria electoral si se presentara como candidato.
El odio al PT ha constituido el eje de la campaña, y no sólo en torno a la
candidatura hoy vencedora, sino en general como tema transversal que ha recorrido
el debate. Un odio que se concentra en la figura de Lula da Silva que es presentado como bandido y ladrón, que podría
ser liberado si ganaba Haddad,
impidiendo así lo que se entiende que es su justo castigo. El que el ex
presidente hubiera sido condenado sin pruebas en un proceso inquisitorial
frente al cual se han posicionado prácticamente la totalidad de las fuerzas
democráticas del mundo, reivindicando su derecho en todo caso a poder
presentarse como candidato, ha sido oportunamente considerado como un elemento
más de la corrupción y del engaño del que es capaz el PT, en un debate nacional
en el que más que considerar la situación económica y social degradada a la que
el parlamento y el presidente Temer
habían abocado al país con la reforma laboral y la congelación del gasto social
por veinte años, el único tema de discusión era el proceso de Lula y su candidatura a la presidencia.
Esta focalización ha impedido que se desarrollase un discurso sobre proyectos
políticos de futuro, fuera de la reivindicación de la obra de los años de
presidencia de Lula.
Desde esa perspectiva, el discurso antipetista era fundamental y quien
mejor lo llevaba hasta las últimas consecuencias era Bolsonaro, que hacía explícito el odio de clase ante un trabajador
metalúrgico y dirigente sindical que había sido capaz de organizar un partido
político activo e implantado en todo Brasil y de crear un proyecto de nación lo
suficientemente convincente como para hacerle dos veces presidente de la
República y amenazar con volverlo a hacer una tercera tras el golpe de estado
institucional que depuso a la presidenta Dilma
Rouseff. Las clases dirigentes brasileñas, que habían organizado este
golpe, contemplaron que el único candidato que podía atravesar con éxito la
resistencia política y social nucleada en torno al PT por distintos movimientos
sociales y expresada en una fuerte movilización era ese candidato que exaltaba
el golpe militar, que hacía comentarios homófobos y patriarcales, que
garantizaba la seguridad a golpe de pistola y de disparo, y defendía con
vehemencia terrible la putrefacción del PT prometiendo cárcel no sólo para el
expresidente, sino también para Haddad y
la canalla petista, y la criminalización como terroristas de los movimientos de
los sin techo o los sin tierra. El capital financiero y los grupos dominantes
empresariales privados apoyaron de todas las formas posibles a su candidato,
tanto con el apoyo mediático fortísimo como a través de la financiación ilegal
de redes sociales con noticias falsas y contrainformación, fortaleciendo una
percepción ya extendida en las clases medias de que era necesario un cambio
profundo y el enterramiento civil de la izquierda. La democracia débil del
periodo golpista se sustituía por una presidencia robusta que sabría utilizar
los resortes represivos del poder para reforzar los privilegios de clase y la
degradación de derechos que se había logrado tras el golpe y la destitución de Dilma.
El nuevo presidente solo ha hablado por el momento de respetar la
Constitución – lo que es sintomático que la prensa lo destaque, pese a que
debería ser algo obvio – considerándose el presidente de todos. A continuación
ha añadido que ese plural se debe comprender como algo unitario: un solo
pueblo, un solo himno, una sola bandera. Ya se sabe lo que esa apelación a la
unidad trae aparejada, la idea del enemigo interior que quiere romper esa
unidad del pueblo en torno a su líder, pero tiempo habrá para comprobarlo. La
tercera idea que ha lanzado hace referencia a la presencia de Dios. Según Bolsonaro, Dios ha estado a su lado
durante toda la campaña y él se ha sentido ejecutor del plan divino.
Naturalmente Dios es, con la Constitución, quien ordena en Brasil según su
presidente. El fuerte apoyo de las iglesias evangélicas parece que justifica
este arrebato religioso. En un país en el que la teología de la liberación fue desautorizada
y perseguida por la propia Iglesia Católica durante el largo y penoso
pontificado de Juan Pablo II, la fuerte inversión de mecenas integristas
norteamericanos ha permitido la penetración de esta ideología religiosa de la
sumisión y la servidumbre frente a lo que era la iglesia de los pobres, puesta
al servicio de un proyecto de degradación de derechos colectivos y sociales.
Las medidas laborales y sociales más comprometidas ya han sido aprobadas
por el Parlamento y convalidadas por los jueces, como ha sucedido con la
terciarización. La presidencia de Bolsonaro
amenaza ahora con la desarticulación de las expresiones organizativas de los
intereses de las y los trabajadores, y de otros movimientos sociales como los
sin techo o los sin tierra. También pone en riesgo directo el ecosistema con
los planes de deforestación de la Amazonia. El movimiento espontáneo de mujeres
(#EleNao) y la oposición de estas organizaciones pueden ser combatidos represivamente
intentando que se diluyan y se focalicen. Es importante resistir, como ha
señalado Haddad, pero es más que
nunca urgente elaborar un proyecto nacional impulsado desde la izquierda que
recobre el apoyo de sectores sociales democráticos alejados del espacio
partidista ante los fenómenos de corrupción, y la creación por tanto de un
discurso alternativo que reivindique la profundización de la democracia social
como un elemento central en un diseño de futuro. Estaremos atentos y vigilantes
porque la democracia en Brasil es mucho más que un asunto interno de aquel país.
Compromete toda América Latina, a Portugal y a España, como principales estados
nacionales europeos que tienen una relación directa con Brasil. Y nos compromete
personalmente en la defensa de la libertad y de la seguridad personal de tantas
y tantos amigos de aquel país hoy más que nunca hermano y próximo.
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