Ha comenzado en Madrid el I Congreso "Economía, Trabajo y Sociedad", organizado por la Fundación 1 de Mayo, que se desarrollará a lo largo del jueves y el viernes en la sede de la USMR-CCOO, en la calle Lope de Vega. El Congreso se ha abierto con una conferencia de Joseph Stiglitz, premio nobel de economía, precedida de una intervención de Ignacio Fernández Toxo sobre el papel del sindicato y los retos que afronta en medio del vendaval neoliberal que agrava la crisis para los trabajadores. El Congreso se desgrana en una serie de intervenciones - mañana la de apertura corre a cargo de Umberto Romagnoli - y hay toda una serie de comunicaciones a los distintos temas que marcan la discusión de este congreso, cuyo desarrollo se puede seguir en la página de la Fundación 1 de mayo. Una de ellas, a cargo de Joaquín Pérez Rey y de Francisco Trillo, profesores ambos de la UCLM, es la que se inserta a continuación como abstract o resumen del texto que se publicará completo en un monográfico editado por la Fundación 1 de Mayo. Ya verán por qué.
En un reciente libro, que pretende proporcionar salidas a la crisis al margen de la ortodoxia más cerrada de la austeridad, Paul Krugman afirma:
«No conozco ningún país cuyas instituciones y mercado laboral le faciliten responder a la situación que acabo de describir para España por la vía del recorte salarial generalizado. Pero los países sí pueden sufrir, y de hecho sufren, importantes disminuciones de sus sueldos relativos de forma más o menos repentina, por la vía de la devaluación de la moneda; y lo hacen con trastornos relativamente menores» .
A buen seguro este protagonismo que se concede al recorte salarial para afrontar los problemas económicos de nuestro país constituye una generalización muy discutible , pero no es la evaluación de éste diagnóstico el objetivo de estas líneas que se centran en averiguar hasta qué punto la reforma laboral de 2012 ha interiorizado el discurso de la «devaluación interna» y ha creado mecanismos para propiciarla. Hasta qué punto, dicho en otros términos, permite la legislación laboral el «recorte salarial generalizado» del que habla Krugman y, en no menor medida, cómo afecta esta dimensión devaluadora a las certezas constitucionales y contractuales que pivotan sobre el Derecho del Trabajo. Son estos los objetivos de estas breves líneas.
En los cambios jurídicos laborales que se suceden sin sosiego desde 2009 se observa el intento de acometer por la vía salarial lo que no es posible realizar a través de la política monetaria, esto es, procurar una reducción de costes que mejore la competitividad española frente a la de los países del exterior (a costa también de deprimir todavía más la demanda interna). Esta pretensión, no obstante, pocas veces se hace explícita en los textos reformadores y sus preámbulos y sólo de vez en cuando se expresa con franqueza , en una muestra más de este lenguaje deformado que nos invade y para el que la realidad constituye un estorbo (regularización de activos ocultos, préstamo en condiciones favorables, reformas estructurales, etc.).
La senda que el ordenamiento laboral ha elegido para propiciar esta devaluación interna también se denomina de forma fuertemente eufemística: flexibilidad interna. Este tipo de flexibilidad goza, por el momento, de un rostro amable que la presenta como una alternativa moderada a la extinción de los contratos de trabajo, a pesar, por cierto, de que esta última posibilidad no deja de ampliarse reforma tras reforma sumiendo al principio de estabilidad en el empleo en una profunda crisis. Este carácter pretendidamente alternativo de la flexibilidad interna contribuye a diluir sus verdaderas funciones que son como decimos las de otorgar instrumentos jurídicos que, contra viento y marea, frente a contratos y convenios, permitan operar sobre el coste del trabajo como factor preponderante de competitividad (pues parece obvio que en el contexto general de los recortes en el sistema de I+D+I la suerte de la competitividad se confía de forma errónea a los costes laborales).
La definición causal de algunas de las medidas de flexibilidad interna, como la movilidad geográfica o la modificación sustancial de las condiciones de trabajo, deja a la vista su propósito de servir a la competitividad: «cuando existan probadas razones económicas, técnicas, organizativas o de producción. Se consideraran tales las que estén relacionadas con la competitividad […]». Hay también en estas definiciones un intento adicional de limitar la capacidad de revisión judicial, si bien esta ulterior finalidad es en buena medida inoperante dadas las dificultades de todo orden, constitucional incluido, para limitar el control judicial a la mera verificación del componente causal sin ponerlo en conexión con la medida laboral adoptada tanto en términos de adecuación como de proporcionalidad en sentido estricto.
En pocas ocasiones, sin embargo y a nuestro juicio, la flexibilidad interna es sustitutiva de reestructuraciones de personal y en la reforma no pretende funcionar de este modo alternativo, al menos en todos los casos. Desde el momento, se insiste, en que las cortapisas legales al despido han sido a su vez fuertemente atenuadas generando una cierta capacidad empresarial de elegir entre las diversas medidas que la legislación laboral le permite, lo que determina que el espacio de separación más nítido entre la flexibilidad interna y la externa –que ni siquiera es por completo transparente dadas las amplísimas posibilidades del despido preventivo— sea el de las empresas sin problemas presentes o previsibles a las que se les permite únicamente ganar en competitividad actuando sobre las condiciones de trabajo, a diferencia de las empresas que puedan justificar en meros términos de razonabilidad alguna disfunción presente o futura, y a las que se les permitiría optar por cualquier forma de flexibilidad ya fuera ésta interna o de salida. La flexibilidad interna actúa de este modo en buena parte del tejido empresarial como un fin en sí misma, despojada de condicionamientos causales y de condicionamientos ontológicos. Una fórmula, en verdad, de propiciar ajustes fisiológicos en las condiciones de trabajo en empresas que no necesariamente atraviesan problemas y que permite la ansiada «devaluación interna».
No deja de resultar absurdo que el fomento de los ajustes por la vía interna se proclame con el mismo énfasis con el que se rechaza de forma contundente el control de oportunidad o de proporcionalidad en sentido estricto de las medidas extintivas. Únicamente cuando el despido se configura como medida de última ratio, la flexibilidad interna puede valorarse como alternativa real y dejar de presentarse como medida indiferenciada al otorgar a los órganos fiscalizadores cierta capacidad para pronunciarse sobre la existencia de medidas menos traumáticas, impidiendo que tal decisión sea exclusivamente empresarial. Por lo demás en determinados ámbitos, como el muy importante de las Administraciones Públicas, algunas de las medidas de evitación de extinciones lisa y llanamente se proscriben promocionándose con descaro el despido del personal laboral
Los cauces jurídicos de esta devaluación interna son principalmente dos (aunque no es posible pasar por alto que casi la totalidad de las medidas incorporadas por el RDL 3/2012 confluyen en la rebaja de costes laborales, bien sea a la hora de despedir o de contratar por la vía subvencionada y precaria del nuevo CAE): la modificación sustancial de las condiciones de trabajo del art. 41 ET y el sistema de negociación colectiva, con el descuelgue del art. 82.3 ET como mecanismo sobrevenido y la estructura de la negociación colectiva como fórmula fisiológica.
Los propósitos devaluadores de la reforma lejos de ocultarse se patrocinan y se les dota de la mayor visibilidad posible, una especie de recordatorio a la empresa de que no tiene porqué descartar la rebaja salarial. Así la «cuantía salarial» se incorpora expresamente al elenco de materias del art. 41 ET y también al mecanismo general de descuelgue del art. 82.3 ET. Por su parte, y desde el punto de vista fisiológico antes anunciado, la estructura de la negociación colectiva se orienta incondicionalmente hacia la empresa con el propósito no disimulado de propiciar ajustes salariales estructurales. En este sentido la Memoria que acompañó al RDL 3/2012 no vacila en partir de un diagnóstico muy crítico del sistema de negociación colectiva para justificar la reforma: «El sistema de negociación colectiva vigente restringe enormemente las posibilidades del empresario para recurrir a mecanismos de ajuste respetuosos con el mantenimiento del empleo. Por un lado, el sistema genera incentivos para que los trabajadores de más antigüedad defiendan el statu quo a través de posturas muchas veces poco razonables». Advirtiendo, en cambio, que «la teoría económica también defiende los convenios más descentralizados, los de empresa, ya que tienen en cuenta las particularidades de cada unidad productiva. Este tipo de acuerdos parece más adecuado para la estructura atomizada de la economía española, en la que existen muchas pequeñas y medianas empresas. La negociación en niveles intermedios de centralización no ayuda al control de la inflación, ni permite adaptar las condiciones del convenio a las necesidades de la empresa». Así, insiste la Memoria, se impulsa la competencia como consecuencia de la prioridad aplicativa de convenios de empresa y la posibilidad del descuelgue, que favorecen especialmente a las pequeñas empresas. Hay que tener en cuenta que la composición de los representantes de las empresas en la negociación colectiva de convenios de ámbito superior al de la empresa podía influir, atendiendo a los intereses de diferentes grupos de presión, en la determinación de condiciones de trabajo que afectaran en distinta medida a diferentes tipologías de empresa, fundamentalmente atendiendo a su tamaño. Este potencial efecto distorsionador se elimina con la presente norma».
No se disimula, sino al contrario, el intento de hacer del Derecho del Trabajo un instrumento que supla las carencias de la política monetaria nacional y propicie la devaluación interna que sugiere una parte del pensamiento económico como salida a la crisis. Y la pregunta que el laboralista no puede dejar de hacerse en este contexto es si esta instrumentalización económica del ordenamiento laboral no va más allá de los equilibrios más básicos que vienen caracterizando a esta rama del Derecho y, en concreto, ¿es posible seguir hablando de contrato en un contexto en el que los elementos esenciales de la relación laboral, tales como el salario o la jornada, pueden ser alterados unilateralmente por el empresario? ¿En qué queda la eficacia vinculante del convenio en un contexto de descuelgue generalizado, en el que la norma colectiva se convierte en un elemento debilitado, una especie de queso gruyere agujereado desde distintos frentes? ¿Se puede privar a la autonomía colectiva de la capacidad de ordenar la estructura de la negociación colectiva reduciéndola a un grupo de presión disfuncional que amenaza a la PYME? ¿Qué lectura de la libertad sindical subyace a esta consideración?
Los interrogantes podrían multiplicarse pero en este momento el propósito es advertir que si el Derecho del Trabajo español concede la posibilidad de acometer un «recorte salarial generalizado» nuestras certezas jurídicas se topan con un viraje normativo que las pone en solfa y que nos obligan, por ende, a ir más allá de los aspectos concretos de la reforma e interrogarnos sobre el entero andamiaje institucional de nuestra disciplina (contractualismo frente a institucionalismo; autonomía colectiva frente hetereodirección; convenios vinculantes frente a pactos más o menos íntegros) y de su función estructural, pues es también discutible que sus finalidades tuitivas y componedoras del conflicto social puedan seguir considerándose inalteradas tras el cambio normativo de 2012, en el que la empresa y el modelo económico se anteponen sin disimulo al garantismo laboral como si el objeto de protección del Derecho del Trabajo ya no fuera el trabajador sino su contraparte: la empresa.
El Derecho del Trabajo se sumerge así en un estado líquido que exige la necesidad de volver sobre sus funciones y sus elementos institucionales irrenunciables, en un camino que, por extraño que suene esto en el seno de la UE, sólo cabe transitar con la ayuda de la norma internacional y algunos de sus corolarios como el trabajo decente, pues, sin que nadie hubiera sido capaz de preverlo hace unos años, esta noción se encuentra en la actualidad amenazada dentro de Europa o, al menos, en su periferia. Tal y como se acostumbraba a hacer durante el franquismo, donde para entender lo que sucedía no había más remedio que acudir a la prensa extranjera, ahora, y tras la debilidad que nuestra propia CE ha mostrado en su confrontación con la crisis económica (reforma del art. 135 CE), parece imprescindible reflexionar sobre el Derecho del Trabajo desde la dogmática renovada de los derechos sociales y su reconocimiento en los textos internacionales, los de la OIT incluidos.
No deja de ser un sarcasmo que lo que empezó apelando a la necesidad de refundar el capitalismo haya acabado refundando, al menos en nuestro país, el Derecho del Trabajo, alejándolo de sus propósitos niveladores y convirtiéndolo también en un instrumento de mercado.
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