Se está celebrando en Montevideo, en la Salón de Actos de la Presidencia de la República, el Encuentro de Ex-Becarios del curso de expertos latinoamericanos en relaciones laborales que inició hace 24 años y que se ha ido desarrollando en la sede de la Universidad de Bolonia primero, luego en la de Turin de la OIT y por fin en Toledo en la UCLM. Más de cien personas de ocho países latinoamericanos están compartiendo por dos días un trabajo conjunto sobre el tema que unifica el encuentro, dedicado a la Formación Profesional y Relaciones Laborales. El Encuentro ha sido declarado de interés por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social de la República, y ha sido coordinado por Sandra Goldflus (en la foto de abajo) con Héctor Babace.
El encuentro se basa en la elaboración de una serie de informes nacionales sobre el tema seleccionado, que posteriormente se discuten en común para intentar una declaración común sobre el mismo. En esta ocasión, se han confrontado las experiencias argentina, brasileña, colombiana, chilena, peruana y uruguaya. Al evento acuden también profesores de la UCLM y de la Universidad de Bolonia, que intervienen en el plenario. En este día lo han hecho Laura Mora, sobre el derecho a la formación profesional en tiempos de cambio radical del trabajo, y Antonio Baylos sobre el poder contractual de los sindicatos en materia de formación y trabajo, sobre la base de la experiencia española. Mañana intervendrán Joaquin Aparicio (UCLM) y Andrea Lassandari (Universidad de Bolonia), sobre la política de empleo, con referencia específica a la formación.
El acto de clausura contará con la alocución de Carlos Tomada, ministro de trabajo argentino y ex-becario, y Pedro Guglielmetti, como verdadera alma mater de este curso.
Al inicio del Encuentro, Zita Tinoco, abogada colombiana y ex-becaria, ha leido un saludo de Umberto Romagnoli, inspirador con Guglielmetti de estos encuentros. Su texto, muy indicativo del estado de ánimo de los juristas del trabajo europeos que han construido doctrinalmente el derecho laboral democrático de los estados sociales desde finales de los años sesenta del pasado siglo, se incorpora a continuación
Queridas amigas, queridos amigos,
Como
algunos de los presentes saben, acaricié por largo tiempo la idea de participar
en este encuentro, también porque es rico en significados. Viceversa, dado que
no soy vivaz como Pedro, la única forma de participación que me puedo consentir
es ésta de escribir un breve mensaje, que ha traducido la colega Daniela Marzi.
Para empezar, siento el deber de
confesar la sensación que experimenté durante mi último paseo latino-americano:
en Lima y Arequipa; apenas hace poco más de un lustro. Fue entonces que me di
cuenta de qué tener el pasaje de retorno en el bolsillo no me procuraba en absoluto
la sensación de tener una especie de garantía que volvería a un territorio donde
el derecho del trabajo es un elemento constitutivo de todo el sistema jurídico y
que yo podría seguir creyendo en la universalidad de los valores propios de la
concepción de este derecho que había asimilado estudiando su desarrollo durante
toda la vida.
Diverso, en cambio, era mi estado
emotivo la primera vez que, por invitación vuestra, vine a América Latina. No
es que me engañara al pensar que había efectuado un viaje más a través del tiempo
que en el espacio. Pero me equivocaba al considerar que había dado un salto
hacia atrás de quien sabe cuántas décadas. La verdad es que un injustificado
sentido de superioridad en el límite con la arrogancia me impedía entender que
estaba desembarcando en el futuro próximo de la propia Europa.
Si he decidido hacer esta pequeña
confesión, es para decir que los laboralistas –a los cuales la globalización de
la economía y de los mercados impone deponer todo prejuicio- deben contradecir a los geógrafos: nuestros
continentes se han acercado.
De hecho, en el cuarto de siglo (y algo
más) que nos separa desde el primer encuentro de becarios de Bolonia que se
desarrolló precisamente aquí, en Montevideo, ha cambiado la idea del derecho
del trabajo incluso en los países en los que nació casi cien años antes. La
idea es la que de la experiencia latino-americana no ha salido jamás y que yo
pensaba que no entraría jamás en la experiencia europea. Desde este punto de
vista, por tanto, no se hace retórica vacía afirmando que el encuentro de hoy
cierra una fase histórica y se sitúa en el interior de una transición densa de
incógnitas.
Por lo demás, perdida la seña de identidad y la unidad
espacio-temporal que tenía antes, tampoco el trabajo es como en un principio:
de ser mayúsculo y tendencialmente homogéneo, se ha vuelto minúsculo y
heterogéneo. En efecto, la legislación lo ha re-mercantilizado y todos lo
declinan al plural. En suma, lo que ha cambiado es el estatuto epistemológico
de toda una disciplina jurídica. En Europa, el evento está haciendo tambalear a
muchos, no sólo entre los laboralistas.
Ahora la percepción ya es universalmente
compartida: después de haber suscitado las más grandes expectativas, el derecho
del trabajo del siglo XX no las ha satisfecho sino en parte y nosotros –si bien
turbados por la ruptura del paradigma cultural del que la ley italiana que
introdujo el estatuto de los trabajadores fue la expresión más acabada- tenemos
la obligación (moral más aún que
profesional) de elaborar uno nuevo. ¿Cómo? Recuperando retrasos y arrinconando
nostalgias. Incluso si esto no es sencillo.
Son dos los modos de comportarse ante el
desmoronarse del éxito del derecho del trabajo del siglo XX. Se puede llorar
sobre él; pero así se permanece clavado en el punto en el que estamos. O bien,
se puede reflexionar sobre la etimología de la palabra que se usa en una
circunstancia como ésta. La palabra justa es “desencanto”. Una palabra
engañosa. Como lo son los oxímoron. La palabra de hecho dice que el “encanto”
ya no existe, pero al mismo tiempo sugiere que puede volver. Por esto, el
desencanto ha sido definido como “una forma aguerrida de esperanza”. Pero para
realizarla, en el caso nuestro podría ser necesario también volver a poner en
discusión, junto a la función del derecho del trabajo, el rol del laboralista
que, cansado de custodiar a un derecho que está desapareciendo, tenga
intenciones de romper el aislamiento de la autorreferencialidad en la que ha
caído. Ello no significa que el laboralista deba correr detrás de los hechos,
diría Franz Kafka, “como un patinador
principiante que, además, se ejercita donde está prohibido”. También porque los
hechos son objeto de una vergonzosa manipulación. Y tal es precisamente la
acusación principal dirigida con mayor frecuencia al derecho del trabajo del siglo XX por quienes
teorizan la congénita hostilidad del derecho al trabajo del que hablan las modernas constituciones.
Pero esto es una locura; como lo es
criticar al semáforo porque los accidentes de tránsito no disminuyan. En
realidad, sólo a los personajes interesados en la industria de la chatarra
puede venirles a la mente sugerir la abolición de este instrumento de
regulación del tráfico con el pretexto de que todavía son muchos los conductores
de vehículos que pasan en rojo. Los laboralistas saben lo qué está sucediendo
en Europa después de la demolición del derecho del trabajo: mientras el
desempleo no ha disminuido, ha aumentado la desregulación del poco trabajo que
hay.
Es decir, que repensar el
derecho del trabajo es un acto debido, pero ello no equivale a teorizar la
subalternidad del mismo respecto del pensamiento dominante.
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