En este dilatado fin de semana han sido centenares los comentarios y las opiniones sobre la Constitución de 1978, que festejaba sus 40 años de vigencia. Juezas y Jueces para la Democracia va a hacer un boletín especial dedicado a esta efeméride, y ha encargado al titular de este blog una intervención al respecto. Es la que se inserta a continuación.
No es fácil hablar sobre la
Constitución en el 2018, 40 años después de su promulgación. Demasiados elogios
sobre sus virtudes, demasiadas críticas sobre sus pecados originales e
insuficiencias. Normalizando el concepto, hay que tener en cuenta que una
constitución es el resultado de un proceso dinámico de confrontación de
intereses en donde la referencia a la clase social es decisiva, para construir
un modelo que dé gradualmente solución a este conflicto en un cierto equilibrio
desigual de tales intereses económicos, sociales y políticos. La clave de este
conflicto siempre presente y en permanente recomposición la suministra en la
Constitución de 1978 la conexión entre el reconocimiento del Estado social de
Derecho y el compromiso de los poderes públicos de remover los obstáculos que
impiden o dificultan la igualdad sustancial derivados de factores económicos,
sociales y culturales, que indica el art.9.2 de este mismo texto legal.
La Constitución instaura un
sistema de derechos fundados en el trabajo que pretende invertir profundamente
el orden autoritario del franquismo. Aunque el principio de igualdad y no
discriminación del art. 14 CE será una pieza fundamental en el desarrollo por
el Tribunal constitucional de toda una línea de orientación y desarrollo de los
derechos compensando la omisión de la perspectiva de género en el texto
aprobado, el elemento que singulariza el nuevo sistema de derechos democráticos
es la preponderancia de la libertad sindical y el derecho de huelga como
derechos fundamentales protegidos al máximo nivel con garantía judicial
preferente y sumaria que puede ser sometida al recurso de amparo ante el
Tribunal constitucional. Declarar derechos fundamentales la organización
sindical libre y la huelga de los trabajadores como medio de defender sus
intereses suponía invertir absolutamente el tratamiento que el franquismo había
otorgado al conflicto y a la organización colectiva de los trabajadores, que se
resumía en la triple lógica represiva – penal, gubernativa y disciplinaria
laboral – en una continuidad que atraviesa las diversas etapas del régimen, hasta
el momento inmediatamente anterior a las primeras elecciones libres de junio
1977. En un segundo plano se sitúa el derecho de negociación colectiva como un
derecho anclado en el fenómeno de la representación colectiva al que sin
embargo se asocia un importante elemento, el desarrollo legal de la fuerza
vinculante del convenio colectivo como complemento ineludible de esa función
institucional reconocida a los sindicatos representativos, de forma que el
modelo legal que se plasmará en el título IIII del Estatuto de los Trabajadores
vendrá a ser la forma prioritaria de la regulación autónoma de las relaciones
de trabajo en este país.
Otros derechos colectivos han
tenido escaso desarrollo o no han sido interpretados en los términos en los que
fueron escritos. Sucede así con con el compromiso de los poderes públicos
contenido en el art. 129.2, ya en el Título VII de la Constitución destinado a
regular la Economía y la Hacienda, de “promover eficazmente las diversas formas
de participación en la empresa”, y el añadido de “establecer los medios que
faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de
producción”, dos indicaciones que no han tenido seguimiento efectivo. En
efecto, la participación en la empresa se ha reducido a la previsión de las
formas electivas de representación del personal en los centros de trabajo que
regula el Título II del Estatuto de los Trabajadores y que sobre el primitivo
bosquejo ha sido desarrollado principalmente por las innovaciones que provienen
del reconocimiento amplio de los derechos de información y consulta en la Unión
Europea, sin que hasta el momento se hayan previsto fórmulas “eficaces” que
instalen en el ordenamiento jurídico experiencias de cogestión o
codeterminación, o que prevean la participación directa de los trabajadores en
el gobierno de la empresa, ni en la gran empresa privada ni en las sociedades o
grupos de empresa transnacionales. La Constitución también prevé un “Estatuto
de los Trabajadores”. Pero la ley que desarrolla este precepto no satisface su
contenido posible, se limita a ser una ley de contrato de trabajo a la que se
añade un Título relativo a la representación unitaria de personal en la empresa
y otro a la negociación colectiva de eficacia normativa y general. Pero no
incorpora la declaración de derechos civiles que corresponden a los
trabajadores en cuento ciudadanos que deben también ser garantizados en los
lugares de trabajo aunque modulados y limitados en función de la organización
de la empresa y el poder de dirección y control que se deriva de la relación
laboral, lo que ha tenido que efectuar la jurisprudencia del TC.
La constitución española no está
fundada sobre el trabajo, como si lo está la constitución italiana ni tampoco
recupera el primer artículo de la Constitución republicana de 1931, que afirmaba
que España era una república de trabajadores de todas clases. El derecho al
trabajo aparece en el art. 35.1 CE, y se corresponde con el compromiso de los
poderes públicos en el art. 40 CE de realizar una política orientada al pleno
empleo, un objetivo “especial” que se recalca además a la hora de diseñar un
sistema de seguridad social para tutelar a los ciudadanos ante situaciones de
necesidad, “especialmente en casos de desempleo”. El derecho al trabajo se
configura como un derecho político que integra la condición de ciudadano de un
país determinado en tanto se reconoce la centralidad social, económica e
ideológica del trabajo como elemento de cohesión social y como factor de
integración política de las clases subalternas en las modernas democracias.
Está indisolublemente ligado a la tutela legal y convencional del trabajo, al
reconocimiento de los derechos individuales y colectivos derivados de la
prestación de trabajo. Requiere un trabajo de calidad, se opone materialmente a
la degradación del empleo a través de la instalación de la precariedad como
forma permanente y cotidiana de inserción de sujetos débiles y colectivos
vulnerables. La crisis sin embargo ha trastocado algunos de estos puntos de
referencia mediante la remercantilización del trabajo y su consideración como
una libertad económica, asociada al mercado y a la libre empresa. Pero el
derecho al trabajo no encuentra condicionada su vigencia por la política de
empleo, no se disuelve en la intervención sobre el mercado laboral. Tiene un
propio contenido laboral que se refiere a las garantías del derecho de quienes
efectivamente están ejercitándolo, y que fundamentalmente se centran en los
límites que ley y convenio colectivo imponen a la facultad del empresario de
poder rescindir unilateralmente el contrato, su poder de despedir.
El Estado social es la base de la
democracia y por consiguiente produce directamente el carácter político de los
derechos que los poderes públicos ponen en marcha sobre la base de esta
cláusula social y democrática. La Constitución compromete a estos poderes en
una política social amplia, desgranada en una serie de vectores que van desde
la educación, la vivienda y la protección a la familia, hasta las áreas típicas
de prestaciones sociales antes situaciones de necesidad, el sistema de
seguridad social, la sanidad pública, la asistencia social, con menciones
específicas al sistema de pensiones de vejez. Se trata de derechos de
prestación que en una importante mayoría tienen un contenido económico que
busca la sustitución de renta dejada de percibir por la imposibilidad de
efectuar un trabajo. Son derechos de la ciudadanía social que llevan aparejado
un importante gasto público que compromete por tanto la financiación estatal y
contributiva de los sistemas que organizan y erogan las prestaciones en que se
expresan tales derechos.
La introducción a partir de la aprobación sin refrendo popular del art. 135 mediante el pacto bipartidista de agosto de 2011, de los principios de estabilidad
presupuestaria y prioridad absoluta en el pago de la deuda cuyos créditos no pueden ser negociados ni aplazados implanta
en la práctica un límite importante a la acción política y democrática que los
poderes públicos están obligados a sostener en función del compromiso de
procurar la igualdad sustancial en las relaciones sociales, y a facilitar la
satisfacción de las necesidades sociales fuera de los mecanismos promovidos por
el mercado. Ello ha dado como resultado la reducción del gasto social y la
subversión de los principios básicos que rigen el reconocimiento de los
derechos sociales de ciudadanía garantizados por el Estado social, pese a que
una jurisprudencia constitucional permisiva haya validado este proceso de
degradación normativa de la Constitución. Ese precepto debilita el pluralismo
político y social e ignora el carácter directamente político de los derechos
ciudadanos reconocidos a partir de los principios rectores de la política
social y económica permitiendo una configuración legal de los mismos arbitraria
y reductiva. No es posible considerar los derechos sociales reconocidos en la
Constitución como derechos en suspenso que sólo pueden cobrar vigencia en la
medida y con el alcance que establezca discrecionalmente el poder público en
razón del principio de sostenibilidad financiera. El contenido esencial de los
mismos, el núcleo indisponible de sus características estructurales, tiene que
ser preservado y garantizado de manera neta en cualquier caso.
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