Siguiendo
una arraigada tradición mediática, el mundo del trabajo permanece oculto a las
primeras páginas de los periódicos y al prime
time de las radios y televisiones, pero en ese espacio generalmente
escondido a la opinión pública se están produciendo movimientos muy
significativos.
Por un lado, a partir del verano
se puede detectar un incremento importante de la actividad sindical en formas
variadas que van desde la denuncia y seguimiento de actividades empresariales
contrarias a la legalidad hasta la convocatoria y sostenimiento de numerosos
conflictos en el marco de la negociación colectiva de condiciones de trabajo.
En efecto, se está pudiendo comprobar una amplia actividad sindical que busca
la regularización de las condiciones laborales de determinados colectivos
especialmente vulnerables así como la declaración de laboralidad para supuestos
emblemáticos, como el caso de las falsas cooperativas y los falsos autónomos en
el sector cárnico y la cesión ilegal de trabajadores correspondiente, a través
de una acción combinada con la denuncia a la Inspección de Trabajo y la
consecución de acuerdos en las principales empresas del sector de incorporación
a la plantilla como trabajadores de falsos autónomos. Un proceso que se
continúa con la acción de la Inspección de Trabajo en otros supuestos que si
gozan felizmente de un cierto seguimiento en la prensa como el caso de las
nuevas identidades derivadas del trabajo a través de plataformas.
Es patente el incremento de
conflictos y huelgas en todos los sectores que han perdido el carácter
defensivo que había caracterizado el período de conflictividad de la crisis y
que se caracterizan ahora en su mayoría – con excepciones debidas a la
permanente intensidad de los cierres de empresas y la deslocalización de las
empresas transnacionales como el caso de Alcoa – por un empuje ofensivo en
torno al aumento salarial que compense la devaluación sufrida durante el
quinquenio de la crisis y que ha cuajado en un significativo número de
convenios colectivos en sectores que tradicionalmente se caracterizaban por
bajos salarios y por una importante precarización. La consecución de estos
acuerdos en muchas ocasiones han sido el fruto de huelgas mayoritariamente
seguidas por las y los trabajadores del sector. A su vez el conflicto se ha
desarrollado en empresas clave, como Amazon, expandiendo el radio de la acción
colectiva más allá de las fronteras del Estado español, y el espacio de la
empresa transnacional se va paulatinamente llenando de una representación
sindical coordinada.
Todos esos movimientos se
desplazan a su vez al terreno de las elecciones de representantes de los
trabajadores en los centros de trabajo, las llamadas elecciones sindicales,
concebidas como una forma de afirmación de la organización de los sindicatos en
las empresas y en los lugares de trabajo. La fragmentación empresarial y la
segmentación laboral han devaluado en muchos supuestos la efectividad de estas
estructuras representativas, pero a través de este mecanismo no sólo se
determina la audiencia de los sindicatos, sino que se afianza la organización
de los trabajadores y trabajadoras, en un esfuerzo de reunificar a través del
sindicato lo que estaba fragmentado y segmentado.
El impulso sindical requiere para
consolidar su eficacia, una actuación en el plano general de las relaciones
laborales. No sólo respecto del aumento del salario mínimo, cuya efectiva
puesta en práctica tras el acuerdo político para la aprobación de los
Presupuestos es plenamente funcional al compromiso alcanzado en el IV AENC
respecto del salario mínimo de convenio en 14.000 € anuales, sino respecto de
la reversión de partes centrales de la reforma laboral del 2012. Separando por
tanto lo que supondrá una reforma total de la legislación laboral a partir de
la discusión de un “nuevo Estatuto de los Trabajadores del siglo XXI”, tanto el
gobierno en el acuerdo presupuestario con Unidos Podemos y en el marco de su
posición como interlocutor en las mesas de diálogo social, como muy
especialmente los sindicatos CCOO y UGT, han fijado con claridad los aspectos
que deben ser removidos del cuadro normativo vigente, en el entendimiento que
estos puntos son imprescindibles para poder desarrollar la acción sindical y
cumplir con las expectativas que prometía el IV AENC. Salario mínimo,
devolución a la autonomía colectiva de la capacidad de articular su estructura
y las relaciones entre convenios, ampliación de derechos en las cadenas de la
descentralización productiva, registro de jornada y recuperación del subsidio
para mayores de 52 años eran los ejes de la propuesta sindical que
repetidamente se había formulado y sobre la que el poder público parecía estar
de acuerdo.
Sin embargo, la prolongación de
las en las mesas del diálogo social hacía pensar que estos compromisos ya muy
avanzados se iban demorando y postergando sine
die. La presión sindical era muy fuerte, por lo que a nadie extrañó que
CCOO anunciase el 12 de diciembre que se había alcanzado un preacuerdo con el Gobierno en el que se incluía la recuperación de la
ultraactividad de los convenios colectivos, la prevalencia aplicativa del convenio
sectorial frente al de empresa, la recuperación del subsidio para mayores de 52
años y la regulación del artículo 42 del Estatuto de los Trabajadores, con la
finalidad de garantizar derechos a los trabajadores dentro de actividades
externalizadas.
Este anuncio agitó las hasta el
momento tranquilas aguas del diálogo social. El ministerio de Trabajo desmintió
haber alcanzado un preacuerdo, remitiéndose a la voluntad del poder público de
llegar a un consenso entre todas las partes sociales, aunque reconociendo que
hay más acuerdo con los sindicatos que con los empresarios, y el presidente de
CEOE-CEPYME puso el grito en el cielo al decir que se le había excluido del
preacuerdo que ignoraba, y opuso posteriormente la vía del diálogo social a la
de la reforma laboral “en el Congreso”, oponiéndose por tanto a calificar de
concertación el preacuerdo entre Gobierno y sindicatos. Dentro de las
reacciones políticas, el PP por boca de su locuaz secretario general, consideró
este preacuerdo “un suicidio” – sin precisar la víctima aunque se suponía que
se refería al Gobierno – y se manifestó dispuesto a evitar la demolición de un
marco normativo que ha permitido el segundo milagro económico de la etapa
democrática española, sin que precisara tampoco cual fue el primero, aunque se
supone que corresponde a la época del gobierno de Aznar. No ha habido
reacciones significativas de otros partidos políticos al anuncio sindical del
preacuerdo, posiblemente porque el eje del debate actual en la política
española siga escorado hacia la “cuestión catalana”, la apropiación
consiguiente de la Constitución entendida como unidad nacional y forma
monárquica por las fuerzas políticas que se consideran excluyentemente
constitucionalistas y la presencia ubicua de la ultraderecha en todos los
programas y opiniones que pueden construir una opinión pública sobre el tema y
promover la movilización del electorado esencialmente franquista que no se veía
reflejado en la política del gobierno Rajoy.
La acción de CCOO poniendo sobre
la mesa la existencia de un preacuerdo es una opción inteligente que busca
presionar al gobierno para que éste cumpla finalmente lo prometido en sucesivos
acuerdos políticos y en concreto en el marco del debate desarrollado en el
diálogo social. El objetivo es por tanto incidir en el permanente tira y afloja
en el interior del Gobierno No es un secreto que la ministra de economía, Nadia Calviño, es partidaria de la
reforma laboral del PP y consiguientemente contraria a revertir ese marco
normativo que ha sido a su entender enormemente beneficioso para la economía
española salvo “algunos ajustes” de la misma, y que esa posición se corresponde
con una parte significativa de dirigentes del PSOE que además se sienten
respaldado por la Comisión Europea y el Banco Central. Por el contrario, para
otro sector del gobierno, en el que se sitúa la Ministra de Trabajo, Magdalena Valerio, la legitimación
social que el PSOE puede obtener con esta reversión parcial de la reforma
laboral es importante y puede además convertirse en un arma electoral en la
hipótesis, nada despreciable, de unas próximas elecciones.
Para la patronal, este escenario
es nefasto porque cuestiona un hecho notorio: las reformas de la legislación
laboral pueden hacerse excluyendo a los sindicatos y contrariando sus
propuestas – como ha sucedido principalmente a partir de 1994 y muy
señaladamente en las reformas del 2010 y del 2012 – pero nunca sin el aval de
las asociaciones empresariales. Que los sindicatos confederales tengan la
suficiente fuerza como para imponer un acuerdo bilateral era un hecho
absolutamente fuera de lo común para Garamendi,
el presidente de CEOE-CEPYME, que había asistido de forma pasiva a todas las
reuniones de las mesas de diálogo social sin intentar acercar posiciones,
seguro de que nadie se atrevería a cuestionar su presencia en un acuerdo final
que ciertamente no deseaba ni amparaba. Por eso en sus primeras declaraciones
arguyó que había sido excluido del acuerdo, porque para el empresariado la
situación era realmente anómica, al informar CCOO públicamente de la existencia
de un principio de acuerdo que no contenía su aprobación puesto que se trataba
de un compromiso bilateral entre el poder público y los sindicatos más
representativos. Había que remontarse a la negociación de la Propuesta sindical
Prioritaria tras la huelga general del 14 de diciembre de 1988 para encontrar
ejemplos de esa bilateralidad sindicatos / gobierno, que desde 1994 no se ha
vuelto a producir.
No es posible plantear por tanto
una suerte de condicionalidad absoluta de la acción de gobierno a través del
diálogo social a que exista un acuerdo con el empresariado. Es un hecho implícito que dice
mucho de la consideración de la política como un espacio colonizado plenamente
por los intereses de la gran empresa y las instituciones financieras al punto
de no poder aceptar reformas que reviertan posiciones claramente antisindicales
que desmoronan el poder ordenador de la negociación colectiva en aras del
unilateralismo empresarial. Este hecho implícito es antidemocrático y por
consiguiente no puede ser mantenido.
Pero el anuncio del preacuerdo
tiene también otro efecto, y es el de hacer explícito el carácter negociado de
esa reversibilidad parcial de la reforma laboral del 2012 en aspectos
fundamentales, que tiene que condensarse en una norma que abarque todas las
materias sobre las que se incide, como expresión evidente de un contenido que
ha sido adoptado bilateralmente en el seno de un proceso de intercambio social
y político entre el poder público y el sindicalismo confederal. Es decir, debe
aparecer como el fruto del diálogo social, aunque sin el acuerdo de los
empresarios, de manera que pueda comprenderse bien la trascendencia de la
subjetividad política y social de las partes del mismo. De esta manera además
se evita la tentación en la que puede caer el gobierno de ir administrando los
contenidos del acuerdo en función de sus tiempos cortos de la acción política
diaria, devaluando el carácter sustancial de un pacto que permite vislumbrar un
cambio real en las relaciones laborales respecto del panorama ominoso creado
por las normas de la crisis en especial en el período 2012-2015.
Ahora queda cumplir el principio
de acuerdo alcanzado. El gobierno tiene que optar por mantener ante la opinión
pública su perfil de instrumento para el cambio y diferenciarse así, en un
aspecto tan decisivo, no sólo del gobierno Rajoy, sino del bloque tripartito
que se ha fraguado en la defensa del neoliberalismo como eje de regulación de
las relaciones de trabajo. La autonomía de lo político obligaría al gobierno Sánchez a situar la interlocución
privilegiada con los sindicatos como un rasgo inequívoco de una actuación
pública orientada a reequilibrar los sacrificios y a reparar parcialmente los
daños causados a una gran parte de la población durante la crisis. Sin duda
sería una señal que se podría utilizar electoralmente, pero ante todo una
decisión inteligente que compromete una forma de hacer política mirando a la
gente común, demasiado acostumbrada a resultar excluida y maltratada por las decisiones
de un poder público que hace suyos los intereses de los poderes privados, su
codicia corporativa y su necesidad de ganancia a costa de la igualdad y la
libertad de la mayoría de los ciudadanos.
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